Maragall, la verdad de las mentiras

Hemos de agradecer al ex presidente de la Generalidad de Cataluña, Pasqual Maragall, que, al preconizar a toro pasado la necesidad previa de haber modificado el artículo segundo de la Constitución para lograr un Estatuto de Autonomía a resguardo de cualquier impugnación ante el Tribunal Constitucional -ahora están siete en trámite-, haya desvelado que el texto que regula actualmente el autogobierno catalán rebasa con mucho las coordenadas de la Carta Magna. El precepto segundo de la máxima ley establece que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».

A tenor de este artículo y del que le precede -«España se constituye en un Estado social y democrático de derecho»-, nuestro país es una nación, y sólo una, y nuestro Estado es unitario y autonómico. España, según la Constitución de 1978, no es una nación de naciones; tampoco es un Estado plurinacional; en modo alguno permiten ni la letra ni el espíritu de la Constitución suponer que España es un Estado federal, sino unitario, en línea histórica con la Constitución republicana de 1931, que lo definía como «integral». El concepto de «nacionalidades» que incorpora ese artículo segundo, que Maragall propugna ahora que debió ser modificado antes de elaborar el Estatuto catalán, no autoriza a entender aquella comunidad como una entidad depositaria de cosoberanía, porque ésta -la soberanía- es única también y «reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado» tal y como reza el artículo 1.2 del texto constitucional. Ostentar la condición de «nacionalidad» implica un esfuerzo jurídico y político del constituyente de 1978 para superar la condición regional que a Cataluña le adjudicaba el Estatuto que le otorgó la II República («región autónoma» decía la ley estatutaria catalana de 1932). Pero nada más.

José Montilla, que es un dirigente más templado que Maragall en sus impulsos identitarios, discrepa del discurso de Maragall en lo que las declaraciones desilusionadas de éste implican de frustración para la clase política y la sociedad catalana, que han dejado con el nuevo Estatuto muchos pelos en la gatera. Pero si, como el presidente de la Generalidad afirma hoy en ABC, «España no es ya un Estado unitario, sino federal imperfecto», la apreciación de su predecesor de que el artículo segundo de la Constitución debió reformarse no está desencaminada. Es cierto: el Estado español ha devenido tan adulterado en su carácter unitario y autonómico que, efectivamente, por vía de los hechos se ha transformado en un modelo amorfo, asimétrico y al margen del elenco de las categorías jurídico-constitucionales conocidas.

La introducción en el preámbulo del estatuto de la naturaleza nacional de Cataluña, la bilateralidad en la relación con el Estado -de la que no gozan otras comunidades-, el régimen específico de financiación y la depredación de competencias estatales incrustadas manu militari en el texto autonómico desvirtúan el modelo del Estado constitucional de 1978 y lo sitúan en un terreno incógnito para la ciencia política. Por eso, tiene razón Maragall cuando sostiene que -para lograr las aspiraciones del socialismo y el nacionalismo catalanes-era preciso quebrar la premisa constitucional que define a España como una nación única e indivisible y al Estado como unitario y autonómico.

Al desvelar así esta verdad jurídica hace lo propio con la simulación de sus compañeros que sostienen que el Estatuto de Cataluña se ajusta a la Constitución, de lo que deducen, además, que están fuera de lugar las impugnaciones presentadas ante el Tribunal Constitucional, al que lanzan advertencias para que repare -lo hace José Montilla en la entrevista con él que hoy publica ABC- en que el texto estatutario fue sometido y respaldado por un referéndum. Así, a la invalidación fáctica de las proclamaciones dogmáticas más sustanciales de la Constitución -unidad nacional y Estado unitario- se añade ahora la pretensión de neutralización de la jurisdicción del Tribunal Constitucional. A esta instancia de garantías constitucionales encomienda la Carta Magna -entre otras competencias- la interpretación de la Constitución mediante, con otros procedimientos, la resolución de los recursos de inconstitucionalidad contra las leyes, sin restricción alguna; es decir, sean las recurridas leyes ordinarias u orgánicas y hayan sido o no refrendadas mediante referéndum popular.

La política que no atienda a los criterios jurídicos -y más aún a los de mayor rango, que son los constitucionales- se convierte en un ejercicio arbitrario del poder. Las sentencias «políticas» convienen a los políticos, pero, en igual medida, horadan la consistencia y fiabilidad de los tribunales. El llamado «uso alternativo del derecho» -esto es, la adaptación a conveniencia coyuntural de las normas- es una metástasis cancerígena en el sistema. El derecho, mediante la expresión de la soberanía popular en forma de leyes, es el norte de cualquier democracia. Frente a esta garantía de acoplamiento de las leyes ordinarias y orgánicas -y los Estatutos lo son- a la Constitución, no pueden prevalecer ni las argucias políticas ni los filibusterismos de ocasión.

Aquellos que propugnan que España es una nación de naciones, que el Estado no es ya unitario sino, «federal imperfecto», aquellos que reclaman la cosoberanía, en definitiva, todos aquellos que pretenden convertir la Constitución actual en una especie de plastilina normativa, deberían afrontar la realidad: para que sus propósitos sean legales y legítimos habrá que cambiar la Constitución, y esa reforma -que resultaría un proceso constituyente en la medida en que afectase al Título Preliminar como Maragall dice desear, y con él otros muchos- requiere de mayorías que no están, por fortuna, al alcance del Gobierno y de sus aliados.

Si el Tribunal Constitucional, en el ejercicio de sus competencias, entiende que uno o varios preceptos -o el preámbulo- del Estatuto de Cataluña vulneran la Constitución, la Generalidad, el Parlamento catalán, los partidos políticos -todos, en fin- habrán de acatar esa sentencia, hacer las modificaciones pertinentes y someter de nuevo, si así fuese preciso, a referéndum un texto acorde con la Carta Magna. Esas son las reglas del juego democrático; esos son los compromisos que asumimos en 1978; en eso consiste la seguridad jurídica; en esa certeza de aceptación de las resoluciones judiciales se basa el orden social; y desafiar de manera abierta o velada el patrimonio de autoridad e imperatividad que comportan la Constitución y las instituciones que de ella emanan, como el Tribunal Constitucional, es literalmente subversivo.

Ahora sabemos que Maragall -y con él otros-sabían que era precisa una reforma constitucional para anclar con seguridad el nuevo Estatuto de Cataluña. Ahora sabemos también que la reforma que se pretendía por vía de hecho -y que se consiguió- era la alteración del contenido de la unidad nacional proclamada en el artículo segundo de la Carta Magna. Ahora sabemos que Maragall ha dicho la verdad desvelando muchasmentiras: las de aquellos que, primero, dijeron que el nuevo autogobierno catalán era impecablemente constitucional, y luego se remitieron para garantizar su afirmación a un Tribunal Constitucional al que disputan ahora la competencia plena para pronunciarse, haciéndole advertencias de crisis trascendentes y graves si altera el nuevo Estatuto, en previsión, muy verosímil, de que el texto deba ser revisado.
Pues bien: si ha de producirse una crisis institucional para que la Constitución se imponga y el Tribunal Constitucional no se vea constreñido, que la haya, que se aborde y que se resuelva conforme establece esa ley suprema que es la ley de leyes: la Constitución. Que hoy por hoy -de ahí el desencanto de Maragall- la soberanía popular, mediante su expresión electoral en el Parlamento, no ha dado mandato alguno para su reforma, ni parcial ni, muchos menos, total.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.