Marañón: un liberal en la dictadura

«La mayor aportación política de Marañón fue sin duda haber levantado la bandera del liberalismo, de la libertad, en una época en que pocos o ninguno podían hacerlo». Miguel Artola.

A finales de octubre de 1942, Marañón regresó de su exilio. Fernando Valera, último presidente del Gobierno de la República en el exilio, describió así el tiempo que habían compartido en París durante la ocupación alemana: «Ambos desterrados, yo además perseguido, pude comprobar su alto sentido humano y liberal. Él no había hecho la guerra con los republicanos; no se solidarizaba con sus heroísmos ni con sus crueldades, pero sí con sus desventuras, y siempre hizo cuanto estuvo a su alcance para remediarlas».

Su vuelta no fue sencilla. Un tribunal militar tuvo embargado su cigarral toledano hasta 1947 para que respondiese de sus responsabilidades políticas. La depuración impulsada por la dictadura tampoco le permitió reiniciar su labor académica hasta el curso de 1946-1947. Y, sobre todo, tuvo que asumir las inevitables renuncias y claudicaciones que para un liberal comportaba vivir entonces en España.

El mismo Valera nos dio el siguiente testimonio de aquél trance: «Reintegrado a España, se reincorporó a la vida social, universitaria y académica; pero se mantuvo discretamente al margen del régimen, aprovechando los resquicios de libertad que a él le toleraban en razón de su renombre internacional, para proclamar sus ideas liberales, protestar de persecuciones arbitrarias y trabajar por la reconciliación y concordia de los españoles. Y nunca negó a los exiliados, ni individual ni colectivamente, la amistad y el respeto».

En efecto, en la España nacional-católica de Franco, Marañón optó por defender el liberalismo desde el que reivindicó la libertad como valor cívico esencial, el respeto y la tolerancia hacia las ideas de los demás, y la españolidad del exilio frente al discurso de la Antiespaña elaborado por el régimen. Así, escribió en Españoles fuera de España (1947) que «el sueño de la libertad […] es imprescindible para el bienestar de los reinos; porque está unido al instinto de vivir. Se ama la libertad como se ama y necesita el aire, el pan y el amor». En la misma obra, afirmó que «los emigrados (de ahora) están amasando otras horas futuras de la historia de España: horas de paz […], no las que nacen en la pasión inútil de la revancha».Y en sus Ensayos liberales (también en 1947), afirmó que el liberalismo implicaba «primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios».

Marañón hizo múltiples esfuerzos a favor de la recuperación del exilio. También presentó en las Academias obras de republicanos que la censura prohibía y mantuvo una estrecha amistad con personalidades como Francesc Cambó, Luis Araquistáin, Salvador de Madariaga o Indalecio Prieto, quien, en 1956, le escribía: «Es la suya la única voz que me llega desde España para reconfortarme y consolarme». Con algunas excepciones, como la de ciertos sectores del falangismo, el franquismo respetó su figura, lo que le permitió amparar a otros españoles, difundir su propio pensamiento y dar ejemplo de su conducta liberal influyendo, decisivamente, en ámbitos intelectuales y universitarios, y a través de ellos en las nuevas generaciones.

Como escribió José Luis López Aranguren a su muerte: «La lección moral de Marañón fue no sólo personal y profesional -vocacional-, sino también política. Y, de arriba abajo, ética severa penetrada de humana comprensión. De esta comprensión brotó su profundo liberalismo. Con la desaparición del doctor Marañón ha desaparecido el más alto poder moderador que, en el orden social, tenía hoy España».

Pero lo cierto es que su implicación no puede circunscribirse exclusivamente al ámbito cultural. Desde un punto de vista político, por ejemplo, Marañón, tras la revuelta estudiantil de 1956, encabezó, junto a Menéndez Pidal, los primeros manifiestos que denunciaban desde el interior la situación política y solicitaban el regreso de los exiliados. Siempre creyó que la dictadura tendría un papel transitorio como el que había tenido el régimen de Primo de Rivera, y así, en sus cartas a los exiliados, fue frecuente su convicción de lo poco que le quedaba al régimen de Franco para llegar a su fin. Sin embargo, conforme avanzaban los años, se fue percatando de su error. «Tengo cada día más arraigada mi fe liberal. No sé si veré su reinado en este mundo […]. Aquí hay una juventud generosa, entusiasta, con grandes virtudes […] y con virtudes compatibles con todos los modos de pensar. Esta es nuestra gran esperanza para el día en que, por ley natural, sean los que manden en los destinos del país», escribió a su amigo Indalecio Prieto en abril de 1957.

Apenas un año más tarde, en mayo de 1958, en una entrevista en el diario mexicano Excelsior, señalaba: «La situación de España se encuentra en un momento sumamente crítico, producido por la evolución de la vida […]. España ha crecido. Se va haciendo más grande y el régimen no se acomoda a su vigoroso crecimiento. Le viene chico. Por otra parte […], quizá el sentimiento más frecuente del pueblo español es el deseo de convivencia: que los españoles no estén separados, que no discutan demasiado y, sobre todo, que no se maten los unos a los otros. […] Advierto en los jóvenes una profunda inquietud y un deseo de que España sea libre, de que no esté atada a ningún acontecimiento de los últimos que se han registrado en la vida española. Sus inquietudes tienden a rechazar las prerrogativas, privilegios y derechos alegados por la participación en dichos acontecimientos. Aspiran los jóvenes, a que se establezca una auténtica concordia nacional, sin vencedores ni vencidos en la guerra. […] El mayor reproche que se puede hacer a este régimen es el no haber dado oportunidad para que se forme una conciencia colectiva, de la única manera que puede formarse: por medio de la libertad de pensamiento».

Y ante la pregunta del periodista de «¿cuál puede ser la salida de la situación actual?», Marañón contestó con el ojo clínico que le caracterizó: «Lo más probable, es que se restaure la monarquía». Él no lo vería. Apenas dos años más tarde, el 27 de marzo de 1960, murió en su domicilio de Madrid. La multitud que acompañó su cortejo fúnebre era reflejo de la admiración, afecto y reconocimiento que todas las Españas rendían a su figura. Como también manifestó Fernando Valera: «La pérdida reciente de don Gregorio Marañón ha sido sentida en las tres Españas: la España Oficial, la España Peregrina y la España Silenciosa. Tanto en la prensa del exilio como en los periódicos del régimen y las tertulias de los intelectuales rebeldes y amordazados del interior, se ha manifestado el duelo nacional por la muerte del español insigne».

El convencimiento de Marañón de que la paz no podía nacer de la pasión inútil de la revancha, de que es preciso entenderse con el que piensa de otro modo, de que la libertad constituye una irrenunciable necesidad de la vida cívica, y, finalmente, de que debían ser las generaciones que no hicieron la guerra quienes lideraran el proceso de democratización, fueron los pilares fundamentales de la Transición. Por eso, la Cámara Baja ha declarado, por unanimidad, en vísperas de la conmemoración del cincuentenario de su muerte, que «hoy la España democrática, representada en el Congreso de los Diputados, recuerda a uno de sus grandes hombres».

Gregorio Marañón y Bertrán de Lis, abogado, empresario y académico, y Antonio López Vega, historiador.