Mariano Rajoy, entre Arias Navarro y Suárez

Después de un largo recorrido como líder de la oposición, parece ya indiscutible que don Mariano Rajoy se ha consolidado como el líder inmediato de la derecha española encarnada hoy en el Partido Popular. Además, según se desprende de la mayoría de las encuestas, en estos momentos se estima imposible que no consiga la victoria en las próximas elecciones generales, aunque existen todavía dudas razonables sobre la amplitud de la misma. Hasta aquí lo que ya todo el mundo intuye y conoce. Pero lo importante es tratar de saber un poco más sobre la personalidad de don Mariano Rajoy, esto es, sobre sus cualidades políticas y personales, el país que va a heredar previsiblemente y los retos a los que, sin duda, habrá de enfrentarse.

Empecemos por lo primero. Se trata, ante todo, de una persona de bien. Parece que en su juventud fue un alumno aplicado y esforzado. Su carrera de Derecho y sus oposiciones bien ganadas como Registrador de la Propiedad así lo acreditan. Goza, pues, de un perfil muy característico de la reconocida clase media de nuestro país. Ninguna conexión con la aristocracia de sangre ni con la aristocracia empresarial y del dinero. Tampoco se le conoce ninguna veleidad «progre» ni coqueteos con la izquierda cultural e ideológica. En este sentido, por tanto, parece capaz de atender prioritariamente a los gustos e intereses de una ancha franja sociológica de nuestro país, todo lo cual le faculta para poder representar legítimamente las aspiraciones de una amplia mayoría de nuestros ciudadanos. Además es de provincias, esto es, muy alejado de los tradicionales cenáculos de la capital, e ítem más, es gallego. Cuando en España se dice que una persona es gallega, todos sabemos lo que se quiere decir.

Pues sí, en efecto, con Mariano Rajoy estamos ante un político gallego, al parecer de pura cepa, y por tanto cualquier juicio definitivo sobre él puede incurrir en error; y por ello cualquier aseveración final sobre este personaje ha de estar siempre expresada con cautela. Yo, además de su condición de gallego, veo en él a un político que ejerce una especie de «soft power» tremendamente equívoco pero contundente al fin. Desbancó a última hora al todopoderoso Rodrigo Rato y al siempre acreditado Jaime Mayor, siendo elegido por José María Aznar como su sucesor.

Al frente ya del Partido Popular, ha tenido que lidiar varias veces con maniobras y rebeliones más o menos explícitas de las que, hasta ahora, ha salido siempre bien parado. Desde un principio ha sabido conllevar con paciencia infinita las reiteradas presencias y declaraciones públicas de su mentor el ex presidente Aznar, que ha tratado, de alguna manera, de tutelar su andadura y de marcarle el paso en lo posible. Ha pulverizado con enorme maestría las pretensiones sucesorias de Gallardón y Esperanza Aguirre, dejando que se desgastasen en su permanente pugna, y ha sabido padecer estoicamente las desventuras de su alfil valenciano Francisco Camps, con temple y serenidad. Revolucionó la estructura de poder del Partido Popular en el País Vasco y sustituyó a la carismática María San Gil por un joven político de futuro, entonces desconocido, como es Antonio Basagoiti, consiguiendo, por fin, una posición relevante para el Partido Popular en esa comunidad autónoma. Ha apostado y ha ganado con Alberto Núñez Feijóo en la comunidad gallega y, finalmente, ha conseguido doblegar la intensa presión de Álvarez Cascos para recuperar su feudo asturiano, que al parecer hubiera generado división y enfrentamiento en el partido.

Es decir, estamos ante un personaje que si algo tiene acreditado es que sabe aguantar y resistir, y eso en política ya es un primer triunfo y un atributo nada despreciable. Podríamos concluir afirmando que se trata, por tanto, de una persona capaz, honrada, alejada del mundo de los intereses, experimentada y con un discurso sencillo y coherente. ¿Les parece a ustedes poco? Pues desgraciadamente sí, me parece poco, y no porque sus virtudes sean escasas, pues acabamos de demostrar que ciertamente no lo son, sino porque se va a hacer cargo de un país en muy grave situación y con una moral por los suelos. Debido a ello, España no está para ser dirigida por honrados buenos gestores como en tiempos de sosiego y bonanza se precisa. Antes bien, parece que vamos a necesitar políticos de raza, con visión y sentido de la historia, que asuman el tremendo riesgo de cambiar de rumbo y apostar decididamente por un futuro que siempre es incierto.
No me voy a extender en estos momentos sobre los males y achaques de nuestra vida nacional. Llevamos meses quizá regodeándonos en exceso sobre la calamitosa situación de nuestra patria, pero es menester reconocer que, desde la aprobación de nuestra Constitución, nos encontramos en una de las coyunturas más azarosas de nuestra reciente travesía política. La clase política está sumida en un creciente descrédito. La economía española, necesitada de una reconversión profunda y urgente. El paro juvenil, por las nubes. El nacionalismo catalán, envalentonado y desafiante. España, en poco tiempo, bate récords en cifras de abortos y divorcios y exhibe una tasa de natalidad que nos empuja a un desesperado envejecimiento. La familia, en consecuencia, lejos de estar cuidada y protegida, está permanentemente amenazada. Comienza a apreciarse, últimamente, un lento pero progresivo abandono a otros continentes de aquellos españoles que empiezan a creer que España, en realidad, no tiene futuro. ¿Creen ustedes que exagero? Me gustaría que así fuera, pero, por desgracia, todas estas afirmaciones están apoyadas en datos y cifras de la realidad. Por todo ello creo que la tarea que habrá de emprender don Mariano Rajoy, cuando se haga cargo del Gobierno, será realmente hercúlea. Y ahora voy a explicar por qué y cuál es la tesis que encierra el título de este artículo.

Los más veteranos como yo recordarán la coyuntura vivida en los años 70, en los momentos del ocaso del franquismo y la encrucijada en la que nos encontrábamos los españoles por aquel entonces. Arias Navarro creyó con ingenuidad que el Régimen, con algunas reformas y procesos de ajuste, sería capaz de sobrevivir y perdurar. Adolfo Suárez, con el apoyo indudable del Rey, supo analizar, sin embargo, la situación con más sagacidad y no creyó que unas meras reformas sin calado fueran suficientes para hacer pervivir al Régimen franquista. En definitiva, se arriesgó y supo dar el salto valiente a la democracia para reencontrarse con nuestro destino natural, que era la Europa democrática, y por eso acertó.

Mariano Rajoy tendrá que elegir, de alguna manera, una de estas dos opciones. Si cree, como creyó Arias, que nuestro actual modelo aguanta con unas meras reformas de nuestra política económica y unos nuevos modos más tolerantes y flexibles de conducción política, me temo que pueda equivocarse. Si apuesta, como Suárez hizo, por dar un paso al frente y buscar la complicidad del principal partido de la oposición para dibujar un nuevo período histórico para nuestro país, espero que acierte. Estoy seguro de que entonces, y si así fuera, el pueblo español recobraría la confianza y el entusiasmo de los que ya dio muestras en el pasado y que nos llevaron a conquistar metas y logros que parecían, en aquellos momentos, difíciles de alcanzar.

Los males de España hoy presumo que ya no se curan con simples medicinas. Es necesario, por desgracia, que vayamos a la mesa de operaciones. Este es el triste legado del gobierno del señor Rodríguez Zapatero, que se debe también, no lo olvidemos, a la pasividad y responsabilidad de algunos de los líderes más destacados del Partido Socialista, quienes con su silencio, cuando no con su apoyo, han propiciado esta situación. La derecha española, cuando sea gobierno, tendrá, pues, la inmensa responsabilidad de hacer la operación que el país necesita para no caer en una lamentable y duradera decadencia.

Por Ignacio Camuñas Solís, presidente del Foro de la Sociedad Civil.

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