Mariano Rajoy, nuevo editor de El País

Durante la recepción del 12 de octubre en el Palacio Real, a la que acudí para dejar constancia de mi apoyo al mensaje del Rey sobre Cataluña, el siempre ocurrente Miguel Ángel Aguilar me preguntó si me importaría hacerme una foto con Juan Luis Cebrián, justo cuando acababa de trascender su inminente sustitución por Javier Monzón en la presidencia de Prisa. Con el propio Miguel Ángel fulminado de El País por sus críticas a la merma de la libertad de expresión y mi destitución de El Mundo a las espaldas, la propuesta tenía algo de travesura de fin de ciclo.

Pero aunque hubieran sido otras las circunstancias, también habría accedido. Y no ya para que fuera patente que las diferencias quedan aparcadas cuando la suerte del Estado constitucional anda en juego sino porque, al margen de su propia conducta, nunca he considerado enemigo personal a un adversario.

Mariano Rajoy, nuevo editor de El País Con Cebrián ha habido muchas idas y venidas durante los casi cuarenta años en que hemos competido. Además de amigos, fuimos aliados en la lucha contra el corporativismo que pretendía regular el acceso al periodismo, en la oposición al golpismo y en la defensa de la democracia la noche del 23-F. Luego inventó la patraña de que Diario 16 no había publicado una edición especial como la suya y fue adornándola de esperpento en versiones sucesivas, pese a la inapelable imagen que muestra los ejemplares ante el Congreso cercado. En el ínterin Polanco y él me habían ofrecido la dirección del que pretendía ser semanario líder de la prensa española, bajo la cabecera de El Globo; y las cañas sólo se trocaron lanzas cuando fundé El Mundo como alternativa a El País.

Nuestra denuncia reiterada de los crímenes de los GAL y su defensa numantina del felipismo, que tantas prebendas aportaba al grupo Prisa, establecieron el ámbito de la confrontación. Es cierto que en las guerras mediáticas de los 90 se vulneraron todos los límites de la ética y que una cosa fue el reiterado intento de manipular mi posición sobre el terrorismo de Estado -esfuerzo inútil donde los haya- y otra muy distinta la complicidad editorial con el infame montaje gestado contra mí, ahora hace veinte años, en el entorno directo de su amigo González. Pero tanto los tribunales como las hemerotecas dictaron sentencias firmes sobre todo aquello y todos supimos quién buscaba la verdad, sin importar el precio, y quién colaboró con la vileza en la tarea de impedir que aflorara.

Mi incapacidad somática para el rencor, mi imposibilidad vital de entender siquiera la visita de la vieja dama del resentimiento son tales que lo que manda en mi memoria de todo aquello son las bromas que Umbral, Martín Prieto, Raúl del Pozo o Pablo Sebastián -presente también en la foto de este 12 de octubre- hacían a costa del sambenito de "sindicato del crimen" que Cebrián nos había endilgado. Si trataba de invertir las tornas, presentando como facinerosos a quienes perseguíamos a los verdaderos criminales que él cobijaba editorialmente, nosotros le poníamos en evidencia, disfrazándonos sardónicamente como los Dalton.

En todo caso, el 12 de octubre no sólo aporté la mejor de las sonrisas a la imagen de grupo, a la que también incorporamos a queridas colegas como Nativel Preciado, Rosa Villacastín o Carmen Rigalt, sino que le dije cordialmente a Cebrián que, si se consumaba su salida, pocos entenderían mejor que yo sus sensaciones. Fue entonces cuando me contestó: "Pues, mira, estoy mejor de lo que muchos piensan"; y, conociéndole, tuve la impresión de que aún no había llegado el momento, ni siquiera metafórico, de "levantar la celada, envainar la espada e inclinar la lanza a tierra" como –salvando todas las distancias- hizo Sánchez Albornoz a la hora de despedir a su eterno rival Américo Castro.

Tan era así, que a la mañana siguiente saltó la noticia de que Monzón retiraba su candidatura a la presidencia de Prisa. ¿Qué había ocurrido? Pues que a pesar de llegar avalado por Cebrián, el Santander -a cuya presidenta está muy vinculado- y otros accionistas, el expresidente de Indra no contaba con el apoyo de ninguno de los cuatro miembros del Comité de Nombramientos del Consejo, cuando necesitaba, según las normas de la compañía, al menos el de tres. Monzón se había metido en demasiados charcos relacionados con Felipe González –muy activo, al parecer, en la promoción de su candidatura-, el latrocinio de los Pujol o los casos Púnica y Lezo como para convertirse en imagen pública de un grupo de comunicación.

¿Lo propuso Cebrián a sabiendas de que se estrellaría? Esa es una de las incógnitas del minucioso relato, publicado el miércoles en EL ESPAÑOL por Fernando Cano, bajo el título de 'La rendición de Prisa'. Lo cierto es que el fracaso de esa maniobra, orquestada en la oscuridad, dio pie a un proceso de selección impecable desde el punto de vista del gobierno corporativo, pues una comisión ad hoc, integrada por ocho miembros del Consejo, deliberó sobre una lista de una decena de cualificados candidatos y terminó proponiendo, atención, por unanimidad, al empresario Jaime Carvajal Hoyos, con aún mejor currículo que pedigrí.

El Consejo de Administración y la Junta de Accionistas estaban listas para nombrarle y ratificarle. Sólo faltaba un pequeño detalle: pactar el calendario del relevo y la posición residual de Cebrián. Y es entonces, al no conseguir que el ya presidente in péctore acepte sus pretensiones, cuando el supuesto paladín de la prensa independiente hace el más sorprendente de los anuncios: fijará su posición final tras un encuentro con el presidente del Gobierno.

Y no se trata de un farol. El encuentro se produce y tiene consecuencias. Esta es la única razón por la que algo que no pasaría de ser un episodio más de una larga saga de mentiras, traiciones y envenenamientos, merece hoy tanta atención. Visto desde la perspectiva de los ideales que compartíamos hace cuarenta años, estamos ante el más obsceno de los actos de vasallaje y la más degradante de las rendiciones. Pero también ante un impúdico abuso de poder y ante una devastadora intrusión de lo público en el recinto de lo privado. En esto ha quedado la libertad de prensa en la España de Rajoy.

Cebrián llegó a la Moncloa con la soga al cuello y quienes a su salida la tenían puesta eran aquellos consejeros que pretendían atenerse a lo previsto en las normas de buen gobierno de su empresa. Para evitar que se consumara su destitución y el nombramiento de Carvajal, Cebrián había improvisado una especie de 'plan C', con Manuel Polanco en el escaparate y el Santander en la trastienda. Pero para eso necesitaba movilizar a su favor a Telefónica, segundo accionista de la compañía, y no lo tenía fácil.

El primero, el fondo Ámber, era el más beligerante contra el estrepitoso fracaso de su gestión empresarial. El morbo de las intrigas florentinas estaba servido por su vinculación al ex-presidente de la operadora, César Alierta, cuya avidez por mangonear en los medios no ha hecho sino acrecentarse con la jubilación. La querencia natural de su sucesor, José María Álvarez Pallete, es exactamente la contraria. El primer presidente de la compañía elegido entre sus directivos, con un perfil mucho más profesional y tecnológico, tiene muy claro que Telefónica debe dejar de ser una palanca de poder a la vieja usanza.

Ya que no podía desinvertir en Prisa -o dejar de acudir a la ampliación de capital- sin alterar los frágiles equilibrios internos, precisamente en favor de Alierta, Pallete pretendía mantener la neutralidad en la "guerra de sucesión". Eso se hubiera traducido en una abstención, como la de la Caixa del siempre prudente Fainé. Pero de esa manera no le salían las cuentas a Cebrián.

De hecho, los consejeros dispuestos a mantener el resultado del proceso interno, supieron que habían perdido la batalla cuando el secretario de Telefónica Sánchez de Lerín -un hombre del ancien regime, requeteimputado por el concubinato entre Alierta y Rato- les informó de que el 13% de Telefónica votaría con el aún presidente de Prisa. El bandazo fue decisivo ya que sólo el 54% de los asistentes a la Junta apoyó la destitución del grupo "legalista".

¿Qué había sucedido? Pues que tanto Soraya como Rajoy habían hecho sus correspondientes rondas de llamadas, invocando el "interés de España" y ante esa "ultima ratio" no hay empresa cotizada -y regulada- que se resista. El presidente del Gobierno había dado la vuelta a la correlación de fuerzas dentro de una empresa privada de comunicación, al modo en que lo hizo Bertrand Duguesclin cuando ayudó a Enrique de Trastamara a matar a su hermanastro Pedro I el Cruel. Bastaba poner encima a quien estaba debajo y debajo a quien estaba encima: "Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi Cebrián".

La secuencia no es demasiado diferente de lo sucedido hace tres años en Unidad Editorial cuando Rajoy, concertado entonces con Alierta y Emilio Botin, "convenció" a los accionistas italianos de que actuaran en contra de sus intereses y apartaran al diario El Mundo de la intransigencia ante la corrupción que constituía su morada vital, como pudieron comprobar los tres directores que me sucedieron. Pero este caso tiene la particularidad de que convierte al gobernante conservador, que cobró sobresueldos ilegales y protegió la podredumbre de la trama Gürtel, en editor de facto del otrora buque insignia de la izquierda intelectual.

¿Quién nos iba a decir hace diez años, cuando Polanco identificó al PP con el "franquismo puro y duro" y Rajoy respondió con un boicot, tan impotente como efímero, a todos los medios de Prisa, que las tornas de la hegemonía iban a cambiar hasta el extremo de que el registrador de Pontevedra decidiría desde la Moncloa el rumbo del entonces gran imperio mediático?

¿Y quién nos iba a decir que, una vez neutralizadas las otras tres cabeceras, a través de sus respectivos comisarios políticos, el ABC iba a convertirse en el único de los cuatro diarios tradicionales con un cierto margen de independencia respecto a un gobierno de derechas?

¿Y quién nos iba a decir que con TVE en manos de un simple "Pascual criado leal", Antena 3 y La Sexta emparedando diariamente a la oposición responsable en el "sandwich" del Príncipe de las Tinieblas y el grupo Mediaset llamándose andana en pro del dividendo, el periodismo crítico tendría que refugiarse en internet?

¿Qué sería del control social del poder si los nuevos medios digitales, rugido del león incluido, no estuviéramos llenando esos vacíos?

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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