Manual para corromper la democracia

Desde el día 20 de enero, millones de personas tratamos de asimilar lo que ocurre en EE UU, de la mano de un personaje de carácter zafio, de modos groseros y conceptos elementales que chocan frontalmente con la democracia. La insolidaridad, el egoísmo, la xenofobia, la islamofobia, la falta de respeto a la justicia, al medio ambiente y, especialmente, la soberbia que destila son sus señas de identidad. Su nombre, Donald Trump, y todos sufrimos la peligrosa escenificación del autoritarismo que encubre un ataque sistemático contra los derechos humanos de millones de personas. Trump no es un emperador, su poder no es omnímodo y debe detenérsele cuanto antes, so pena de males mayores.

La llave más peligrosa que tiene Trump no es la del maletín nuclear, sino la que abre el manual para corromper la democracia pervirtiendo el propio sistema desde una concepción oportunista del derecho como instrumento demoledor de los derechos de los más vulnerables. Pero, no nos engañemos, en esa barbarie no está solo. Le acompañan muchos, que, por acción u omisión, contribuyen a la consolidación de esta excrecencia de la democracia.

Puede ser que la legalidad ampare la construcción de un muro que separe la libertad del sur frente al sometimiento imperialista del norte, pero, desde luego, no es legítima su construcción. Un presidente elegido democráticamente no puede hacer lo que quiera, ni los demás podemos quedarnos cobardemente en silencio frente a ese ataque a la dignidad humana. Los votos no legitiman la barbarie de alguien que desprecia las conquistas que tanto sufrimiento han causado a la humanidad.

Dentro de ese muro quedarán un país y un presidente que ni siquiera está claro que se beneficien de esa decisión, aunque sí es obvio que perjudica a quienes estamos fuera del mismo. La discriminación es tan grosera que avergüenza. Como lo hace también la actitud de determinados líderes políticos que no se rebelan frente a semejante locura.

En cierta forma, si esto continua así, vamos a tener que asumir que nos enfrentamos a la amenaza de una superioridad racista y xenófoba que nos recuerda épocas pasadas de infausto recuerdo. El fascismo, como decía Orwell, cuando se acerque de nuevo a Occidente lo hará vestido de democracia y para servir al pueblo, demostrando que las décadas pasadas han sido mero camuflaje para la incubación del huevo de la serpiente, celebrada por todos los partidos de extrema derecha y atenta a inyectar su veneno mortífero.

El muro del presidente Trump, como el que se quiere “instalar” por Europa en Libia, después de haberla destruido y abandonado a su suerte, no se construirá, como antiguamente, para defender a los ciudadanos de los enemigos atacantes, sino que se elevará para satisfacer las conciencias de quienes defienden esta política abusiva frente al diferente y proteger, probablemente, intereses económicos frente a los derechos a la libre circulación de las personas. Pero ese muro no solo se materializa en la frontera del norte de México o en el norte de África, sino más al sur, generando políticas económicas intervencionistas que anulan toda esperanza de progreso para millones de migrantes.

Ciertas reacciones de las grandes empresas y de eminentes políticos estadounidenses que destacan el excepcional valor intelectual de los migrantes producen sonrojo y vergüenza porque no valoran a la persona sino a su potencial aprovechamiento para seguir produciendo la misma dinámica excluyente. No es la persona, es la economía. Resulta difícil de asimilar.

Frente a la desmesura del veto migratorio, los jueces han dicho ¡stop! Fiscales y no pocos abogados han reaccionado para detener la interpretación subvertida de la ley que hace el entorno presidencial. Esperemos que esta lucha continúe, apoyada por la sociedad civil que, sin apelar a la seguridad nacional o la fuga de cerebros, está combatiendo por la dignidad de todos.

En los demás países, especialmente los europeos, se están produciendo reacciones sensatas y valientes, al menos en los discursos, pero dudo que se mantengan si afectan —o cuando afecten— a los intereses económicos. Probablemente se amortiguarán, como aconteció con Guantánamo, y se someterán a la oportunidad política, olvidando que allí existen presos ilegales y un centro en el que la tortura estuvo legalizada y puede volver a estarlo.

En 2003 nos alineamos con los derechos humanos frente a la guerra de Irak. ¿Lo haremos ahora frente a un autócrata ensoberbecido, guiado por el único criterio del beneficio, que anula sectariamente libertades y potencia prácticas execrables que suponíamos erradicadas?

Si entre amigos hay que decirse las cosas claras, desde luego, las autoridades españolas “son un claro ejemplo de doble rasero”. Como dicen representantes de SOS Racismo, “están indignándose con todo lo que está haciendo Trump mientras a su vez están aplicando políticas que no tienen ese impacto, pero que tienen un corte similar” en la frontera sur de la UE.

Estamos, una vez más, ante la ambigüedad y laxitud del Ejecutivo español, guiado por un líder, experto en este arte, que se ofrece como mediador pero que no es capaz de enfrentarse a aquella política de exclusión, dando la espalda y faltando al respeto a Latinoamérica. No responde con contundencia ni a las amenazas de retirada de industrias norteamericanas, ni a la negativa a admitir inmigrantes en territorio de EE UU — algo que condena a la penuria a miles de personas y sus familias—, ni a la construcción de un nuevo muro de la vergüenza, ni a la retirada del visado por motivos religiosos. Al final, Latinoamérica será una especie de argumento justificativo de vaciedades tales como el “gran idioma común” o la “histórica aportación” española, olvidando, por el contrario, el apoyo sin fisuras a la causa común de todo un continente al que se está humillando de forma prepotente.

Confío en que la razón se imponga sobre el desmedro y la simplicidad de quien comunica por Twitter con tal ligereza que asombra en las propias redes sociales. Mientras tanto, debemos unir nuestras voces para conjurar el riesgo que contiene ese manual para corromper la democracia.

Baltasar Garzón es jurista.

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