Manuel y Antonio, de Sevilla

Acierta Unicaja al titular la exposición con la que se inaugura su nuevo Centro Cultural «Los Machado vuelven a Sevilla», subrayando su común raíz. Y, sobre todo, por unirlos en un sujeto común: «los Machado», Manuel y Antonio. Así debe ser. (Los cito por orden de antigüedad, como a los toreros).

El maniqueísmo, tan habitual entre nosotros, ha intentado oponerlos, adjudicando, a uno, el calificativo de «el bueno», y, al otro, el de «el malo»: un verdadero disparate, con independencia de a cuál de los dos se ensalce.

La oposición al franquismo «canonizó» a Antonio: el cartel de su famosa fotografía, en un café madrileño, lo utilizaban algunos, junto a los del «Guernica» y el Ché Guevara, para demostrar que eran muy demócratas; Manuel, en cambio, era arrojado a las tinieblas exteriores del fascismo.

Pronto, cambiaron las tornas. Los poetas «novísimos» reivindicaron el modernismo, frente a la generación del 98; el esteticismo, frente a las limitaciones del compromiso social y político. Eso suponía volver a Manuel y menospreciar a Antonio. Recuerdo muy bien la intervención televisiva de un poeta «exquisito» que descalificaba a Antonio Machado como «casposo», sin más. Con mayor talento -y maldad- respondía Borges, cuando le preguntaban por Antonio Machado: «No sabía que Manuel tuviera un hermano». Claro que también le gustaba provocar diciendo que el «Quijote» ganaba mucho, traducido al inglés…

Son maldades propias del oficio literario. Ya Cervantes imprecaba: «¡Cuerpo de Dios, con tanta poetambre!» Otra cosa es la ignorancia y el sectarismo de cierto político, que lo mismo sitúa en Soria -cita textual- «la cuna de Antonio Machado», que utiliza en la campaña electoral su exilio…

No hay un Machado «bueno» y uno, «malo». Los dos, Manuel y Antonio, son buenos: grandes poetas y entrañables personajes. Los dos estuvieron siempre unidísimos, en lo poético y en lo personal. Los dos parten de las mismas raíces: los cantos populares andaluces, recogidos por su padre, «Demófilo», el primer folclorista; el laico liberalismo de la Institución Libre de Enseñanza; el hondo sentimentalismo de Bécquer, «huésped de las nieblas»; la revolución modernista de Rubén; la sentenciosa profundidad de los cantares…

De jóvenes, los dos viven, juntos, la bohemia literaria, en Madrid y en París. Una anécdota: cuando Manuel, más enamoradizo, se encapricha de una señora, mayor que él, sus padres, para cortar la aventura, le hacen volver a Sevilla, y Antonio, en sus cartas, le da noticias de lo que a los dos les apasionaba por igual: las señoras, el teatro y los toros.

Tampoco se oponen radicalmente los dos hermanos en política. Igual que les sucedió a tantos miembros de una misma familia, el comienzo de la guerra le pilló a cada uno en una zona diferente. No suele recordarse que Manuel escribió un texto para himno de la República, con música de Óscar Esplá. Sus poemas sobre Franco, «caudillo de la nueva Reconquista» -¿quién sabe hasta qué punto presionado por el ambiente bélico?- no son, ciertamente, lo mejor de su obra. Exactamente lo mismo sucede con los poemas de Antonio dedicados a Líster («Si mi pluma valiera tu pistola…») y «a los intelectuales de la Rusia soviética»: «¡Oh Rusia, noble Rusia, santa Rusia!» Escribir «al dictado» trae consigo esto, incluso a los grandes poetas.

Un dato más. Firman los dos conjuntamente su teatro y, salvo los contados casos en que lo aclaran ellos mismos, nadie es capaz de averiguar qué versos escribió Manuel y cuáles, Antonio. Lo cuenta Gerardo Diego: cuando un crítico intentaba separar lo que había escrito cada uno, siempre se equivocaba, para regocijo de ellos dos.

El tópico diferencia a un Manuel flamenco, superficial, de un Antonio existencial y filosófico. No es cierto. Como señaló Dámaso Alonso, mi maestro, «Manuel Machado parece jugar, parece reír. Nos acercamos: llora. Manuel Machado es profundamente grave, profundamente triste: expresó la gravedad por medio de la ligereza».

Puede comprobarse fácilmente al leer las obras de los dos. Una y otra vez, encontramos un tratamiento similar de los mismos temas: el ensueño, el amor, la nostalgia, la vida y la muerte… Es decir, los temas clásicos de la poesía universal. Y algunas imágenes muy cercanas: el camino, el río, el mar, la fuente, la sed…

Basten unos pocos ejemplos: «En mis sueños te llamaba...» (Manuel). «Desde el umbral de un sueño me llamaron» (Antonio). «Llegar, ¿quién piensa? Caminar importa» (Manuel). «Caminante, son tus huellas…» (Antonio). «¡El mar, el mar y no pensar en nada!» (Manuel). «Ya estamos solos mi corazón y el mar» (Antonio). «Madre, pena, suerte…» (Manuel). «Confusa la historia y clara la pena» (Antonio). «Cantando la pena, la pena se olvida» (Manuel). «Se canta lo que se pierde» (Antonio).

No es exactamente lo mismo, ya lo sé, no puede serlo, pero son síntomas claros -visión del mundo y hasta vocabulario- de una innegable hermandad poética.

Podemos jugar a lo contrario. Se suele identificar a Manuel con el cante popular; a Antonio, en cambio, con las sentencias filosóficas. Según eso, atribuiríamos a Manuel esta copla, aparentemente «flamenca»: «A las palabras de amor / les sienta bien su poquito / de exageración». O esta otra: «Gracias, Petenera mía. /Por tus ojos me he perdido, / era lo que yo quería». Y una tercera: «Porque nadie te mirara / me gustaría que fueras / monjita de Santa Clara. / No me mires más, / y, si me miras, avisa / cuándo me vas a mirar». Se las atribuiríamos a Manuel… y nos equivocaríamos: son de Antonio.

Sí es cierto que los dos hermanos tienen un temperamento diferente: igual que sucede con los hermanos de cualquier familia, sin que eso suponga falta de cariño. El carácter de Manuel, hacia fuera; el de Antonio, hacia dentro. Se advierte en sus autorretratos. Manuel: «Tengo al alma de nardo del árabe español». Y Antonio: «Quien habla solo espera hablar a Dios un día…»

En su «Día por día de mi calendario», que se acaba de recuperar, elogia Manuel a varios escritores pero es tajante: «el más alto poeta español» es su hermano. Antonio le replicaba: «No, el más grande poeta eres tú, Manuel… Después del soneto de Góngora y alguno de Calderón, no hay más sonetos en castellano que los de Manuel Machado. Es un inmenso poeta».

Los dos hermanos estuvieron siempre juntos, en la vida y en la poesía. Así hay que recordarlos y leerlos. Cuando murió Antonio, en Collioure, en su chaqueta encontraron su último verso: «Estos días azules y este sol de la infancia». Manuel remató, con la elegancia de una media verónica, su poema a Andalucía: «Y Sevilla…» Esa luz única de Sevilla une para siempre a Manuel y Antonio Machado.

Andrés Amorós es catedrático de Literatura Española.

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