Marías, concordia frente a politización

Testigo privilegiado y memoria viva del siglo XX, el filósofo Julián Marías (1914-2005) trató siempre de comprender la realidad y llevarla a su plenitud de sentido, dando testimonio de su paso por la vida y forjando una filosofía a la altura de los tiempos, abierta a las circunstancias, que afrontaba los problemas del presente y la realidad social de España y del mundo. Nunca se dejó arrastrar por la corriente de la historia, por la inercia de las masas o por las conveniencias políticas de cada momento, sino que siempre quiso forjar su ‘visión responsable’ de las cosas y darla a conocer en sus escritos, dando cuenta de lo real desde una meditada perspectiva personal, como bien saben los lectores de sus míticas Terceras de ABC.

A lo largo de su vida Marías permaneció firme en su defensa de las libertades, fiel a su talante liberal y coherente con su voluntad de comprensión de los otros, dando la batalla de las ideas cuando lo creía necesario («Por mí que no quede» era su lema) y sabiendo perdonar las ofensas o agravios personales cuando se producían, sobrevolándolos sin rencor. Superó con entereza y dignidad las dificultades que puso el azar en su camino y siguió adelante siempre con ilusión y con proyectos de futuro, sin perder nunca la esperanza ni el optimismo. El símbolo del alción que eligió para sus libros representaba la serenidad positiva, el sosiego alegre y la calma activa que él quiso imprimir a su vida.

Quizá los dos rasgos que mejor definen su actitud vital sean el entusiasmo y la ingenuidad: una ingenuidad entusiasta que prefiere equivocarse antes que pensar mal, y un entusiasmo ingenuo que mantiene la lealtad a sus principios aunque el mundo se ponga en contra. Se podría decir que era una ingenuidad voluntaria, consciente, que formaba parte de su ‘ethos’, carácter o segunda naturaleza, por lo que en cierto modo dejaría de ser tal ingenuidad. Insistió Marías una y otra vez en destacar las raíces morales de la inteligencia («sin una considerable dosis de bondad se puede ser listo, pero no inteligente») y comprometió su vida en una apuesta inequívoca por la verdad. Para él «la forma suprema de inteligencia consiste en la apertura a la realidad, de modo que sea ella la que penetre en la mente e imponga su evidencia», lo que incluye también «dejar ser a los demás, comprender realmente sus puntos de vista, admitir que puedan tener razón».

Ejemplo de moderación y prudencia, Julián Marías mostró siempre su repulsa por la politización de la vida cotidiana, esa manera que tienen muchas personas de convertir las cuestiones partidistas en el centro de su existencia. Aunque le interesase la política, nunca dejó que le obturase el resto de la realidad, pues sabía que era algo secundario respecto a las cuestiones personales. Eso no significaba, ni mucho menos, un desdén de la vida pública, de lo político en el sentido más noble de la palabra, sino una repugnancia por el sectarismo y el extremismo. Desde los preludios de la guerra civil fue consciente del error del partidismo y de los horrores a que podía abocar: «La falta de crítica, la sumisión a las órdenes de un partido avasallador, el fanatismo. Todo eso me repelía, lo mismo que la crítica sistemática a todo, bueno o malo, que dijera o hiciera el adversario».

En momentos decisivos para España, como fueron la guerra civil y la Transición, Marías puso al servicio de su patria el mejor pensamiento político, «que es aproximadamente lo contrario de la “politización del pensamiento”, una de las plagas de nuestra época». El totalitarismo es un fenómeno del mundo contemporáneo por el cual la política trata de inmiscuirse en todos los aspectos de la vida y se esfuerza por aprovechar, utilizar y falsificar todo. Y el sucedáneo del totalitarismo es la ‘politización’, que consiste en juzgar todo desde el plano de la política y considerar que todo es políticamente relevante, como tantas veces se afirma.

Para Marías la política debe consistir en entenderse con los que discrepan, por lo que no puede ser intransigente ni intolerante, pero todos tienen el deber de respetar un mismo límite: la realidad, a la que no se puede renunciar. La realidad tiene una estructura que hay que reconocer y aceptar, a nivel físico, humano, personal, social o histórico. Por eso la verdad es condición misma de la libertad, del mismo modo que la mentira conduce a la servidumbre. Tanto la libertad como la concordia son para él consecuencia del descubrimiento y aceptación de la verdad.

Por tanto, conviene no confundir la concordia con el acuerdo, ni el desacuerdo con la discordia. La fórmula de la «concordia sin acuerdo» que acuña Marías no se identifica con la uniformidad ni con la unanimidad sino precisamente con la discusión y el debate racional. La discordia sería la negación de la convivencia, el no querer vivir con los que piensan distinto, y la convivencia debe consistir en vivir con los demás asumiendo las diferencias, discrepancias y conflictos. Lo que más le importaba a Marías, después de todo, era la dimensión personal de la realidad. Cada persona representa la grandeza de lo único, la dignidad de lo irrepetible.

Aunque la figura y la obra de Marías no han caído en el olvido, se echa mucho de menos la presencia diaria de su mirada inteligente, dando cuenta y razón de la vida de las personas y, en especial, de los vaivenes de la sociedad española. Su pensamiento, que puede considerarse patrimonio común de España, de Europa, de Hispanoamérica y de Occidente, debiera ser un punto de referencia para todos, al margen de las querencias (o repulsiones) políticas de cada uno.

Más de quince años después de su muerte, como indico al final del libro ‘Julián Marías: la concordia sin acuerdo’, tanto el pensamiento de Julián Marías como los eventos de su vida representan un testimonio ejemplar de veracidad y lucidez que puede seguir resultando enormemente inspirador y estimulante para todos los españoles, suministrando el valor cívico y la conciencia histórica que son necesarios para afrontar con ilusión las empresas del futuro.

Ernesto Baltar es profesor de Filosofía en la Universidad Rey Juan Carlos.

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