Manu

La noticia sobre la muerte de un ser querido siempre nos pilla por sorpresa, por más que pueda tratarse de una muerte anunciada. Manuel Leguineche, para todos sus amigos Manu, iba yéndose poco a poco del mundo desde meses atrás y todos sabíamos que el final no estaba muy lejos. Pero cuando el desenlace fatal se produce, nos rebelamos contra él: porque toda muerte es injusta, y más todavía si es la de un ser al que amamos. Manu y yo fuimos hermanos.

No voy a hablar demasiado sobre sus cualidades como periodista y como escritor. Eso se ocupan hoy de decirlo muchos otros en los obituarios del día. Ni tampoco quiero escribir una necrológica. El cuerpo y el alma no me piden una despedida brillante en esta hora, sino el deseo de resucitar algo de lo que fue mi amigo en vida, un compañero del alma muerto tan temprano, como el Ramón Sijé de Miguel Hernández.

¿Y qué quisiera ahora rescatar de Manu? La risa, sobre todo. Tenía una forma de reír sonora, a tumba abierta, incontenible... En cierto modo era una risa infantil en la garganta de un hombre. Porque en Manu habitaba el niño que fue, porque su curiosidad en buena medida infantil no se saciaba nunca. ¡Ay del hombre que olvide al niño que fue!, ¡ay del hombre que no haya logrado estar a la altura de los sueños que alentó en su infancia! Manu tenía la picardía de un anciano aldeano –era de pueblo, de Guernica–, pero un anciano con alma de niño. Y al mismo tiempo, se manifestaba a menudo como un ingenuo niño que, de súbito, adoptaba la apariencia de un anciano para defenderse ante los sobresaltos de la vida. A Manu nadie podía engañarle en el territorio del periodismo; pero en otros escenarios era un desastre: le timaron a menudo golferas del tres al cuarto.

Viajamos mucho juntos como periodistas y siempre la risa nos acompañaba en toda ocasión. Y sabíamos reírnos de nosotros mismos, una actitud para la que muy poca gente está preparada y que da bastantes satisfacciones, entre otras cosas porque, al reírte de ti, tienes tema para reír para toda la vida. No sé si Manu fue consciente ayer de que se moría, pienso que no. Pero, si lo hubiera sido, estoy seguro de que habría sonreído.

En el otoño de 1992 fuimos juntos a Bosnia desde Barcelona, en coche, para escribir reportajes sobre la guerra en una revista mensual ya desaparecida, «Panorama». Llegábamos a Mostar, por la carretera que corre junto al Neretva, una tarde de intenso frío, con bosques de hojas doradas que parecían llamaradas a nuestro alrededor, cuando vimos en el arcén derecho a un viejo soldado bosnio que caminaba doblado por el peso de un enorme saco de patatas. Yo conducía y Manu me dijo. «¿Por qué no le llevamos? Va a reventar por el peso». Paramos, acomodamos el saco en el maletero y el hombre subió agradecido al asiento de atrás. Pero a poco de arrancar los dos nos miramos aterrados: el soldado desprendía un olor nauseabundo, un olor a putrefacción, a basurero, a alcantarilla, un olor que parecía llegar desde la Edad Media, como si todas las generaciones de sus ancestros hubieran concentrado sobre él el aroma de siglos sin bañarse. Le dejamos unos kilómetros después y, durante casi una hora, viajamos con las ventanillas abiertas, a pesar del frío, para librarnos de aquel insufrible olor.

Manu me dijo de pronto: «Ya sé el título de mi próximo reportaje». Le pregunté cuál era. Y respondió: «El perfume de la guerra». Seguimos tronchados de risa rumbo a la lejanía, donde resonaban las bombas de una batalla entre bosnios y serbios.

Manu disfrutaba bebiendo y comiendo. En 1989, cuando se desplomaba el universo comunista, él dirigía el programa «En portada» y me contrató como reportero. Durante dos meses viajamos en una furgoneta por varios países del Este europeo para elaborar reportajes sobre el fin del comunismo. Manu dirigía, yo era el guionista, y como equipo nos acompañaban el cámara José Luis Márquez y el entonces ayudante de sonido Álvaro Benavent. En esos días, no sólo caía un sistema político, sino que todo se vendía y se compraba al baratillo en el mercado negro. De modo que, en Varsovia, nos hicimos cada uno con más de dos kilos de caviar a un precio irrisorio.

Unos días más tarde, en Rumanía, buscábamos en los Cárpatos el refugio del dictador Ceacescu para filmarlo. Era una mañana de brillante sol y montes nevados. No había nada de tráfico y, de cuando en cuando, los ciervos saltaban a la carretera con riesgo de chocarse con nosotros. Y en una explanada cubierta de nieve divisamos varias mesas y bancos rústicos destinados a meriendas de domingueros. Manu dijo: «¿Y por qué no echamos un mus?». Y allí, con botellas de vodka y latas de caviar enterrados en la nieve, jugamos una partida memorable. Luego, seguimos camino y rodamos la residencia veraniega del déspota derrocado.

Pescamos varios años juntos en una lancha, el «Vagabundo», que compramos a medias en el puerto de Garrucha, en Almería, junto a nuestros grandes amigos Pepe «el Almejero», Juan Garrido «el Esponjilla» y Pepe «el Vinagre». Manu reía a grandes voces, como un niño chico, cuando picaba un pez. Y allí se ganó el mote de «el Chucla», un tipo de pez lleno de espinas, casi incomible, que parecía tener preferencia por los anzuelos de Manu. Al final de la jornada, echábamos un mus si había gente dispuesta. Durante todos los años de nuestra relación, sólo le vi enfadarse cuando no llegaba a tiempo para enviar una crónica o cuando perdía al mus.

Todos los amigos, al morir, dejan un hueco irreemplazable. Es como un amor perdido que abre un agujero que no puede ocupar un amor nuevo. Porque todos los amigos tienen un espacio propio en nuestros corazones. A mí me queda vacío el hueco de su risa. Yo sigo riendo, pero me falta su risa.

Javier Reverte, periodista y escritor.

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