Marañón y el compromiso ético del intelectual

Recientemente se ha celebrado en Madrid la Semana Marañón en la que se ha reflexionado sobre El humanismo en la práctica médica con la obra Vocación y ética del célebre médico como trasfondo. La figura de Gregorio Marañón (1887-1960) nos permite abordar la evolución del intelectual desde comienzos del pasado siglo; la irrupción del intelectual como sujeto histórico, su acceso a la vida pública, su papel en la política y, en definitiva, plantear su función en nuestras complejas sociedades tan llenas de valores pero escasas de referentes.

Existe cierto consenso en situar el origen de la voz intelectual sustantivada en torno al conocido affaire Dreyfus y a la carta que Émile Zola escribió en enero de 1898 al presidente de la III República Francesa, Félix Faure, subtitulada por Clemenceau con el célebre J'accuse! Acto seguido, los intelectuales afloraron por Europa como consecuencia de diversos acontecimientos que generaron su movilización (por ejemplo, en Alemania, Inglaterra o España con los casos Spahn, Wilde y los sucesos de Montjuïc, respectivamente). Los teóricos han destacado que cualquier definición estática del intelectual a lo largo del siglo XX resulta inapropiada ya que su aplicación a un periodo difícilmente se ajusta a lo que se puede entender por tal en otro (antes de los años veinte conformaron una élite que se concibió como conciencia de la multitud inerte; posteriormente, salieron de su abstención política y accedieron a la "plazuela pública"; y, tras la II Guerra Mundial, el término se tendió a aplicar, exclusivamente, a personas vinculadas ideológicamente con la izquierda). Sin ánimo de ser exhaustivos, toda definición del intelectual recoge los siguientes elementos: 1. Son personas vinculadas al mundo cultural o científico; 2. Manifiestan un compromiso cívico influyendo en la política, o bien directamente, o bien a través de su criterio profesional; 3. Tienen cierta proyección social a través de los medios de comunicación, y 4. Si se quiere, constituyen cierto estatus o clase sociológica diferenciada.

Marañón vivió una época dorada de la intelectualidad. Entonces centraron el debate público y adquirieron un ascendiente social que no volverían a conocer y que llevó a Azorín a bautizar el régimen de 1931 como República de los intelectuales. Pero ¿cuál fue el camino que les llevó a esa ascendencia? Primero, concibieron su compromiso ético con la sociedad a través de su profesión. Antes de acceder a la esfera política, brillaron con luz propia en sus respectivas disciplinas. Marañón supone un buen ejemplo. Sus trabajos científicos y experimentales se centraron en la lucha contra las enfermedades infecciosas y en el impulso de la endocrinología,en lo que fue pionero en nuestro país. Al filo de los años veinte gozaba ya de un amplio prestigio internacional como consecuencia de algunas de sus aportaciones a la ciencia clínica.

Segundo, fue en ese ejercicio profesional donde se plasmó en un inicio su compromiso ético con la sociedad. Así, Marañón publicó desde 1917 artículos en los que se refleja una profunda preocupación por la situación sociosanitaria de los sectores más desfavorecidos (mendicidad, infancia desfavorecida, etcétera). En 1918 viajó a Francia para estudiar la etiología de la catastrófica pandemia gripal que asolaba buena parte de Europa. También por entonces impulsó, conforme a los parámetros médicos más vanguardistas, la construcción del Hospital del Rey o de Enfermedades Infecciosas. O, en junio de 1922, tuvo lugar su célebre viaje a Las Hurdes con Alfonso XIII a partir del cual se pusieron en marcha acciones terapéuticas que paliaron el hipotiroidismo congénito y endémico de su población. Pues bien, fue a partir de entonces cuando, con mayor o menor fortuna, se implicó en la vida política nacional.

Tercero, Marañón, como aquellos intelectuales de la Edad de Plata de la Cultura Española y a diferencia del profesional de la política, concibió su acceso a la política como un servicio a su país, como una responsabilidad ética para con sus conciudadanos. Es conocido cómo durante la Dictadura de Primo de Rivera enarboló la bandera del liberalismo. Con la crisis de la Monarquía fundó, junto a Ortega y Gasset y Pérez de Ayala, la Agrupación al servicio de la República. Con la sublevación militar de julio de 1936, tras un inicial apoyo al Gobierno legítimo, los acontecimientos revolucionarios que vivió en Madrid en los meses de agosto y septiembre le distanciaron del régimen republicano. Una vez llegado a París, apoyó al bando autodenominado nacional, percatándose entonces del peligro que llamaron de bolchevización del Gobierno de Madrid, pero minimizando la amenaza fascista durante la guerra, entendiendo que daría lugar a una dictadura que contemplaba como transitoria hacia una nueva era liberal depurada de errores pasados. Como miembro de la que se ha conocido como Tercera España, ya desde los meses finales de la propia Guerra y hasta el final de sus días, insistió en la necesidad de la reconciliación nacional para la construcción de la futura España. A través de un liberalismo posibilista que, como es sabido, no tuvo traducción política, reivindicó la libertad como valor humano esencial, el respeto y tolerancia hacia las ideas de los demás y, derivado de ello, la españolidad del exilio (frente al discurso de la Antiespaña elaborado por el régimen franquista). Como expresó Miguel Artola con ocasión del centenario del nacimiento de Marañón, su "mayor aportación política fue sin duda haber levantado la bandera del liberalismo, de la libertad, en una época en que pocos o ninguno podían hacerlo".

Y cuarto, compartieron lo que Habermas ha llamado "patriotismo constitucional" y que para el caso español aquí tratado podemos denominar por razones históricas como "patriotismo cívico". Aquellos intelectuales, antes de la Guerra Civil, con independencia de su adscripción político-ideológica, conocían y compartían España, tenían un arraigo por lo español, sus tierras, gentes, lenguas, costumbres, folklore, gastronomía, etcétera. Si por la mañana moderados y liberales, conservadores y progresistas, católicos y agnósticos, debatían en la prensa, por la tarde compartían tertulia, como por ejemplo, por citar un caso pertinente a lo aquí tratado, en casa de Manuel Marañón, en Santander, se reunían Galdós, Pereda y Menéndez Pelayo. Fue la identificación exclusiva de lo español con lo nacional-católico durante el franquismo la que enajenó de esa corriente que venía desde las Cortes de Cádiz a la tradición liberal-progresista y por la que habían pasado desde Jovellanos, Argüelles o Giner de los Ríos hasta Azaña, Fernando de los Ríos o Julián Besteiro.

Después de aquella época dorada de la intelectualidad, los estudiosos se sumieron en un intenso debate con motivo de los fallecimientos de Sartre y Raymond Aron en 1980 y 1983, respectivamente. Entonces se abrió camino la tesis de que había desaparecido ese intelectual universal e, incluso en los últimos ochenta, se llegó a hablar de la "muerte de los intelectuales".

Con todo, en los últimos años ha irrumpido un tipo de intelectual que continúa teniendo presencia pública, si bien no goza de la popularidad de aquellos otros. Estos intelectuales de hoy manifiestan sus juicios en relación, sobre todo, con el área de conocimiento en la que son especialistas. Con independencia de su posible implicación y compromiso político directo (como en las últimas elecciones francesas -Glucksman, Levy-, o en nuestro propio país con la implicación de Savater y otros en UPD), retoman su papel en nuestras sociedades como conformadores de opinión pública y publicada.

Posiblemente hemos dicho adiós a aquel tipo de intelectual aclamado que ha existido durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, bienvenidos sean de nuevo los intelectuales que pueden y deben ser decisivos para construir un mundo mejor.

Antonio López Vega, historiador.