Marco Rubio, presidente

Los comicios para elegir al presidente de EE.UU. se celebrarán dentro de un año, pero en EE.UU, dondequiera que uno vaya, solo se habla de eso. Los debates televisivos para elegir a los candidatos ocupan todas las pantallas, atraen a millones de espectadores y distraen considerablemente a los estadounidenses. Es cierto que estos candidatos son especialmente pintorescos, sobre todo en el Partido Republicano, en el que auténticos payasos como Donald Trump se enfrentan a verdaderos fabuladores como el cirujano Ben Carson, a empresarios venidos a menos como Carly Fiorina y a políticos cansados como Jeb Bush. El bando demócrata parece más tranquilo, pero solo en apariencia, ya que es posible que el FBI acuse a Hillary Clinton antes de la fecha de las elecciones de haber divulgado secretos de Estado, por pura negligencia, a través de un teléfono móvil no codificado, a unos confidentes no autorizados. Si los hechos se demuestran, al FBI no le quedará más opción que denunciar a Hillary Clinton y un juez la inculpará. Es la ley, y nadie podrá impedir que se aplique. Las apuestas se decantan actualmente por dos candidatos: Marco Rubio, senador republicano por Florida, y el demócrata Joe Biden, que nunca se ha presentado, el vicepresidente de un Obama que ya no tiene mucha influencia en esta campaña.

Nuestra hipótesis, Rubio frente a Biden, no se basa tanto en los sondeos, que reflejan las intervenciones en la televisión, como en el circuito del dinero. No es necesario ser rico para ser presidente de EE.UU. –Rubio no lo es, y Clinton y Biden tampoco son multimillonarios–, pero hay que conseguir donaciones, que son las únicas que permiten financiar unas campañas con costes desorbitados. Los grandes donantes son los que marcan la diferencia. Lo que obtienen como contraprestación sigue sin estar claro: una embajada para algunos, invitaciones para cenar en la Casa Blanca, acceso al presidente, influencia sin duda. Pero que no haya malentendidos: no se ha demostrado que los que financian las campañas obtengan privilegios económicos para sus empresas, que de todas maneras dependen más del Congreso de EE.UU. que del presidente.

Ahora, en la derecha, observamos que los grandes donantes abandonan en masa a Jeb Bush, su protegido inicial, para centrarse en Marco Rubio. En la izquierda, en la medida en que el Partido Demócrata es de izquierdas, Hillary Clinton recibe más expresiones de apoyo de los sindicatos que dinero, que le resultará indispensable. Evidentemente, planea la sombra del FBI, mientras que Joe Biden espera a que llegue su hora: él será el último recurso. Bernie Sanders, un aspirante demócrata, que es el único senador socialista de todo EE.UU., agrada sobre todo a los estudiantes de izquierdas.

¿Y qué hay de los temas de la campaña? En la lucha contra el terrorismo, todos afirman su determinación, pero ninguno propone nada nuevo. En economía, las propuestas son igual de entretenidas que los candidatos. Si escuchamos a unos y a otros, la economía estadounidense está hundida y sería casi del Tercer Mundo, a pesar de que la renta por habitante sigue siendo –después de la de Qatar– la más elevada del mundo y el desempleo ha caído a un nivel incomprensible. No obstante, todos los candidatos se comprometen a reactivar el crecimiento y el empleo como si todavía fuera 2008, el principio de la recesión, bajando los impuestos en la izquierda y aumentándolos en la derecha. Todos los candidatos se comprometen a reducir las desigualdades aun cuando, en una economía capitalista, un presidente no tiene medios reales para influir sobre las rentas. Todos mantienen un discurso duro contra la inmigración clandestina, cuando esta, desde que existe EE.UU., es un flujo espontáneo, que depende mucho más de las oportunidades económicas que de las leyes; unas leyes que, también en este caso, no dependen del presidente.

Lo único en lo que están de acuerdo todos los candidatos, incluida Hillary Clinton y excluido Rand Paul, el libertario, es en abogar por que EE.UU. regrese con fuerza a la escena mundial. Todos consideran que el pacifismo de Obama solo ha beneficiado a los déspotas, principalmente a Putin el ruso y a Xi Jinping el chino, y a los islamistas de Oriente Próximo y de Afganistán. Todos los candidatos han mantenido las distancias con Obama, que, en este punto, no tendrá heredero. Obama habrá sido el primer presidente negro, lo que no es baladí, pero nada más.

Y esto aumenta las posibilidades de Marco Rubio, un partidario de la línea dura en política exterior, pero tolerante con los inmigrantes, a su vez hijo de refugiados cubanos, procapitalista evidentemente, buen cristiano naturalmente y generoso con los más desfavorecidos (lo de conservador generoso nos hace recordar el hábil lema de George W. Bush en 2000, «Conservador compasivo»).

Rubio, sobre todo, podría movilizar a los votantes «latinos» que se han convertido en la clave del éxito. Estos latinos, más bien abstencionistas y más bien demócratas cuando votan, podrían decantarse por uno de los suyos. Ahora bien, como la abstención es considerable, las elecciones estadounidenses se deciden fundamentalmente por la capacidad o no de movilizar a los votantes. Obama, recordémoslo, logró, gracias a su indudable carisma, que los votantes jóvenes dejasen a un lado su videoconsola y abandonasen su pasividad. Rubio podría conseguir lo mismo entre los latinos. Hillary Clinton, si es candidata, solo movilizará a los demócratas convencidos y, espera, a las mujeres. Joe Biden podría contar con los nostálgicos de Obama, un grupo reducido. Después de Obama, el primer presidente negro, hay más probabilidades de que Rubio sea el primer presidente hispano que de que Hillary Clinton sea la primera mujer presidenta.

Guy Sorman

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