Martin Lutero

El 31 de octubre de 1517 comienza un nuevo capítulo no solo de la historia espiritual, sino también de la intelectual, social y política, de Europa. La inicia el gesto de un agustino proponiendo 95 tesis como base de una disputa pública sobre las indulgencias, predicadas por toda Alemania con intención de recaudar fondos para la construcción de la iglesia de San Pedro en Roma. No se sabe con certeza si Lutero clavó el texto de esas 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, o solo las repartió. Se proponía analizar la doctrina y los abusos prácticos en torno a la concesión de las indulgencias con el dinero unido a ellas.

Con este acto se desencadena lo que luego se ha llamado la «Reforma». Diferenciamos «la Reforma católica», «la Reforma protestante» y «la Contrarreforma». La Reforma no se inicia con Lutero, sino que tiene sus raíces profundas en los decenios anteriores. Y de manera especial en España, iniciada entre otros muchos movimientos por los franciscanos, por hombres como Pedro de Villacreces; luego, con sus dos puntos máximos en figuras señeras pero tan distintas entre sí como el cardenal Cisneros y san Pedro de Alcántara. Después vendrán las figuras cumbre de Ignacio de Loyola y Teresa de Jesús. Con el término «Contrarreforma» se designa todo el esfuerzo hecho por los católicos, sobre todo a partir del Concilio de Trento, por frenar, contrarrestar y superar las consecuencias del luteranismo.

¿Qué sujeto humano está detrás de ese movimiento que significó una convulsión interior y un vuelco exterior de la sociedad, de la Iglesia y de las conciencias individuales? ¿Quién era Lutero, nacido en Eisleben en 1483 y muerto en 1546? En su compleja personalidad hay que distinguir el hombre con sus peculiares orígenes y experiencias, el monje agustino, el profesor de Sagrada Escritura, el traductor de la Biblia y creador de un nuevo alemán, el exégeta, el reformador, el teólogo, el referente de las transformaciones políticas en Alemania desde los choques entre los príncipes electores y con el emperador a las guerras de los campesinos.

En el inicio está el acontecimiento personal que le llevó a dar un giro a su existencia. Siendo estudiante de Derecho le coge una tormenta, cayendo un rayo cerca de él y sintiéndose amenazado no solo de muerte, sino de vida. Lo interpretó como un signo de Dios para que cambiara de orientación ante el futuro. Decidió hacerse agustino, y como tal vivió en los próximos decenios. Un monje cumplidor de la regla, con voluntad de perfección. Pero en este intento de lograr la paz y de superar el poder del pecado por el propio esfuerzo sucumbe a la angustia, en la frontera de la desesperación. Dios le aparecía como santidad que desenmascara con su luz nuestros pecados más hondos y secretos, como juez, que exige justicia. Pero su experiencia personal le muestra que es imposible lograr la propia justificación, y que todas las penitencias y ayunos, realizados para lograr esa justificación ante Dios, no conducen a la paz interior, sino a la exasperación y al resentimiento. Estas son las dos preguntas nacidas de la angustia: «¿Cómo lograr tener un Dios benévolo conmigo pecador?»; «¿cómo alcanzar mi justificación ante él?».

A nuestros contemporáneos, más preocupados por la justicia interhumana que por la justificación ante Dios, quizá les parezca extraño que esa experiencia de Lutero fuera la matriz de la Reforma protestante y haya determinado la historia de Europa hasta hoy mismo. No fue una experiencia baladí, sino el descubrimiento de que el individuo no se sostiene por sí solo, no llega a su paz interior y a verdadera libertad por el propio esfuerzo, sino desde el otro, en este caso desde el Otro benévolo que es Dios. Con ello está viviendo lo que Hegel y el pensamiento personalista de siglos siguientes han afirmado sobre el «reconocimiento» y «aceptación» por el otro para ser sí mismo. Este es el sustrato antropológico de la cuestión teológica, el mismo en el siglo XXI que en el siglo XVI.

Lutero redescubre afirmaciones esenciales de san Pablo: que el pecado es un poder objetivo; que antes que una realidad moral o legal es una realidad teológica, que consiste en no querer que haya Dios, en negar su realidad manifiesta a la conciencia, en reclamar soberanía sobre el bien y el mal. El pecado existe, y nadie puede superarlo con sus fuerzas ni perdonarse a sí mismo. El descubrimiento que él llama «experiencia en la torre» es que en el Nuevo Testamento la justicia de Dios no es la justicia activa que exige de nosotros, sino la justicia que nosotros recibimos de él, con la que nos justifica y libera. Él describe así tal descubrimiento: «Me sentí entonces un hombre renacido y vi que me había franqueado las puertas del paraíso. La Escritura entera me apareció con cara nueva».

En este contexto surge la polémica con Erasmo sobre la libertad del hombre. A la respuesta optimista del nuevo humanismo expresada por él en «Sobre el libre albedrío», responde Lutero con su «Sobre el albedrío esclavo». Una obra de esos primeros años, «Sobre la libertad del cristiano» (1520), es una bella exposición de esta experiencia tanto del abismo de la libertad esclavizada por el pecado como del abismo de la justificación ofrecida por Dios. Se abre con estas palabras: «El cristiano es un hombre libre, señor de todo y no sometido a nadie. El cristiano es un siervo, al servicio de todo y a todos sometido». Muestra cómo entre Cristo y el cristiano se da un bello intercambio: él se reviste de nuestros pecados y nosotros nos revestimos de su santidad, concluyendo con estas palabras: «De todo lo dicho se concluye que un cristiano no vive en sí mismo, vive en Cristo y en su prójimo: en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor».

Esta comprensión está en el origen de la Reforma y funda la genialidad del Lutero todavía católico. Luego, a partir de 1525, vendrán las innovadoras propuestas de reforma, los escritos polémicos, con fórmulas brutales, tanto en sus libros como en las «Charlas de sobremesa». Vendrán la agresión obsesiva contra el Papa y, sobre todo, la negación de elementos constituyentes del cristianismo, como el valor de la tradición, la sucesión apostólica y el ministerio ordenado, la relación entre Iglesia y Biblia, la afirmación absolutizada del individuo frente a la autoridad eclesial; el rechazo de las mediaciones para reclamar una relación inmediata con Dios, la legitimidad de la vida religiosa… A la vez, la absolutización ilegítima de elementos en su raíz católicos con exclusión de otros que también lo son, como la primacía absoluta de la gracia sobre las obras (sola gratia), de la Escritura sobre la Iglesia (sola Scriptura), de la confianza en Dios sobre la pretensión del hombre (sola fide). P. Tillich comprende el «principio protestante» como el rechazo de todo intermediario necesario entre Dios y el creyente, incluyendo en esto la negación de cualquier autoridad atribuida tanto a la Iglesia como a la Biblia. Ante Dios queda el hombre solo con su sola conciencia receptiva ante la acción del Espíritu Santo.

El cardenal Cayetano, tras el diálogo en la dieta de Augsburgo de 1518, dirá que en Lutero ya no se trata de una reforma de la Iglesia, sino de otra iglesia. Tal es la conexión y tales son los límites que separan a Lutero del catolicismo. A la vez que eliminar todos los obstáculos históricos del pasado y del presente, que dificultan la unión entre católicos y protestantes, tenemos que repensar estas cuestiones de fondo, porque la comunión incluye la verdad, que es anterior y superior a unos y otros. No podemos decir que estamos ya en la época de la «posverdad» en la que importan solo los deseos y las intenciones.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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