Manuel Valls y el nombre de los socialistas

No es la primera vez que Manuel Valls propone cambiar el nombre del Partido Socialista francés.

En esta ocasión no lo ha hecho tan claramente como tras la derrota de Ségolène Royal; ni como en octubre de ese mismo año, cuando propuso a sus camaradas “cortar por lo sano con su historia y con su nombre”; ni como en mayo de 2009, cuando se ganó una reprimenda de la primera secretaria, Martine Aubry.

Pero, obviamente, el hecho de que insista desde su posición actual, que, nos guste o no, es la del jefe de la mayoría, le da a su sugerencia mucho más peso. Y por eso el asunto ha provocado semejante clamor entre los guardianes de la casa muerta, incluyendo, el pasado fin de semana, a Michel Rocard, inventor de la “segunda izquierda”, que ahora parece estar de acuerdo con Pierre Laurent, jefe de lo que queda de la primera, en llamar al orden al joven y valiente primer ministro.

Sin embargo, es este último, por supuesto, quien tiene razón. Y por un motivo esencial que nos enseña, en filosofía, la gran tradición nominalista. Los nombres nunca son solo nombres. La sombra de quienes los inventaron, los usaron y los definieron los habita como una segunda piel.

Hay una historia de los nombres que es la de las batallas que se libraron en su nombre, o por la apropiación de ese nombre, o en el teatro de operaciones que era ese nombre.

Y, a partir de ahí, una de dos...

O bien consideramos el resultado de la batalla; aceptamos —al fin y al cabo es el aniversario de la caída del Muro— que el “buen” socialismo se impuso al “malo”, su “corriente” democrática a su autoritarismo “petrificado”, y entonces parece como si, privado de su viejo adversario, libre de los grandes dilemas que había sido llamado a arbitrar, ese nombre se hubiera convertido en un nombre vacuo, en un significante sin uso ni propósito, en una palabra que ya no dice nada, una sigla, un ideograma que funciona en vacío y como desmagnetizado.

O consideramos la historia de la batalla; pensamos que con los nombres ocurre como con esas células que conservan en un cuerpo vivo la memoria de los trastornos que, incluso superados, se han sedimentado en ellas; y, en ese caso, estamos obligados a constatar que ese nombre está acechado por demasiados fantasmas, lastrado, por no decir sobrecargado, por una cantidad demasiado grande de memoria fósil y detestable. Pensamos que, en esta historia de gloria e infamia en la que se enfrentan, en proporciones inciertas, lo peor y lo mejor, lo peor tiene demasiado peso como para que podamos discernir la forma política del hermoso, virgen y vívido presente.

Recuerdo que Camus decía que, pasase lo que pasase, la palabra “socialismo” siempre sería como una quemazón para la mitad de la humanidad.

Me acuerdo de aquellos estudiantes checos de la universidad de Praga que, en 1963, cuando Sartre fue a brindarles su apoyo, no comprendieron que todavía reivindicase a un socialismo para ellos definitivamente comprometido con la retórica de los tiranos.

Pienso en aquellos rebeldes a los que llamábamos “disidentes” y cuyo mensaje era que una palabra que sirve para definir a Sájarov tanto como a Brézhnev, o a los herederos de Aleksandra Kolontái tanto como a los de Iósif Stalin, una palabra que designa como ramas de una misma familia la solidaridad de los conmovidos según Jan Patocka y el sometimiento de una sociedad mediante el terrorismo de Estado, una palabra que, en una palabra, nunca ha sabido decidir si estaba del lado de la aspiración a la libertad o del de la voluntad despótica, por no decir del deseo de servidumbre, es una palabra que la humanidad ha perdido para siempre.

Manuel Valls se inscribe en esa tradición. En la estela de este antitotalitarismo que, junto con el anticolonialismo, es ese inevitable segundo pilar sin el cual la izquierda se derrumba y pierde sus referencias.

Al renunciar a un nombre que no puede desvincularse de ese pasado criminal y que, por añadidura, en el caso francés, lo mismo designó a Jean Jaurès que al antisemita Jules Guesde, a la ética de Mendès France que al inmoralismo de Guy Mollet, al soltar el lastre de un significante que fue un concentrado de los equívocos más funestos de un mitterrandismo cuyo balance aún está por hacer, Valls intenta cortar el nudo gordiano que obliga a los suyos a escoger entre la demagogia, cuando están en la oposición, y la traición, cuando gobiernan.

La izquierda puede optar por hacer caso omiso. Los contestatarios pueden seguir pedaleando en vacío, como el ciclista de Alfred Jarry que no sabía que estaba muerto. Pueden hacer molinetes con sus espadas de madera hasta el día en que se descubra que, como el caballero de Italo Calvino, sus armaduras estaban vacías.

O, por el contrario, pueden apostar por el New Deal ideológico que les ha sido propuesto. Pueden escuchar este mensaje que les dice que solo salvarán lo que queda del “espíritu de la República” y de ese “ideal de emancipación” cuya exigencia no está menos presente, mal que les pese a sus detractores, en la retórica de Manuel Valls, si dicen adiós resueltamente a una concepción reaccionaria del socialismo.

Y, entonces, muchas cosas serán posibles: empezando por la construcción de una nueva gran formación política que permita a la izquierda francesa recuperar su retraso con respecto a las izquierdas europeas; salir por fin, y de una vez por todas, de su interminable y nauseabundo siglo XIX; y volver a empezar a reformar, a reparar y, por tanto, a cambiar el mundo.

Bernard-Henri Lévy es filósofo. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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