Maragall y la España alternativa

Por Álvaro Delgado-Gal (ABC, 16/06/04):

A finales de mayo, en el Club Siglo XXI de Madrid, Maragall pronunció un discurso que no tuve oportunidad de oír, pero que he leído con gran atención. Y me ha ocurrido lo de siempre: que sumo las cantidades que dice Maragall, y no me salen las mismas cuentas que a él. En ocasiones, me recuerda Maragall a ese personaje que conoció Goethe y del que habla Ortega en el prólogo a la edición francesa de La rebelión de las masas. Me refiero al capitán italiano que no se sentía a gusto sin padecer «una confusione nella testa». Las ideas limpias, apretadas, no le placen a Maragall. Y ello dificulta harto el trabajo de interpretarle a derechas. En su alocución de Siglo XXI, afirmó que Cataluña quiere ser un Estado. Y dijo también que los intereses materiales de Cataluña se sitúan más en Europa que en España. Estas observaciones parecen el preámbulo de una declaración de independencia. Al tiempo, sin embargo, Maragall asegura no desear la independencia de Cataluña. Anhela la reubicación de Cataluña en un proyecto abierto, un proyecto que cabría llamar «España». Esto nos deja inciertos, a medio camino entre concretísimos gestos de emancipación, y una sociabilidad de contornos indefinidos. Personalmente, me he sentido más impresionado por el tirón excéntrico del discurso maragalliano, que por su lado afable, poético, y vagamente españolista. Dentro de un momento les explico por qué. Primero, no obstante, me urge volver sobre la afirmación de que Cataluña quiere ser un Estado.

La vindicación estatalista liquida una fórmula de compromiso que disfrutó de cierta fortuna en los ochenta y noventa: la de España como «nación de naciones». La magia conciliadora de la fórmula consistía en reconocer a todo el mundo lo que pedía: a los españolistas, la nación española, y a los nacionalistas, sus naciones más pequeñas. Y aquí paz y después gloria. Pero, claro está, fue más el ruido que las nueces. Imaginen, por acudir a un asunto que ahora está muy en candelero, que se decide llamar a la selección española de fútbol «selección de selecciones», sin quitar el gentilicio «española». ¿Es presumible que fuera a contentar este arbitrio verbal a quienes solicitan que exista una selección nacional de Cataluña, o de Euskadi? Me temo que no. Lo que reclaman los nacionalistas vascos o catalanes es que las selecciones de Euskadi o de Cataluña se enfrenten, en cuanto remate deportivo de un ente político llamado «Euskadi» o «Catalunya», a los combinados de Brasil o de Alemania. No desean en modo alguno que sus selecciones queden subsumidas en una amalgama española. Mutatis mutandi, lo que piden los nacionalistas -y Maragall- es la soberanía palmaria, no formas de soberanía borrosas y subordinadas a una soberanía superior. El modo más claro, más rotundo de dar a entender esto, consiste precisamente en escribir «Estado» donde antes ponía «nación». Mientras que el concepto de «nación» es relativamente abierto, y conciliable con la idea de que una nación determinada esté inclusa en una estructura capaz de contener a otras naciones -los estados plurinacionales podrían definirse de hecho como la convivencia de varias naciones culturales bajo una autoridad política común-, el concepto de «Estado» es de naturaleza, por así decirlo, no asociativa. La construcción «Estado de estados» carece, por ejemplo, de sentido. En un «Estado de estados», mandarían varias instancias en el mismo territorio, y no de modo complementario sino estrictamente equivalente. Y esto es contradictorio. Un Estado expulsa a otro Estado. La postulación de un Estado catalán -o vasco- deja, por tanto, las cosas en su sitio. Allí donde cobre carta de naturaleza un Estado catalán, el Estado español cesará en Cataluña.

En su discurso, Maragall enturbia estas claridades con fugas, digresiones y perífrasis simpáticas, aunque fundamentalmente retóricas. Cito un párrafo: «En esta nueva plasticidad se sitúa el problema de España, mejor, el proyecto de la España plural y diversa. Plural, que quiere decir formada por pueblos varios y diversa que quiere decir por pueblos distintos -distintos en el sentido de que lo que se comparte, se comparte de distinta manera, por ejemplo la lengua y el derecho civil» (las cursivas son mías). Olvidémonos de las lenguas, y concentrémonos en el derecho civil. En efecto, el derecho civil no es el mismo en Cataluña que, pongamos, en Asturias. No lo es, por cuanto existen pleitos que no se podrían fallar de idéntica manera, conforme a derecho, en Cataluña y en Asturias. ¿Se sigue de aquí que Asturias y Cataluña «comparten» una diferencia? Esto es pura verborrea. Ser diferentes no es compartir una diferencia. Es ser diferentes, y punto. Asturias y Cataluña comparten muchas cosas, aunque no comparten aquellas partes del derecho civil en que son diferentes. La discrepancia a que se refiere Maragall es soportable y venial. No nos tranquilizaría mucho, no obstante, saber que Asturias y Cataluña «comparten» embajadas diferentes en el extranjero, o «comparten» porciones incomunicadas de lo que antes habría sido la unidad de caja de la SS.

Más a más, que dirían en Cataluña: Maragall interpreta la reforma del Estatuto catalán en clave impecablemente soberanista. Esto es lo que dice la Constitución en su artículo 146: «El proyecto de Estatuto será elaborado por una asamblea compuesta por los miembros de la Diputación u órgano interinsular de las provincias afectadas y por los Diputados y Senadores elegidos en ellas, y será elevado a las Cortes Generales para su tramitación como ley». Formulado de otro modo: es el pueblo español, a través de sus representantes, el que aprueba un Estatuto. A esto, en economía, se le llama «acción colectiva»: los que integran una parte de la colectividad, se reconocen vinculados a lo que determine, por procedimientos convenidos, el conjunto de la colectividad. Los pensamientos de Maragall parecen orientarse en una dirección por entero distinta. Asevera Maragall: «Pero además, la reforma del Estatuto ha de suponer una renovación del pacto de convivencia entre todos los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña. En el Estatuto se plasma un compromiso colectivo para convivir de forma pacífica y democrática. En el Estatuto se encuentran las reglas de juego que Cataluña se da a sí misma para resolver civilizadamente las diferencias propias de una sociedad abierta y plural».

El «compromiso colectivo» alude a la colectividad de los catalanes. Y es Cataluña la que «se da a sí misma» esto o lo de más allá. Yo no atisbo por parte alguna lo otro que no es Cataluña. O sea, el resto de España. Se diría que, para Maragall, la reforma estatutaria debiera ser el Ersatz, el sucedáneo simbólico de una constitución de Cataluña. Si hemos de tomarle al pie de la letra, de Cataluña como Estado, o como protoestado. Me gustaría averiguar ángulos menos hirientes, o más ambiguos. Pero no los encuentro, por empeño que pongo en ello.

Dos sustantivos del acervo léxico maragalliano completan la estampa: «interdependencia» y «asimetría». La relación entre Cataluña y España sería de interdependencia, o de dependencia recíproca entre iguales. Y la estructura del conglomerado confederal sería asimétrica. O sea, no serían Andalucía o Valencia estados aliados a otros estados hispánicos: serían menos que eso. Otra vez, saben los futboleros lo que lo último significa: tendríamos una selección catalana de fútbol, pero no una andaluza o valenciana. ¿Se llamaría «española» la antigua selección española? Tampoco, según Maragall. Y es que a Maragall se le comprende cuando habla de Cataluña. Mucho menos, cuando habla de España. O del organismo sin forma que resulta de sustraer Cataluña de España.