Marian, la ladrona

Es una de las escenas más memorables de la historia del cine. La oficina de Rutland and Company se ha quedado desierta. Marnie Edgar -o sea Tippi Hedren con su abrigo verde y su pelo rubio recogido en la espiral de un moño daliniano, calcado del de Kim Novak en Vértigo- está desvalijando la caja fuerte de la empresa de quien ya es su marido cuando, separada sólo por una mampara, aparece en paralelo una señora de la limpieza, avanzando con su cubo y su fregona. Ambas mujeres están de espaldas a la cámara. Ambas mujeres se dan simultáneamente la vuelta y esbozan unos pasos. A Marnie, la ladrona, la van a coger con las manos en la masa.

De repente, de refilón, ella se da cuenta de la presencia de la limpiadora que vuelve a mostrar su hacendoso trasero. Sobreponiéndose a su angustia, Marnie decide rodearla para franquear la escalera de bajada hacia la calle. Se da cuenta de que si hace el más mínimo ruido la empleada se volverá, la mirará y podrá identificarla cuando se descubra el desfalco. En un golpe de astucia decide descalzarse y deslizarse de puntillas. ¿Pero qué hacer con sus elegantes zapatos marrones? No puede dejarlos allí y en las manos lleva el bolso y el botín. Ya está: uno en cada bolsillo del abrigo, con los tacones hacia fuera.

Marnie va avanzando lentamente, paso a paso, mientras escucha el chapoteo de la fregona y hasta el roce de la bayeta sobre el suelo. Está ya a muy pocos pasos de la escalera, va a conseguir su propósito, cuando uno de los dos zapatos empieza a resbalar tan lenta como inexorablemente hacia la embocadura del bolsillo. El tacón ya se bambolea en el vacío. Pobre Marnie, te van a pillar. Pobre Marnie, vas a ser víctima de la ley de la gravedad. Y en efecto, ¡catacrack! Pobre Marnie… Pero no: aunque el zapato resuena con estrépito sobre el pavimento, la señora de la limpieza ni se inmuta y continúa de espaldas su tarea, ignorante de lo que acaba de ocurrir.

Marnie se queda lívida, pero recoge con nerviosa celeridad el zapato y huye impunemente peldaños abajo. Entonces llega un mocetón negro con uniforme de vigilante nocturno, se acerca por detrás a la limpiadora y le pega un par de gritos al oído. Ella está sorda como una tapia, pero alguien la ha hecho al fin reaccionar.

El papel del mocetón negro ha venido representándolo en la isla de Mallorca un periodista, ahora treintañero, de facciones adolescentes, tenacidad sin par y aguda inteligencia lógica que durante siete años, una mañana sí y otra también, ha ido desvelando al oído de una sociedad obstinada en su sordera los desmanes de su cleptócrata particular. Se llama Esteban Urreiztieta y gracias al empeño de dos valientes directores como Eduardo Inda, que tuvo el talento de ver lo que estaba ocurriendo antes que nadie, y Agustín Pery, que está rematando la faena con serenidad y temple poco común, ha sido capaz de aportar tantas y tan elocuentes denuncias que el milagro -uno de esos que «suceden, Sancho, rara vez»- se ha producido, los sordos han oído, los ciegos han mirado, los mudos han hablado y a la empedernida saqueadora la han cogido, al fin, no ya con el carrito del helado sino con los dromedarios de la caravana de Ali Babá en el cuarto de estar.

La principal diferencia con el argumento de la película, en lo que se refiere a esa escena mítica, es que la Marnie balear no sólo ha contado de antemano con la pereza auditiva de una sociedad próspera y cómodamente instalada en la insularidad de sus rituales, sino que se ha jactado de ello sin remilgos. Sí, en efecto, la estoy viendo como si fuera hoy, simpática, despreocupada y alegre, con la melena rubia ondeando entre los pinos, vestida de rosa en la terraza de mi casa, invitándome a abandonar toda esperanza, cuando habíamos comenzado a publicar lo que sólo era la punta del extremo del periscopio de su iceberg.

-Mira, no me vais a pillar porque no he hecho lo que decís. Pero si me pilláis, tampoco pasará nada porque a eso de la corrupción aquí nadie le da importancia…

Como hacían los apóstoles de la guerra sucia, me decía a la vez una cosa y su contraria: esto que no hemos hecho carece de gravedad. Todo el énfasis lo ponía en el «aquí». El nacionalismo al servicio de la impunidad del trinque. Una variante, una sucursal más bien, del «oasis catalán». ¿Corrupción? ¿Qué es eso? Sólo los forasters podíamos plantear asuntos de tan mal gusto.

En esa misma conversación, con una testigo delante, fue cuando me dijo que no entendía la complejidad de nuestro periódico -«No sé si tengo que hablar con los italianos, con los de Madrid o con los de aquí…»- y me explicó la elemental regla de tres que regía su relación con el marrullero editor con quien ha formado hasta el último día una unión nada temporal de empresas: «Con él todo es muy sencillo. Yo le doy 200 millones al año y él me saca guapa en las fotos».

¡«Guapa en las fotos»! En pocas películas como ésa da Hitchcock rienda suelta a su misoginia: «Las aves de rapiña son la clase criminal del reino animal y entre las aves de rapiña predomina el sexo femenino», le hace decir al pobre Sean Connery cuando está enamorándose de Marnie. Pero, mutatis mutandis, así funciona mucha prensa de provincias. Véase hoy por qué a Tartufo Montilla ningún periódico catalán -ninguno- le pide cuentas por eximir a sus hijos del servicio lingüístico-militar obligatorio a que somete a los de los demás.

Volvamos con nuestra heroína. Hacía tiempo que había entrado en vigor el euro y ella seguía hablando en pesetas. Era el lenguaje de una chica de pueblo con ínfulas de grandeza que al final de cada día hacía las cuentas de la vieja y guardaba el resultante en una caja fuerte casi tan aparatosa como la que sale en la película. Fue uno de los momentos estelares del buen periodismo de investigación: descubrimos que el ascensor de su casa dijo basta al no poder soportar el peso del armatoste y a partir de ahí todo fueron diagramas, cálculos volumétricos y estudios de cubicaje en billetes de curso legal. ¿Para qué quería la presidenta del Consell Insular tener una caja fuerte de esas dimensiones en su domicilio? Toda Mallorca ya lo sabe ahora.

Nunca oí a nadie llamarla Marian. Para sus devotos era «Maria Antonia»; para los veraneantes, «la Munar»; para los más pijos, «MAM»; y para los iniciados en general, «la Princesa» o, mejor aún, «sa Princesa», una mujer pizpireta y apañada, transformada en la Evita de la isla mediante el inexcusable paso diario por la peluquería y el derroche en pieles, joyas, zapatos, bolsos y demás lujosos complementos. Sus descamisados lo eran porque en las suaves noches de la primavera de las recalificaciones y el verano de los pelotazos inmobiliarios, nada como unas arrugas del algodón de la informalidad, camuflando, whisky en mano, las curvas de la felicidad sobre las pinzas del pantalón.

Unión Mallorquina empezó siendo un club de amigos y se convirtió bastante deprisa en una asociación para delinquir. Su ideología oficial era el pancatalanismo light, pero algunos de sus dirigentes procedían de la Internacional Liberal, la UCD o el CDS. Más que insular, era un partido xenófobo que propugnaba en casi todo políticas de derecha pura y dura. Pero eso era lo de menos. Sólo una coartada. Su programa constaba en realidad de dos puntos principales: vengarse del PP que había echado a Marian del Gobierno regional en tiempos de Cañellas y forrarse a costa del erario.

Le bastaron unos resultados oscilantes entre el 5 y el 10% del voto de la isla -menos de 30.000 sufragios incluso- para robarle por dos veces el poder a un PP siempre en el entorno del 45%. En lugar de completar la representación de la mayoría sociológica de una sociedad tranquilamente conservadora, Unión Mallorquina sirvió de palanca en esas dos ocasiones al llamado Pacte de Progrés -ay qué risa- que bajo el inane liderazgo del maragalliano Antich ha venido aglutinando a toda una cuadrilla de saltimbanquis, a la vez radicales y reaccionarios. Entre una y otra experiencia, Jaume Matas pasó por el aro y, aun teniendo mayoría absoluta, la adoptó como socia y permitió a Marian seguir guardando las llaves de la caja del Consell, titular de todas las competencias urbanísticas.

Para entonces el segundo punto del programa ya estaba en plena aplicación. Tras el frustrado aperitivo de un superpelotazo, basado en una obscena permuta a pachas con el vetusto editor, que el alcalde de Calviá, Carlos Delgado, desbarató en el último momento, había llegado la hora de ponerse las botas con el polígono del aeropuerto. Los aviones despegaban y tomaban tierra junto a Palma entre rumores y guiños de los enterados. Pero había que conseguir las pruebas y atreverse a publicarlas. Eso es lo que hicieron con laboriosa precisión nuestros periodistas. Está ya sobradamente acreditado que dos jerifaltes de UM, socios por más señas del despacho profesional de su jefa, gestionaron las recalificaciones de esos terrenos, a cambio de quedarse con el 15% del suelo, y urdieron nuevos delitos en cascada para blanquear el botín y repartírselo.

La mafia reaccionó con ira. A Inda le enviaron una bala a casa, a Urreiztieta le hicieron un fotomontaje pornográfico, a Pery lo recibieron como a un abogado que llegara a investigar el linchamiento de un negro en Alabama, a mí me mandaron a los tonton macoutes a la piscina y a punto estuvieron de cerrarnos la planta de impresión con una excusa normativa. Fueron años muy duros porque, en efecto, ningún otro medio se ocupaba de UM y gran parte del personal iba a lo suyo y prefería no enterarse. «Sa Princesa» sabía de lo que hablaba.

El pastel terminó de destaparse cuando hace nueve días su ex delfín reconoció ante un juez que ella le había dado 300.000 euros en billetes, tras las ventanillas ahumadas de su coche oficial, para que comprara una productora a la que luego desviaron dinero público como vía de financiación electoral. La ladrona política lleva, pues, camino de serlo también en el sentido procesal del término. No sería la única que habría saqueado el erario balear -la Justicia tendrá, de uno en uno, la última palabra-, pero sí la que habría practicado el latrocinio con mayor contumacia y desparpajo. De hecho todas nuestras restantes revelaciones sobre las derramas a los afines del caso Piñata, la venta a mitad de precio del suculento solar del caso Can Domenge o las autocontrataciones del transporte de carbón y de grava adquieren ahora una nueva perspectiva y nos devuelven al momento de la película de Hitchcock en que Sean Connery le pregunta candorosamente a Tippi Hedren: «¿Cuántos robos más has cometido?».

Ella le mira con la coquetería de las rubias y primero admite tres hurtos, luego cuatro y enseguida cinco. Pero añade: «Soy una embustera, una ladrona y no sé cuántas cosas más, pero soy decente».

En efecto, Bruto era un hombre honrado y Marian es una mujer decente.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.