Maragall y la extraña familia

Por Pedro J. Ramírez, director de EL MUNDO (EL MUNDO, 09/10/05):

Que nadie se ofenda por esta parodia. Pero, sea por la estratégica situación del lugar de alterne que las cobija, sea por su propia habilidad a la hora de resaltar sus encantos, el caso es que Maribel y sus tres amigas, la Pili, la Rufi y la Niní nunca han tenido problemas para cobrarles un buen precio a los acaudalados clientes que acuden a ellas en busca de sus cariñosos servicios.

Esa ha sido también la experiencia de los principales partidos catalanes durante tres décadas de democracia. Maragall y sus tres compañeros de aventura -Mas, Saura y Carod- han vivido ya todo tipo de situaciones en las que sus formaciones políticas han tenido en sus manos los destinos de la España democrática.Si CiU sostuvo primero a González y más tarde a Aznar, y Esquerra hace ahora lo propio con Zapatero, el PSC pudo decidir el último congreso del PSOE e Iniciativa per Catalunya dejar herida de muerte a Izquierda Unida. Como en el oficio más viejo del mundo -me refiero al de comerciante-, casi todo ha dependido en los momentos decisivos de quién era el mejor postor, cuánto era lo que ofrecía y a cambio de qué.

Subrayo que no les estoy llamando «partidos-prostitutas», como Abba Eban definió ante mí hace ya unos cuantos años a los grupos que ejercían de bisagra en el Parlamento israelí y muy especialmente al de Moshe Dayan. Ni tampoco niego que todos ellos tengan su corazoncito, es decir sus ilusiones e ideales. Lo que sostengo es que una Ley Electoral que fomenta la fragmentación territorial del voto y el propio peso demográfico de Cataluña los ha colocado en una posición de fuerza a la hora de imponer transacciones como el llamado Pacto del Majestic, las sucesivas reformas del sistema de financiación autonómica o los capítulos de inversiones en casi todos los Presupuestos Generales del Estado de los últimos 15 años.

Antes de que cerraran el trato ambas partes sabían siempre a qué atenerse. Al ritual del regateo, seguía la consumación de algo que satisfacía las respectivas necesidades a corto plazo, pero ni generaba obligaciones indelebles en el partido dominante que protagonizaba el cortejo, ni cambiaba la vida de las formaciones minoritarias cortejadas. Era el aquí te pillo, aquí te mato de la aritmética parlamentaria. El salir del paso y con prisas, tan real como la vida misma, versión Carrera de San Jerónimo.

Pero el sueño del príncipe azul, ese hombre que me quiera sólo a mí, que ponga toda su fortuna a mis pies, que atienda mis más pequeños caprichos y que lo escriba en los papeles para casarnos de blanco y por la Iglesia, ha sobrevivido siempre a la rutina de mucho peores casas de lenocinio. Aquí es donde empieza Maribel y la extraña familia, la obra maestra que valió a Miguel Mihura el Premio Nacional del 59, reconvertida en un vibrante y brillante musical con el que el equipo de EL MUNDO TV vive ahora su bautismo de fuego en la producción teatral. Y la clave de todo es el momento en que entra en escena Marcelino.

¡Ah, Marcelino! Qué manera de sonreír, qué alma cándida, qué talante -buen café, se decía entonces-, qué dulzura -no en vano es dueño de una fábrica de chocolatinas-, qué ingenua fe en la bondad humana, qué fidelidad a su pasado, qué contagiosa esperanza en el futuro Si en el montaje estrenado esta semana es una deslumbrante Amparo Saizar -apunten este nombre- la que se alza sobre todo lo demás, en la versión cinematográfica rodada por José María Forqué en el 60 fue la interpretación de ese idealista Marcelino por un a la vez magnético y evanescente Adolfo Marsillach la que quedó para las filmotecas. ¿Quién no hubiera prohijado -o votado- a Marcelino?

Pues resulta que Marcelino ha conocido a Maribel en su puesto de trabajo y la ha invitado a su casa, no para lo que ella se espera -no para lo de siempre- sino para que conozca a su «extraña familia», madre, tía y cotorra incluidas, porque lo que quiere es casarse con ella. La chica no deja de frotarse los ojos y arrastra a sus tres amigas y colegas para que comprueben sobre el terreno que no está viviendo ningún espejismo, que la oportunidad de convertir en realidad su sueño está ahí, al alcance de la mano.

No es difícil imaginar las conversaciones en el seno del tripartito catalán cuando Zapatero empezó a proclamar solemnemente que aceptaría cualquier Estatuto que llegara de Cataluña. «¡Osti, tú, que parece que este tío lo dice de verdad!». Y los cambios de impresiones entre Maragall y sus socios a medida que a continuación empezaron a pasar por La Moncloa. Primero Carod y Saura, y mucho más recientemente Artur Mas, pudieron corroborar que el presidente estaba dispuesto a una boda en la que su «extraña familia» -el PSOE- pagaría lo que costara el banquete sin límite de gastos, todos los bienes gananciales serían para la desposada y si alguna cláusula resultaba demasiado abusiva -esto es lo que se le dijo al líder de CiU para vencer sus últimos recelos- ya se arreglaría sobre la marcha, cuando estuvieran en la iglesia.

Zapatero también es magnético y evanescente, pero hay una gran mayoría de españoles que a estas alturas hacen suyos la interjección y el interrogante que la propia Pili formula en el momento culminante del segundo acto: «¡Caray! ¿Es que él no se da cuenta nunca de nada?». Según Mihura, ésta era la línea de toda la comedia que más provocaba la empatía del público, pero ni siquiera él, que era su creador, sabía explicar el autismo sociológico de Marcelino, más allá de su miope confianza en la bondad del primer ser humano que encontrara al abrir la puerta. En definitiva era el hombre que no sabía decir «no».

Desde luego, no era por falta de pistas. Y ahora tampoco. De igual forma que Maribel y, sobre todo, sus amigas no se cortan un pelo al presentarse en el pisito de la calle de Hortaleza luciendo sus más elocuentes ropas de faena, a Maragall, y no digamos a Carod, se les ha entendido todo cuando en sus visitas a Moncloa han hablado de Cataluña como «nación», han explicado sus exigencias en materia de financiación y competencias y han presentado el nuevo Estatuto tan sólo como un avance hacia pretensiones más radicales.

Pero si para Marcelino, su madre, su tía y su cotorra esa forma de vestir no es sino la demostración de «lo modernitas y elegantes que van las chicas de ahora», para el presidente, la vicepresidenta, el portavoz parlamentario y el secretario de organización del partido tal maximalismo irredentista tan sólo debe entenderse como muestra de las altas cotas de republicanismo cívico a que da lugar la democracia deliberativa en un mundo regido por la Alianza de Civilizaciones. Como en el Retablo de las Maravillas o en el cuento del vestido del emperador, la objetividad de los hechos se desvanece en favor de la subjetividad de la mirada.Y cuando alguien decide que «todo el mundo es bueno» -a excepción, naturalmente, de los intransigentes del PP-, hasta los peores criminales podrán terminar pareciendo gente de modales.

Si con el compromiso entre Zapatero-Marcelino y Maragall-Maribel concluyó el primer acto, ahora, con la aprobación en el Parlamento catalán de un Estatut en el que la chica se queda hasta con la fábrica de chocolatinas, ha caído el telón del segundo y nos hallamos en un decisivo entreacto. Si hubiera que resumir con una sola frase de la obra la situación que en este instante perciben gran parte de los dirigentes socialistas que no han estado en el ajo, yo le pediría a María Teresa Fernández de los Retoques -pues no en vano ella fue parte también de un anterior fulgor y ocaso- que leyera una de las mejores sentencias de doña Matilde, que es como se llama la madre del muchacho: «Y es que, gracias a Dios, en casa todos hemos sido siempre muy robustos hasta que nos hemos muerto».

Pero que no cunda el pánico -que mañana mismo empezará a cundir, y de qué manera- porque, después de implicarse tanto en la representación, el presidente ha decidido dejar la escena durante unos minutos y asumir de nuevo toda su responsabilidad como autor. Así trabajaba Miguel Mihura, que no actuaba en sus obras pero sí las dirigía y casi siempre terminaba reescribiéndolas sobre la marcha. En sus memorias cuenta que seis días antes del estreno llegó a la conclusión de que el tercer y último acto no le gustaba nada tal y como estaba planteado y mantuvo con la actriz que hacía el papel de Maribel el siguiente diálogo:

- Hay que romperlo.

- Pero, ¿no lo puedes arreglar?

- No. Esto no tiene arreglo. Debo escribir un acto tercero completamente diferente.

Palabra arriba, palabra abajo esto es lo que le explicó Zapatero a Maragall en su reunión del miércoles. De ahí que éste ya haya empezado a preparar el terreno en el Parlament, al reconocer que han ido demasiado lejos, con el candor de aquel a quien a la fuerza ahorcan: «Podemos habernos equivocado con toda probabilidad».A ver qué le dicen ahora Mas y Carod.

A quienes le criticaban por ponerse siempre al borde del abismo, Mihura les daba la única explicación posible: «Es mi manera de trabajar y no lo sé hacer de otra forma. Sin red. Con peligro».

Los problemas del tercer acto los arregló en buena medida introduciendo in extremis el truco de la «puerta secreta» que le permitía sacar de escena en un momento dado a los personajes que le incomodaban.A Zapatero, pertrechado de un gabinete de crisis, un equipo negociador y mil y una razones jurídicas y políticas, le encantaría poder hacer ahora lo propio, pero sobre sus tardías rectificaciones pesa como una losa el proverbio árabe que Lázaro Covadlo citaba el otro día, en relación con un asunto completamente distinto, en el resumen de los primeros 10 años de EL MUNDO de Cataluña: «Un par de necios son capaces de arrojar una gran roca al fondo del abismo. Después, ni cien sabios podrán volverla a su sitio».