Manolo V el Empecinado en el Bernabéu

Alguien dijo que si se juntaran todos los que alguna vez le pidieron una entrevista, un prólogo, un artículo, una presentación, un libro e incluso dinero, a Manuel Vázquez Montalbán, no habría sitio para tanta gente ni en el Estadio Santiago Bernabéu.

A él le hubiera gustado, en todo caso, que fuera en el Nou Camp, o en el Miniestadi, pero tampoco le hubiera importado mucho que ese reconocimiento no se hubiera producido jamás. Le daría igual.

Sin embargo, conviene recordar que algunos reconocimientos (poéticos, y la poesía fue lo que más amó en su vida) han sido seguidos por un número tan exiguo de personas que resulta lícito preguntarse qué fue de la gratitud.

Bueno, en el universo literario la gratitud es una moneda volátil, y a veces (demasiadas veces) desaparece con la muerte; muchos escritores habitan un purgatorio particular, en el que se quedan para siempre o hasta que alguien los coloca con demasiado esfuerzo donde merecieron estar también en vida. En ese purgatorio hay muchos grandes autores que además fueron personas excelentes, y no los salva de ese olvido ni el empeño de los que mejor les quisieron.

Porque el olvido es, en este mundo de las palabras, uno de los factores más consistentes, es ya casi un valor, o un contravalor, es decir, una expresión del cinismo con el que dejamos que pase al silencio lo que aporreamos con el tambor cuando nos fue necesario o preciso para bañar la vanidad u otras vísceras.

Eso produce melancolía, porque revela también aquí la falta de consistencia de los afectos, en la vida y más allá de la vida; parece como si estar fuera más importante que ser, y como si la vida sólo tuviera la consecuencia de la utilidad. Tú me das, yo te doy, pero luego nos olvidamos. Así es, y no hace falta morirse para percibirlo.

Pero, en fin, así es la cosa, y ahora, hoy mismo, cuando hace cinco años de la muerte de Manolo, se me ocurre subrayar este fenómeno que no por reiterado resulta más insólito sobre el tratamiento que merecen los escritores (u otra gente) cuando nos son útiles o imprescindibles y cuando ya no están, cuando ya no les podemos pedir ni un prólogo ni una entrevista ni un prefacio, ni siquiera dinero o una crítica en los suplementos.

La vida cultural, que va aceleradamente hacia la nada como sustancia, produce estos fenómenos, y ahora produce cada vez más estampidos de inmediatez, de urgencia y por tanto de olvido, y en esa vorágine lo que hoy tuvo importancia (una idea, una exposición, un libro, una película) en seguida cae en el precipicio por el que se hunden premios y castigos.

Es lo que hace inútil el esfuerzo. Y Manolo, que tenía 64 años cuando murió, representó mejor que nadie en este país el esfuerzo desinteresado por el otro. Se pasó la vida cumpliendo; aparte de escribir grandes libros y extraordinarios poemas, algunos de los cuales tuvieron el valor extraño de la premonición de su propia muerte en Bangkok, se pasó de aquí para allá atendiendo compromisos grandes o menores por los que se dejaba jirones de su vida; y haciendo periodismo, un esfuerzo que se tomaba más en serio que los desiguales latidos de su corazón maltrecho. Y ahora tengo la percepción de que pasa con él lo que decía mi madre que era el precio del esfuerzo: "Te pagarán con tajadas de aire".

A veces he tenido esa percepción, con él y con otros como él: les pagan con "tajadas de aire".

A él le daba igual, y eso consta. La penúltima vez que le vi fue para pedirle una entrevista que debería salir en este periódico en medio de otras declaraciones sobre la ciudad de Barcelona. Tenía las maletas a medio hacer, para ese viaje asiático que iba a ser su último viaje, precisamente, pero se recorrió la ciudad, se sentó como un forzado en su asiento preferido del Sandor y puso a disposición del periodista toda su inteligencia clarísima, y todo su tiempo.

Jamás preguntó, nunca, ni cuánto debería cobrar (por los múltiples compromisos que le cayeron encima) ni jamás se inquietó porque este periódico (y tantos otros, de cualquier sitio) le pidiera que escribiera un texto en cinco minutos. Lo hacía, a veces mientras cocinaba una paella, como recuerda siempre Manuel Vicent.

Y cuando escribía rápido se lo reprochaban, y él decía: "No escribo rápido. Para hacer lo que hago he tardado toda la vida". Antes de aquella última vez en Barcelona estuve con él en el otoño de México; sudaba a mares, el corazón le estaba dictando líneas torcidas; se recuperó, se rapó el pelo, se había preparado para una vida más saludable, mejor, acaso más reposada. Pero seguía cumpliendo, cumpliendo siempre, empecinadamente. Se llamó a sí mismo Manolo V el Empecinado, porque jamás dijo que no a nada, como si todo lo pudiera. Y es que tenía la conciencia de que si no podía le iban a echar del curro.

Su inquietud mayor (y la tuvo toda la vida) era la de perder el empleo, y de vez en cuando la expresaba. Nunca, ni en los momentos de mayor gloria, y tuvo muchos, Manuel Vázquez Montalbán se sintió poseedor seguro de nada. Sólo de la poesía, y la poesía le sirvió de vehículo para mostrar su alma, para aprender "a querer y a vivir". Era un hombre espléndido, de una energía inolvidable; hasta el último suspiro la entregó a la gente.

Juan Cruz