Marca España

La visión del malestar congénito de España, al menos para mí, se dulcificó cuando en la América de los setenta oí a un diplomático: «Estados Unidos tiene unos problemas tremendos» ¡Quién lo iba a decir! Los americanos por entonces transmitían un mundo de ensueño –y de cosas a promocionar– con las películas de Doris Day y Rock Hudson. Trascendían estas más que el neorrealismo de Antonioni o la aflicción patria de Laín Entralgo, que, por cierto, no vendían nada. Aprendimos entonces que lo que diferenciaba a los países no era tanto la forma de buscar lo principal como la de no enlutarlo en lo secundario. Y lo principal era conseguir ingresos, y lo secundario, las poéticas vacías.

Ahora aquellos comentarios de la España doliente no se justificarían. Tenemos tantos profesionales y organizaciones que los respaldan que, sin envolverlos en celofán y ponerles el lazo de la Marca España, serían reconocidos de manera global. Una marca se convalida en ese reconocimiento. Recuerdo el de Mitterrand: «Las dos grandes culturas de la Humanidad son la inglesa y la española»; y un apéndice: «Lo que más me preocupa de la entrada de España en la Unión Europea son sus ejecutivos». Esos comentarios, unidos a otras cosas: la familia como búnker ante lo adverso, la resiliencia de nuestro carácter y los amigos que procura nuestra hospitalidad, son hechos diferenciales sobre los que nos afianzamos. Lo demás, una docena de cosas buenas que también ofrecemos: PIB, localización geográfica, creatividad, buenas relaciones laborales, grandes empresas… son «comodities» que compartimos con otros países, a la hora de postularnos ante la inversión extranjera.

Llega el ministro Margallo y se apoya en lo mejor de nuestra cultura para crear un sello distintivo y encarga a Espinosa de los Monteros, uno de esos ejecutivos que preocupaban a Mitterrand, un proyecto para potenciar las relaciones internacionales. Inadvertidamente nos ponemos en marcha. Aparece la Asociación de la Marca España, y su colateral: «También somos así», que les recomiendo sigan en la red. Personas anónimas publican lo que somos capaces de hacer y esto empieza a pitar. El diario ABC apoya también con numerosos observatorios el proyecto. La idea del fenómeno, en interpretación personal, es que hay que cumplir tres condiciones para incorporarse a él como ciudadanos de a pie, algo a lo que animar: ser positivos (no ingenuos), vender realidades (no estereotipos) y que el papel de cada uno (no ideológico) sea sumar.

He oído a la sabiduría convencional que el proyecto en este momento es optimista. Pudiera ser. Pero hay que tender hacia delante. Certezas nunca se tienen. En toda acción a emprender, una cosa es el rigor y otra el acierto. En proyectos como este es mejor estar ligeramente acertados que rigurosamente equivocados. Por eso, traslado a los que les agobia tanto derrotismo que «nadie nos hará de menos sin nuestra ayuda». Si no queremos que devalúen nuestra señal identitaria…, no hay que hacer caso a los cenizos.

La globalización ha convertido un mundo de personas en uno de clientes. El problema es que el cliente migra cada vez con mayor frecuencia llevándose nuestros ingresos potenciales en el bolsillo. Pues bien: las marcas, que son identificaciones arraigadas de bienes y servicios, dificultan esa deserción. El proyecto Marca España implica respuestas a malas noticias, difusión de las buenas y capitalización de éxitos; hasta que alguien, algún día, explicita una conclusión –toda buena marca la supone– como acaba de hacer Tony Parker con nuestro deporte: «España tiene la cultura de la victoria». Extender a otros sectores un sentimiento de ese calado es su mayor propósito; no en todos los frentes, sino en los de mayor recorrido.

Nuestra contraseña, dentro de esos límites, debería abarcar desde la historia hasta la alta tecnología. Marca España son las series televisivas, tipo «Isabel», que airean y exportan a numerosos países una grandeza poco común. Marca España concretaría un monumento a Blas de Lezo en las colas de Gibraltar recordando, sin complejos, el mensaje de «podemos». Marca España sería que nuestros aeropuertos señalaran que somos el país de mayor donación de órganos, adopciones y misioneros del planeta. Marca España es que los Príncipes se paseen hablando español en la Feria del Libro de Miami con Cervantes, Picasso, Gaudí, Ochoa… y 530 millones de lectores potenciales. Marca España podría ser un marchamo de excelencia que discriminara lugares, productos o desempeños.

HE asistido a la proyección de un recorrido virtual a lo largo del canal de Panamá –la mayor obra actual de ingeniería– realizada por una empresa de aquí, y convertida en insignia española en la reciente Cumbre Iberoamericana. También tuve ocasión de visitar el congreso de oncología (ESMO) de Ámsterdam y ver, con emoción, cómo la primera multinacional japonesa especializada en cáncer presentaba como su gran producto estrella un antitumoral español. De estas cosas, que son muchas, todos deberíamos ser altavoces. Sin olvidar el otro extremo de que, con poco presupuesto, llegaríamos a nuestros 300.000 establecimientos hosteleros ( network de opinión único en el mundo y superior a cualquier sitio de la red) con un rótulo: «Aquí se hace marca España», induciendo así, además, al buen servicio.

Lo esencial es que nos apuntemos a esa iniciativa en la que todos añadimos. Suma lo expuesto: nuestra cultura. Restan la corrupción, el exceso de administraciones públicas y la fragmentación de los mercados. Claro, lo negativo hay que abordarlo, pero no desbordarlo, o como decía el chiste: «Oiga, si sigue así no venderá la burra».

Explicar aquí, en España, las realidades de nuestra excelencia es más complejo que hacerlo en el extranjero, pero también necesario. Situando a una parte del país detrás (lo que hay que lograr es una convicción) no habrá que venderlas, nos las comprarán. La Marca España, más allá de nuestra forma atractiva de vida, es lo que nos da de comer; no es por tanto un concepto abstracto, un reclamo pasajero o una idea de otros; es un poco de mercadillo y metro, algo de playa, estadio y exposición donde exhibir lo mejor de nosotros mismos.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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