Marlaska o la mala saña de un peligro público

Marlaska o la mala saña de un peligro público

Marchando por la senda de la «memoria histórica», que reescribe el ayer en función de lo que debía haber ocurrido, y no de lo que acaeció, el Gobierno que se autoerigió en Ministerio de la Verdad para combatir bulos y noticias espurias aprovechando el inconstitucional estado de alarma del Covid-19 garabatea el presente sobre esos mismos renglones torcidos. Así tergiversa la realidad para que la verdad objetiva sea asunto opinable en el que, como en el mundo traidor de los versos de Campoamor, «nada es verdad ni mentira/ todo es según el color/ del cristal con que se mira». A este respecto, para el Ejecutivo Sáncheztein, el engaño no es ya un recurso para soslayar un revés o escurrir el bulto, sino que parece intrínseco a su forma de proceder hasta transpirarlo como el fumador empedernido exhala la nicotina que enferma sus viciados pulmones. Para ello, persigue que las palabras, como en Alicia en el País de las Maravillas, signifiquen lo que tenga por pertinente para remarcar «quién es el que manda: eso es todo».

Olvidando que la libertad no resiste sin dosis de verdad, el Gobierno fabrica mentiras propias, así como pasaporta las ajenas de su conveniencia. De esta guisa, ataca la esencia de la democracia que, por encima del sufragio, se sustenta en una convivencia basada en el Estado de Derecho y en la preservación de las libertades capitales que faculten vivir en comunidad. En cambio, la fractura y la enfrenta para que, en ese río revuelto, las minorías más activas impongan su designio a unas mayorías silentes a las que se sume en la impotencia. Sin otra potestad que el derecho al pataleo siempre que no eleven el tono generando crispación.

Para ocultar el abismo entre sus propósitos reales y aquellos que declara, el Gobierno se sirve de fraseología huera y modismos de nuevo cuño, a modo de neolengua orwelliana, para que la mendacidad por burda que sea se travista de inobjetable y única verdad; la refutación de derechos básicos como democracia real; la violencia como la paz de nuestro tiempo; los verdugos como víctimas; la justicia como venganza; la ruptura de España como diálogo; el enfrentamiento como concordia; el quebrantamiento de la norma como libertad... y así hasta proscribir cualquier pensamiento divergente del oficial, de forma que la mentira marque la gobernación de los asuntos públicos.

Si en el tiempo que George Orwell permaneció, primero como periodista y luego como miliciano trotskista en la Cataluña de 1936, de la que escapó acorralado por los comunistas tras asistir a las refriegas y asesinatos en el bando republicano, verificó cómo los hechos se supeditaban a la ortodoxia partidista, ahora en la España del presente se cumple otro tanto, aunque pase factura más pronto que tarde, sin aguardar al fin de los tiempos para aflorar los secretos y las faltas mejor escondidas. Es en lo que reincide ese mentiroso compulsivo que acredita ser desde que llegó al Ministerio del Interior, Fernando Grande-Marlaska, quien ha transitado de velar como juez por la obligación de decir la verdad a menoscabar ese deber como político e instigar cualquier faramalla que destruya al rival.

Así, durante tres días, ha agitado esta semana de septiembre el espantajo de la falsa agresión homófoba de ocho encapuchados a un joven homosexual del barrio madrileño de Malasaña. Sin encomendarse a Dios, pero tal vez sí al diablo, se lanzó como un poseso a radios y televisiones de su cuerda. En sus micrófonos y platós, condimentó la «noticia bomba» para azuzarla contra el centro-derecha, al modo de William Randolph Hearst, el magnate de la prensa que Orson Welles inmortalizó en Ciudadano Kane, con la guerra sensacionalista que perseguía en Cuba.

En vez de aclarar un episodio que movía a la sospecha de la Policía y antes de contrastar el mismo para que no le estropeara una buena campaña, se valió de la simulación de un delito para deslegitimar a formaciones que sufren los ataques verbales y físicos de energúmenos amparados por socios y aliados del Gobierno Sáncheztein que legitimaron el jarabe de palo y ahora promueven el palo sin jarabe. Todo ello en un tiempo en el que el Consejo de Ministros blanquea el terrorismo etarra, a cuyos presos ha acercado al País Vasco para que se beneficien de medidas de gracia, e indulta a unos golpistas catalanes como tributario Sánchez de unos y otros para no ser desahuciado de La Moncloa.

La mala saña de Marlaska se blinda a costa de su menguada reputación pese a que las fabulaciones del denunciante se han cobrado su venganza. Como cuando el ministro se inventó un informe policial para desmentir la iracunda arremetida contra dirigentes de Ciudadanos en la marcha madrileña del Orgullo Gay de 2019 y a los que acusó igualmente de ir a provocar a Alsasua por concentrarse en apoyo de los guardias civiles golpeados por una turba etarra. O el baile de navajas y sobres con balas que se trajo para reventar la campaña electoral madrileña de esta primavera y rescatar a la izquierda. Sin olvidar su torpedeo -condenado en los juzgados- del sumario abierto al delegado del Gobierno en Madrid a fin de no comprometer a Sánchez con la demora en la actuación contra la pandemia para no perturbar la fiesta del 8-M de 2020.

Tras tales pruebas de sangre, Sánchez sabe que le puede servir para cualquier cometido un juez que quiso ser grande como su apellido y, luego de hacer lo que no está escrito para merecer el favor de Rajoy, redobla los esfuerzos para hacerse perdonar su pasado y merecer los honores que hoy detenta encenagando el Ministerio en su guerra sucia contra la oposición.

Por eso, Sánchez cierra filas con él con la comprensión de una izquierda que se arroga el derecho de expender certificados de democracia al instituirse en dueña de los adjetivos. Si no fue verdad la agresión de Malasaña, mereció serlo, arguyen para sí quienes, contra la realidad, salen a protestar y mueven al pasmo. Como aquella alemana que, según la gran filósofa Hannah Arendt, juraba en arameo que la II Guerra Mundial no la había iniciado Hitler, sino los rusos con un ataque relámpago a la ciudad Danzig administrada por los polacos.

Como teórico custodio de la seguridad y la libertad de los españoles, Marlaska supone un peligro público al que no le importa salvar el pellejo poniendo a los pies de los caballos a sus subordinados. Lejos de aquella gallardía desplegada como juez cuando uno de sus antecesores, Alfredo Pérez Rubalcaba, le reventó la detención de cobradores del «impuesto revolucionario» etarra para no interferir la negociación de Zapatero con la banda criminal mediante un chivatazo policial.

Al servicio de Sánchez, y con la toga en el guardarropa presta a ser desempolvada cuando deje la política, aunque siempre le quedará parte del polvo, Marlaska olvida el Derecho. Aplica a la oposición una versión actualizada de aquella ley Lynch que apellida el expeditivo granjero de Virginia que, durante la Guerra de la Independencia, instituyó un tribunal popular que colgaba, sin regla y sin causa a veces, a todo colaboracionista con los casacas rojas ingleses, a los que profesaba su originario odio irlandés.

El linchamiento con soga enjabonada es reemplazado por procedimientos más sutiles por guerreros del Derecho como Marlaska que primero sentencian y luego juzgan con el desparpajo del jefe de los cruzados que animaba a los suyos a pasar por el cuchillo, sin miramientos ni resquemores de conciencia, a todo aquel que tomara por infiel. Ya se encargaría el buen Dios, con su sapiencia infinita, de separar qué almas debían acompañarle al paraíso y cuáles mandar al averno.

Como al Ejecutivo no le interesa tanto combatir los delitos de odio político, sexual o racial, sólo instrumentalizarlos, con orgullo y prejuicio, el cruzado Marlaska sirve con denuedo la tarea de lapidar a la oposición de un Gobierno en apuros y roto por dentro. Con una parte jactándose de arruinar los proyectos de la otra, como la vicepresidenta podemita Yolanda Díaz con el plan de Sánchez de ampliar el aeropuerto de El Prat. Claro que el Ejecutivo no sólo busca anular a la oposición para que no lo ponga en evidencia -más en vísperas de nuevas cesiones para aprobar los presupuestos sentándose a la mesa de la autodeterminación catalana-, sino enterrar la independencia de la Justicia, sepultándola al lado de Montesquieu, para someterla a su antojadiza voluntad. Desmintiendo lo que el candidato Sánchez le contestó al televisivo Jordi Évole en 2014, el hoy presidente no está por «renunciar a todas aquellas comodidades que han hecho peor al PSOE», como la elección partidista del CGPJ, sino a excederlas hasta colmar la paciencia del presidente del Tribunal Supremo y presidente del gobierno de los jueces, Carlos Lesmes, con ocasión de la solemne apertura del año judicial.

Al secundar la reclamación formulada ante la Comisión Europea por más de dos mil jueces, así como tres asociaciones, Lesmes resolvió este lunes, para dicha de muchos y sorpresa de los más, pegar un simbólico campanillazo para restablecer el orden y proclamar «hasta aquí llegó lo que se daba». Sin necesidad de elevar el tono y con el Rey como testigo, lanzó una catilinaria contra quienes auspician que rinda las llaves del Palacio de la Justicia para que sirva de jurisprudencia lo indicado en su día por un diputado socialista francés, de nombre André Laignel: «Usted se equivoca jurídicamente porque su partido es políticamente minoritario».

De hecho, así lo ha deslizado Sánchez ligando la renovación del CGPJ al último resultado electoral, y no al término de su mandato, como le afeó Lesmes, quien asimismo puso como no digan dueñas a la ministra de Justicia, Pilar Llop, presente en la ceremonia, por tildar de venganza la impugnación del Tribunal Supremo del indulto de los golpistas catalanes a los que penó por sedición. Si se quiere hacer Justicia, la toga y la política no casan bien, pues no se puede servir a dos señores tan poderosos sin traicionar a la Justicia y a la Constitución que la regula, por más que el ministro de Presidencia, Félix Bolaños, profese ignorar la Ley de leyes al aseverar que «en una democracia los jueces no eligen a los jueces».

Por mucho que Sánchez reproche deslealtad constitucional de la oposición o incluso insumisión como blande porque el PP condicione ahora el relevo dentro del CGPJ a volver a la fórmula primigenia que alteró el PSOE en 1985 de que la elección sea hecha por los jueces, el presidente carece de legitimidad para lo uno y para lo otro, si bien quepa tachar de ventajista que Casado quiera hacer ahora lo que evitaron corregir con mayorías absolutas Aznar y Rajoy. ¿Cabe mayor deslealtad que alcanzar el poder y sostenerse en él con golpistas contra el orden constitucional y contra la unidad de España? ¿Cabe hablar de insumisión por quien decretó un estado de alarma que, como ha sentenciado el Tribunal Constitucional, transgredió la Carta Magna para apropiarse poderes cuasi de jefe de Estado?

Alguien, en definitiva, que ha tendido un cordón sanitario contra los partidos a su derecha y se niega a cualquier pacto de Estado que no le reporte mayor poder. Mientras los anatemiza como si fueran un asomo de anomalía democrática, rinde armas, por el contrario, a partidos soberanistas que, tras haber hecho un gran negocio de la infidelidad constitucional, se abocan a la independencia dictando el porvenir español.

Malos tiempos, desde luego, en los que como dejó escrito Baltasar Gracián en El Criticón: «Que el nadilla y el nonadilla quieran parecer algo o mucho, que el niquilote lo quiera ser todo, que el villanón se ensanche, que el ruincillo se estire, que el que tiene que callar, blasfeme, ¿cómo nos ha de bastar la paciencia?».

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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