Manuel Valls, nacionalismo, Europa...

La aparición en la escena política de un candidato como Manuel Valls, aun sin magnificarla, se asemeja al hecho de abrir una ventana en un espacio de aire inficionado por los efluvios malignos de la pereza mental y la rutina. Un político joven que ha llegado a encabezar el Gobierno de Francia ambiciona dirigir la vida municipal de esa gran urbe mediterránea que es Barcelona para devolverle su condición de "estuche de la cortesía", según la galantería de don Quijote.

La incertidumbre es evidente pero a ella está expuesta quien emprende «grandes fortunas», como nos enseñó Platón. Europeísta, Valls sabe que su combate ha de dirigirse contra el nacionalismo y para ello viene aprovisionado de las mejores armas, conocedor como es de esa enfermedad tenaz e implacable que está poniendo a prueba el vigor del cuerpo europeo.

Acaso para bruñirlas no estaría de más que conociera el ensayo que acaba de aparecer en las librerías alemanas y que está firmado por Joschka Fischer, ministro de Asuntos exteriores con el canciller Schröder, dedicado a explicar algunas de las claves que conciernen a Europa en el mundo actual (Der Abstieg des Westens, Kiepenheuer&Witsch, 2018).

Manuel Valls, nacionalismo, Europa...Fischer comienza su análisis subrayando el vuelco que ha significado la crisis económica, el adiós de Gran Bretaña, la extensión de los movimientos migratorios, la elección de Trump y la emergencia como potencia de China. Justamente en este contexto es preciso explicar el fortalecimiento o el nacimiento de inquietantes movimientos nacionalistas en Europa. Un nacionalismo que se presenta con rasgos nuevos: frente al tradicional que tuvo un carácter progresivo, tal el caso de los que construyeron la unidad alemana o italiana en el siglo XIX, o de otros nacionalismos, a veces también expansivos y conquistadores, el actual nacionalismo es defensivo al ser la bandera de quienes fuera de su tranquilidad, no quieren nada. Un nacionalismo del miedo, de viejos, que pretende aislarse del rumbo que toma el planeta.

Pero eso no le hace más débil, al contrario, la fuerza de las identidades que se sienten amenazadas, bien amasadas con otras incertidumbres, entre ellas la económica, forman el humus de estos neonacionalismos que, vinculados como se hallan a tendencias profundas que circulan por los arcanos de las sociedades, permiten augurar su creciente expansión y su turbadora traducción en votos y diputados en los escaños parlamentarios.

De otro lado, el mundo de mañana -razona Fischer- no vendrá determinado por el conflicto entre el Este y el Oeste sino por una pluralidad de ellos a lo largo del eje Norte-Sur que se escaparán al control de los grandes y que determinarán una inestabilidad a un tiempo regional e internacional. Piénsese en la pesadilla que supone el hecho del incremento de grupos terroristas en posesión de armas nucleares, lo que conduce a destruir de raíz la seguridad del mundo tal como hasta ahora se ha concebido y que ha estado vertebrada en torno a los acuerdos sobre la No-Proliferación.

En estas condiciones, las cosas no pintan bien para Europa que tiene problemas demográficos difíciles de afrontar, una revolución digital que, si no la encauza, corre el riesgo de debilitar su fuerza industrial, base ¡ahí es nada! del modelo social europeo y, por ende, de la paz.

Por estos -y otros- vanos se cuela el mensaje nacionalista, tan simple como cautivador para una parte de la población dispuesta a dejarse encandilar por el atractivo de las soluciones al alcance de cualquier bolsillo mental. Recuerda Fischer que el modelo democrático-liberal se asienta sobre principios como la división de poderes, los derechos y las libertades, la decisión en manos de la mayoría, a su vez obligada a respetar a las minorías. Pero cómo, frente a él, se alza el que representan algunos países, entre los que el faro de mayor y más venenosa potencia lumínica es China, país mensajero de una post-democracia en la que al tiempo que resplandecen las luces del desarrollo y de la eficacia se apagan las de las libertades.

Es un nuevo escenario el que tenemos delante donde se representan piezas variadas y ante el que se abarrotan públicos muy diversos: en ellas se deslegitima la representatividad, se ensalza al hombre fuerte de un partido fuerte, se contrapone la "gente" o la "casta" a la ciudadanía, se banaliza el Estado de derecho y, por esos desvaríos, algunos buscan la vuelta a una sociedad culturalmente homogénea, a un Estado libre de ataduras exteriores, que decide su propio destino nacional y expulsa a los extranjeros o los degrada a una condición inferior. Se desentierra a Bodino de su descanso para repasar el concepto que de soberanía formuló en el siglo XVI.

Para los europeos la disyuntiva no ofrece dudas: economía de mercado y consumismo de las masas se puede dar en cualquier modelo; libertades, seguridad jurídica, ejercicio democrático del poder y rendición de cuentas de los gobernantes, no. Por imperfectos que todos estos componentes sean -y lo son y mucho- en nuestras sociedades.

En Europa contamos con un amplio abanico de partidos nacionalistas, en España los llamamos soberanistas, fruto de este desvarío lamentable que cultivamos por estos pagos. Citemos al FPÖ en Austria, un adelantado; el de la señora Le Pen en Francia; la Alternativa para Alemania; los verdaderos finlandeses; los seguidores de Geert Wilders en Holanda; Orban y además Fidesz en Hungría; Kaczynski en Polonia y lo mismo en Grecia o en Italia donde se han unido los nacionalismos confusamente llamados de derechas e izquierdas. Etcétera. Junto a ellos, y en tenebrosa compañía, el izquierdista Mélenchon en Francia que está ya defendiendo postulados racistas y el movimiento que en Alemania encabezan Oskar Lafontaine y su mujer Sahra Wagenknecht. Recordemos: Herr Lafontaine, ingrediente tan inevitable como aciago de cualquier izquierdismo intrigante y veleidoso que en algo se tenga.

En España son de larga data y oscura memoria. Anidan en el País Vasco, en Cataluña, en Galicia pero sin descuidar otros espacios como el balear, el valenciano, el navarro y ahora hasta el asturiano donde el soberanismo se quiere escribir en bable... Parece que a la procesión se une Vox desde una orilla donde han ido a parar desechos ideológicos periclitados y antieuropeos.

Termino. Nos estamos jugando nuestro futuro. Por ello los partidos que han vertebrado Europa están obligados a olvidar sus gafas de miopes y ofrecer programas solventes que puedan ser trasladados a la realidad, incluso asumiendo el riesgo de perder electores. Es decir, tejer un relato construido con materiales relucientes, no reciclados. Materiales del máximo rigor técnico, de la mínima demagogia y de una ejemplar valentía. Quienes lo elaboren han de saber que, y vuelvo a Fischer, "la política democrática no sólo debe ofrecer resultados sino también visiones e identificaciones... sin las cuales se pierde su efecto integrador, abriendo la puerta a una guerra cultural librada en el campo de batalla de las identidades... que acaba en los mitos fundacionales de la lengua, el color de la piel, de los ojos... es decir, en una política de etnias".

Por ello, lo que nos interpela es la renovación de Europa como poder y también como faro de la democracia liberal y del Estado de derecho. Los nacionalismos están de sobra.

Con certera expresividad política lo ha dicho Jean Claude Juncker, presidente de la Comisión europea, hace poco: "Sí al patriotismo ilustrado, no al veneno pernicioso del nacionalismo".

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario, ex diputado en el Parlamento Europeo y autor de varios libros sobre Europa y la construcción del Estado moderno.

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