Manos sucias y obscenas

Pido perdón a mis amables lectores por lo sucio y obsceno del titular. Pero intentaré justificarlo. Estamos ante una situación económica y política de una gravedad inusitada. No creo que, hoy por hoy, esto pueda discutirse. El país, en muchos aspectos, está descoyuntado,los agentes económicos angustiados, la opinión pública desconcertada y deprimida, el debate político es de bajísimo nivel y, lo que es peor, nuestras instituciones básicas están bajo mínimos.

Y les aseguro que nada más lejos de mi intención está contribuir al pesimismo reinante que percibo general. Pero sí que creo que si no reaccionamos colectivamente, España - y, particularmente, Catalunya-se va a parecer cada vez más a nuestra entrañable Italia. En lo negativo y no en lo positivo. Italia, país admirable y bellísimo, cuna y origen de tantas cosas básicas para entender nuestra civilización occidental, ha sabido desarrollar un tejido empresarial potentísimo, con grandes, medianas y pequeñas empresas, capaces de competir internacionalmente. Simplifico: Italia está en el G-8.

Y están fuera de lugar comparaciones chulescas de los que creían, como nuestro presidente del Gobierno, que estábamos, para siempre, en la Champions League, como si esa posición no hubiera que ganársela todas las temporadas. Y todos sabemos de equipos que, ascendidos a Primera División, desde la euforia, han descendido luego a categorías inferiores, incapaces de hacer frente a los retos de estar arriba.

Pero es cierto que Italia, en la Champions desde hace mucho, ha ido perdiendo comba. Durante mucho tiempo, se nos decía que la fortaleza de la sociedad civil italiana era tanta que no importaba que no hubiera un buen gobierno o que las instituciones estuvieran progresivamente desprestigiadas. Que la sociedad, sus empresas y sus trabajadores, especialmente en el norte, iban a su aire, y que pasaban de la mediocridad de la política italiana, de sus componendas partidistas, de sus corrupciones y de su progresivo y brutal deterioro institucional. La economía iba por un lado, y la política, por otro. Como si fueran compartimentos estancos. Craso error porque, al final, todo se paga. Y hoy Italia no es buen ejemplo para nadie, más allá de la desaparición de la izquierda y de la histriónica y avergonzante figura de su inefable primer ministro (tan amigo, por cierto de nuestro "feminista e igualitario" presidente (cosas veredes...).

Pero no quiero detenerme en anécdotas. Lo relevante es que un país, por sólida que sea su sociedad civil y su tejido empresarial, no soporta sin coste altísimo el constante deterioro de sus instituciones. Y de su prestigio interno e internacional.

Y a eso voy. En Italia, el poder político y, sobre todo, el de los partidos - la partitocracia-,han hecho, pensando en sí mismos, un enorme daño. Y todo se ha supeditado a los equilibrios políticos - la lotizzazione,primero, y la ocupación obscena de las instituciones, luego-,desde la justicia a los medios de comunicación. Con la consiguiente confusión entre lo público y lo privado. Pésimo ejemplo. No estamos aún ahí. Pero vamos por ese camino.

Pongo algunos ejemplos. El más obvio, es el Tribunal Constitucional. Ya no es posible mayor desprestigio y deslegitimación, haga lo que haga. Letal para nuestro sistema democrático y para la confianza que los ciudadanos deben tener en la justicia. Y ya que hablamos de eso, otro ejemplo: el Consejo General del Poder Judicial. ¿No les parece tristemente asombroso y escandaloso que, con total naturalidad, hablemos de progresistas y conservadores en función de qué partido político les ha propuesto y que, de nuevo con total naturalidad, presupongamos el sentido de su posición jurídica? ¿Dónde está ese pilar básico de la democracia que es la división de poderes y la independencia de la justicia?

¿Y qué pasa con los organismos reguladores? Desde la comisión de la Energía, del Mercado de Valores o de las Telecomunicaciones, a la de la Competencia, hemos visto su politización, y los constantes intentos de mediatizar sus decisiones desde el poder político. Antes y ahora.

Un país democrático no lo es de verdad sin el prestigio y la solidez e independencia de sus instituciones. Y voy más allá: requiere de una clara definición de competencias, responsabilidades y funciones. Y que la justicia actúe sin mediatizaciones. Que los que intenten condicionarla sepan que no lo van a conseguir. Y que el Parlamento sea un contrapeso del Gobierno y no una mera correa de transmisión de los designios del Ejecutivo y, en nuestro sistema institucional desvirtuado, del creciente presidencialismo del mismo.

Todo ello nos lleva a un peso excesivo del poder ejecutivo y de su presidente. Ocupando espacios que, con instituciones sólidas, no podrían hacerlo. La democracia es un sistema de contrapesos que, sin impedir tomar decisiones, obliga a todo el mundo a tener en cuenta a todos los demás.

Y esto viene especialmente a cuento en el debate mayoritario de estos días: la subida de impuestos. Estamos hablando de una institución básica en democracia: nuestro sistema tributario. Y conviene recordar que el régimen parlamentario nace para controlar - y decidir-sobre los gastos e ingresos públicos. Sobre en qué se gasta y sobre quién y cuáles deben ser los impuestos. Tema muy, muy serio.

Y hace tiempo que no veía tanta frivolidad y tanta improvisación al respecto. No es aceptable que, sobre nuestros impuestos, un día se nos diga que deben pagar los ricos, otro que deben pagar más los rendimientos sobre las rentas del capital (que no es, evidentemente, lo mismo), y otro que, al final, lo que hay que hacer es subir los impuestos indirectos, que, por definición, afectan a todos, al gravar todo tipo de transacciones económicas.

En catalán, y ello justifica el título, a eso se le llama potinejar. Ya basta.

Josep Piqué, economista y ex ministro.