¿Manifestaciones o motines?

Hay que llamar a las cosas por su nombre: el pasado 22 de marzo Madrid vivió una jornada de terrorismo callejero. No fue una manifestación más de esas en las que, al final, unos pocos exaltados llevan a cabo actos de violencia contra algunos escaparates o algunos bancos. Eso hubiera sido muy censurable, pero no habría tenido mayor trascendencia.

Pero no, lo que pasó ese día en Madrid es que unos grupos, procedentes de distintos lugares de España y que habían venido para eso, hicieron todo lo que estaba en sus manos –y en sus pies– para crear el terror en las calles más céntricas e importantes de la capital. Arrasaron todo el mobiliario urbano, destrozaron cajeros, quemaron papeleras, volcaron contenedores y, lo más importante, buscaron el enfrentamiento directo con los policías encargados de mantener el orden y de defender los derechos de todos los madrileños.

Encapuchados y pertrechados de todo tipo de artilugios, atacaron a los policías con cohetes, petardos, adoquines y piedras, y, cuando pudieron acorralar a algunos, los apalearon tan cobarde como sañudamente. No nos lo tiene que contar nadie porque lo hemos visto en la televisión, en unas imágenes que hablan por sí solas.

Unas imágenes que son un aldabonazo en la conciencia de cualquier persona decente, de cualquier ciudadano consciente.

Una Nación como Dios manda no puede permitir hechos como estos. Pero, sobre todo, una Nación que se respete a sí misma no puede permitir que se ataque así a sus policías, que son los últimos garantes de nuestra libertad, que son los que nos protegen a todos, y en especial a los más débiles.

Era clara la decidida voluntad que esos grupos y sus dirigentes tenían de provocar una tragedia. Es muy duro reconocerlo, pero todo parece indicar que el terror que desataron esos guerrilleros urbanos estaba buscando un muerto, que sirviera de excusa para continuar con más terror.

Se equivocan los que creen que actos como los del 22 de marzo en Madrid son simples muestras de una violencia espontánea que se desborda ante una presunta injusticia. Son actos de guerrilla urbana que quieren aterrorizar a la población y que buscan crear situaciones catastróficas para retroalimentar el terror.

Ante la extrema gravedad de estos hechos, la respuesta del Estado de Derecho tiene que ser proporcionada a su gravedad.

Los ciudadanos estamos escandalizados al saber que los detenidos –los pocos detenidos para unos disturbios tan graves– han sido inmediatamente puestos en libertad, salvo uno. Cuando se ve la cabeza de un policía llena de puntos de sutura por haber sido agredido con un objeto punzante, cuando se sabe que 67 policías han necesitado asistencia sanitaria, se tiene la sensación de que algo estamos haciendo mal.

Si un policía municipal denuncia al ocupante de un vehículo por no llevar puesto el cinturón de seguridad, recae sobre este una sanción administrativa en forma de multa, de la que no le libra nadie. Sin embargo, no puede parecerme bien, ni a mí ni a nadie con un mínimo de sentido común, que un salvaje que ataca con un palo a un policía, que lo derriba y que lo patalea, pueda irse de rositas por más que haya hasta cámaras que demuestran su comportamiento.

Una vez más vuelven a mi memoria las palabras, mil veces citadas, de Edmund Burke: «Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada».

Si los que creemos en la libertad y en el imperio de la Ley no reaccionamos frente a esta forma larvada de terrorismo, si no tomamos conciencia de que hay grupos totalitarios de extrema izquierda que quieren aprovechar los problemas de la actual situación económica para crear una atmósfera de terror desde la que imponer sus propuestas antisistema, además de estar permitiendo que triunfen los «malos» de Burke estamos dando muestras de una incalificable ceguera política y de una inusitada estupidez.

Lo que hemos vivido es una imitación de lo que en el País Vasco se llamó «kale borroka». Y debemos recordar que esa «kale borroka» se frenó en seco cuando se empezó a condenar a sus protagonistas –o a sus padres– a pagar los desperfectos causados. Puede ser un primer paso. Como lo sería hacer responsables subsidiarios de los destrozos del día 22 a los que firmaron la petición de autorización para llevar a cabo la manifestación, por no haber sido capaces de mantener el orden.

Los policías del 22 de marzo se comportaron con una templanza y un sentido de la disciplina verdaderamente admirables. Pero los ciudadanos, y en especial los políticos, no estaremos a la altura de las circunstancias si, ante lo que hemos visto en la televisión, no reaccionamos para dotar al Estado de Derecho de todas las herramientas legales, políticas y materiales que impidan agresiones como las del otro día. Y, desde luego, si esos actos de terrorismo de baja intensidad se reproducen –como parece ser la voluntad de los que los han promovido hasta ahora– sus protagonistas tienen que sentir sobre ellos todo el peso de la Ley, de una Ley que tiene que defendernos a todos de la voluntad liberticida y totalitaria de esos pocos.

Esperanza Aguirre, presidente del PP de Madrid.

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