Mao, cuando el oriente fue rojo

Por Fernando R. Lafuente (ABC, 09/09/06):

«MAO Zedong (Mao Tse-tung), que durante décadas ejerció un poder absoluto sobre la cuarta parte de los habitantes de la Tierra, fue responsable de la muerte de más de setenta millones de personas en tiempo de paz. De ningún otro líder político del siglo XX puede decirse tanto», este es el arranque de la reciente, exhaustiva y, por momentos, apabullante biografía (Taurus) sobre Mao escrita por Jung Chang -autora de la célebre y conmovedora historia de una familia china a lo largo del siglo pasado, Cisnes salvajes- y Jon Halliday. No menor es el cierre más de setecientas páginas más adelante: «Pasados diez minutos de la medianoche del 8 de septiembre de 1976, Mao Zedong murió. Su mente se mantuvo lúcida hasta el final; una mente en la que sólo había lugar para un pensamiento: él mismo y su poder».
En medio, la vida, la figura y la obra de un personaje oculto tras la máscara de la ambición, la inteligencia y la soberbia. Supo estar en el lugar preciso en el momento oportuno. A diferencia de otros colegas como Lenin, Mussolini, Hitler apenas pronunció discursos, se deshizo, a menudo con crueldad, a veces con audacia, siempre de manera implacable de todos aquellos que le auparon y le mantuvieron en el trono rojo del Imperio del Centro, como nuevo Hijo del Cielo, y a los que no eliminó, chantajeó o sobornó, como el fiel Chu Enlai, al que no permitió tratarse de un cáncer con la intención de que muriera antes que él; no conoció lo que era una ducha o un baño durante décadas, salvo los baños de masas y sus exhibiciones en el río Amarillo, y éstas sólo con la intención de cortar los rumores de una posible enfermedad, puede apreciarse ya en los años sesenta el repulsivo oscurecimiento de su dientes, resultado de la negativa a limpiárselos; su médico privado, Li Zhisui, en unas memorias espeluznantes, ha contado la inveterada obsesión por las jóvenes campesinas con las que compartía a diario algo más que el ideario socialista; su pasión por los Estados Unidos -nación que tras la Segunda Guerra Mundial, aunque suene hoy a terrorífica paradoja, le aupó al poder-, y ahí están los testimonios del general Marshall y el «gran juego» elaborado por el Departamento de Estado norteamericano y algún asesor de Roosevelt, ante los informes que le llegaban de que el pueblo -bonita entelequia- seguía a los comunistas y éstos eran los únicos que podían garantizar el orden y la integridad territorial ante la inmensa frontera con Rusia; su desprecio por la Unión Soviética, su constante y particularísima lectura de la historia china, sus ingenierías sociales -la más brutal, el denominado Gran Salto Adelante-, su falta de horario al albur del estado de ánimo, la costumbre de convocar a sus colaboradores a cualquier hora de la madrugada y celebrar una reunión en la que se podrían tomar relevantes decisiones de Estado, en torno a su cama; la obsesiva insistencia en aparecer como el máximo teórico del marxismo, junto a sus excelentes composiciones poéticas, plagadas -¿plagiadas?- de elementos de la monumental poesía clásica china; la gestación y desarrollo de sus visionarios programas políticos: la Larga Marcha -llegaron sólo ocho mil de las ochenta mil personas que la iniciaron-, la trampa maquiavélica de la política de las «Cien Flores», el citado Gran Salto Adelante -que significó la muerte por hambruna de decenas de millones de chinos- y su apocalipsis final con la instauración de la Revolución Cultural Proletaria -una revolución dentro de la revolución, y una encubierta guerra civil que costó, de nuevo, millones de vidas. Todo por una única e intransferible razón: el poder. «Cien años son muchos pero también se acaban» escribió el poeta Su Dongpo (1036-1101) en el exilio de Hainán, decepcionado de la política y de sí mismo. ¿Qué es en la vasta historia china, el nombre de Mao? Un ligero viento teñido de sangre. Porque lo cierto es que de los iconos contemporáneos, en ese laberinto imaginario que es China para el lector occidental, la figura de Mao Zedong ha tenido una suerte equívoca.
Ocupó un lugar privilegiado que ahora es revisado mediante una formidable serie de documentos bibliográficos de rotunda enjundia, hasta trazar los perfiles de un personaje ambiguo que se esconde tras los siniestros huecos de una desmesurada ambición. La ambición de poder. La citada biografía de Jung y Halliday, la de Spence, la de Short, por citar sólo las más cercanas a Occidente, y profusamente documentadas, permiten dibujar, como un cartógrafo, el mapa, el telón de fondo, el itinerario y las epifanías de quien fue desde antes de 1949 -año de la proclamación de la República Popular China-, y hasta 1976, «el gran timonel» de ese inmenso navío en el proceloso mar de la Historia que es la China del siglo XX; testimonios que permiten adentrarse en la enrevesada vida familiar -la traumática muerte de la madre-, los diversos matrimonios, los abandonos, casi sistemáticos, a las mujeres que le han acompañado, su frialdad, enormemente cálida y encendida, a la hora de destruir a sus enemigos políticos -siempre los más cercanos- su habilidad en el manejo de la propaganda, a través de los intelectuales orgánicos y el control minucioso, obsesivo de los medios de comunicación, la convicción de que «él», «el gran timonel», debía «pensar por ellos» (los ciudadanos chinos) en un pasmoso ejercicio de omnisciencia sin límites y el irreversible aislamiento de la realidad tras los muros de lujo imperial de su residencia en Pekín, Zhongnanhai. La de Mao representa la biografía de quien todavía es la metáfora de una época convulsa y dramática. Una vida tumultuosa, un retrato en relieve de un déspota contemporáneo. Y depara sorpresas, como la que apunta Spence: «El punto fuerte de Mao eran los negocios». Claro, los negocios del poder y de la muerte, del trapicheo de personas, de la traición, de la ambición, un drama digno de Shakespeare. El retrato que narra el viaje, la etopeya que comienza y va del provinciano rencoroso ante los intelectuales de Pekín, al ayudante bibliotecario y al lector impenitente. Lector, sí, y compulsivo: llegó a decir que en sus años juveniles «había sido como un búfalo que, tras irrumpir en un huerto, se hubiera comido todo cuanto crecía en él», lecturas que realiza en los años clave de su formación política, intelectual, literaria: Adam Smith, Darwin, Spencer, Mill, Rousseau, Montesquieu, Bergson, Russell, Dewey. Sugieren Chang y Halliday: «Comer hasta hartarse y leer cuanto quería era la idea que Mao tenía de la buena vida», gracias al Dr. Li sabemos que esta idea se amplió con algún verbo más. Vaya el lector tras la cortina. Descubra la corrosión del carácter, la perversa naturaleza del poder que inspira cada paso, tan justo, tan medido. Y el drama. Los muertos y lo inútil. Mao fue un espasmo, una pesadilla, algo o alguien que pasará en la luenga historia china, pero que, sin embargo, marcó el calendario del siglo XX.
Los cambios vinieron después. Tras su muerte. Y qué cambios. Es curiosa la historia; algo así como la paradoja sin fin de una venganza. La de tantos muertos. Estos días Mao es un pin, se venden aparatosas insignias, mecheros, gorras, camisetas, calzoncillos y uno supone que el sabio e irónico ingenio chino también habrá fabricado algún preservativo con la efigie de Mao, aun cuando su venta sea reservada. Buena parte de los chinos lo han convertido en objeto de bulla y chanza. El astuto Deng afirmó: «Nunca haremos con Mao lo que se hizo con Stalin». No, qué va. Han hecho algo más cruel. Por eso lo conservan en Tiannanmen. Hay formas del pensamiento chino que se escapan a la cartesiana linealidad occidental. La transformación de Mao en un pin y, al mismo tiempo, su presencia en la puerta de la Ciudad Prohibida es una de esas sutilezas que apenas desde Occidente ahora adivinamos a descubrir. Pero hay tiempo, mucho tiempo.