Manipulación

A lo largo de toda la legislatura anterior, el PSOE y el Gobierno recurrieron permanentemente al argumento de que el PP estaba manipulando a las víctimas del terrorismo. Esgrimían que éstas son de todos, que su dolor y sufrimiento es compartido por toda la sociedad y que, por ello, el PP no tenía derecho a apropiarse de ese dolor y de lo que representa, pues, en caso de hacerlo, caía en una manipulación de las víctimas.

No es cuestión de volver a analizar esta cuestión en detalle: personalmente sí creo que hubo una tentación de sobreapropiación de las víctimas por parte del PP, una tentación de fundamentar posiciones políticas de partido, totalmente legítimas, en el valor ético que se supone al dolor de las víctimas. También creo que determinadas actuaciones del Gobierno y de los dirigentes socialistas, especialmente determinados discursos, dañaron la necesaria construcción de la narrativa de las víctimas.

Pero lo que enseña ese episodio nada edificante de la política española, el crispado debate sobre la utilización del dolor de las víctimas, es lo dificultoso que puede resultar la gestión política y social de las injusticias causadas por el uso ilegítimo de la violencia, por las represiones dictatoriales y por el terrorismo. Y si esa gestión está llena de dificultades, la razón para ser cautos y prudentes en la misma es mucho mayor.

La última iniciativa del juez Garzón -curioso el destino de este magistrado capaz de despertar las iras de conservadores y nacionalistas, de socialistas y progresistas de todo color, aunque igualmente capaz de recibir sus más cálidos parabienes, sin que ello signifique el cumplimiento del fiat lex, pereat mundus, sino el cambio de criterio jurídico- entra de lleno en la gestión del dolor causado por las injusticias históricas, en la gestión de la memoria de las víctimas. Esta iniciativa se coloca de lleno en el centro de la posibilidad de la manipulación de las víctimas.

Nadie debiera poner en duda la razón que asiste a los familiares de quienes sufrieron represión y violencia durante y después de la Guerra Civil cuando exigen saber qué fue de sus allegados, dónde fueron enterrados, cuál fue la causa de su muerte. Son heridas que reclaman ser cerradas y todo lo que se haga para cerrarlas debe ser apoyado.

Pero no es eso lo que pretende la iniciativa del juez Garzón. No es la Audiencia Nacional la Academia de la Historia. El único sentido que puede tener su iniciativa es ver si es posible abrir un proceso penal para llegar a la condena de los que fueren considerados culpables de los actos concretos de represión, de violencia y de muerte, y si los culpables pueden ser constituidos en colectivo, mejor.

Esta iniciativa viene ligada a la Ley de Memoria Histórica aprobada por el Congreso la pasada legislatura. En su día me llamó la atención que en el debate que acompañó a la aprobación de la citada ley no se subrayara el hecho de que la verdadera memoria colectiva de todos aquellos hechos, la única que pueden tener las colectividades como tales, estaba encarnada en la Constitución española de 1978, solamente comprensible en el contexto precisamente de esa memoria: España como Estado no podía existir si no lo era como Estado de Derecho -es decir, como democracia-; no podía existir si no era democrática, social y autonómica. La Constitución que instaura un Estado democrático, social y autonómico es la verdadera institucionalización de la memoria colectiva de la Guerra Civil y de la dictadura franquista.

Si eso es así -porque el resto de memorias son memorias personales, grupales, de partido, de determinados colectivos, pero no memoria colectiva como tal-, es necesario preguntarse cuál es el significado de la iniciativa del juez Garzón. No puede tratarse de instaurar una nueva memoria colectiva en el sentido en el que lo es la Constitución del 78. Tampoco puede tratarse de impulsar la memoria de determinados grupos o colectivos, pues esas memorias son memorias personales por muy colectivas o grupales que sean, pues el juez Garzón es juez, es decir, una persona integrada e integradora de uno de los poderes del Estado, no una persona particular.

Mucho me temo que, dejando de lado la posibilidad de que sirva a otros propósitos políticos coyunturales, tenga otro sentido, intencionado o no: la de apropiarse de la memoria institucionalizada que es la Constitución del 78 para una parte de la sociedad española actual, y que no pueda ser la memoria colectiva de la gran mayoría de españoles. El esfuerzo por dotar de una dimensión institucional, de Estado a través de la búsqueda de apertura de un proceso penal, a las víctimas del bando nacional y no a todas las víctimas -aunque fueran muchos más que los de la parte republicana y de los partidos y grupos que la apoyaban-, sólo puede tener el sentido de apropiación, o sobreapropiación, no sólo de las víctimas de la Guerra Civil y de la represión franquista, sino de una apropiación partidaria y partidista de lo que como institucionalización de la memoria colectiva es la Constitución española.

Estamos de nuevo ante el riesgo de la manipulación de las víctimas, con el añadido de que pone en riesgo la propiedad mancomunada de lo que nos constituye como Estado de Derecho y democrático, que es la Carta Magna. No es la primera tentación de manipulación o sobreapropiación, pues ésta está siempre presente que alguien piense y afirme que dicha Constitución es la heredera legítima de, y sólo de, la Segunda República.

Este juego es bastante peligroso, y no sólo porque puede hurtar de suelo constitucional a muchos ciudadanos españoles, sino por un segundo elemento que pone de manifiesto: la indigencia intelectual, ideológica, la falta de proyecto político para el conjunto de la sociedad española que estas sobreapropiaciones y manipulaciones de víctimas ponen de manifiesto. Cuando no se cuenta con una idea clara del proyecto a llevar a cabo para el conjunto del Estado, cuando del concepto de izquierda desaparece totalmente toda referencia económica y social en sentido tradicional, cuando el conservadurismo y la derecha se definen por la indefinición del centro, cuando el progresismo se define más por la fe en la ciencia que por la crítica de la cultura moderna, cuando hoy se proclaman de izquierda y muy de izquierda políticas y preocupaciones que antaño hubieran sido tildadas de pequeñoburguesas, nada mejor que dotar a ese vacío y a las decisiones políticas de cada momento del peso ético que se le supone al dolor de las víctimas de las que uno se apropia.

Es bastante claro que hay quienes no quieren que se les recuerde que hubo alzamiento nacional, que hubo represión y asesinatos durante la Guerra Civil, aparte de los muertos en combate, que hubo represión franquista, con asesinatos y torturas. También hay quienes no quieren que se les recuerde que no todo en la Segunda República y por parte de los partidos de izquierdas fue correcto, que muchas decisiones fueron graves y provocaron reacciones luego lamentadas -como ha recordado en estas páginas recientemente Víctor Manuel Arbeloa en relación a las cuestiones religiosas y a la ley de la República que las quiso regular-, que hubo asesinatos por parte de quienes sustentaban el régimen republicano, que muchos clérigos, monjas y católicos pagaron con su vida el mero hecho de serlo.

Pero esa dificultad con el recuerdo no debe ser razón para poner en juego el suelo constitucional que nos permite ser hoy Estado de Derecho, no debe poner en peligro lo que consiguió institucionalizando la memoria colectiva que es la Constitución española.

Y tampoco debe servir para ocultar la incapacidad de pensar y elaborar proyectos políticos que merezcan su nombre. Tanto la memoria colectiva institucionalizada como la personal y grupal que tiene como objeto a las víctimas de la injusticia histórica son demasiado serias como para que se usen para ocultar nuestras más graves indigencias políticas.

Joseba Arregi, ex consejero del Gobierno Vasco y actual presidente de la plataforma Aldaketa.