Mártires

Mártir es, en la historia del cristianismo, una palabra muy seria. No es sin más equivalente a héroe o a víctima, aunque a menudo los mártires hayan sido también ambas cosas. Significa originariamente en griego testigo, el que da testimonio. El libro del Apocalipsis lo aplica Jesucristo: le llama 'el mártir -testigo- digno de fe y verdadero' (Apoc 3,14). En efecto, Jesucristo es el testigo del amor de Dios al hombre, sobre todo en la cruz, donde también da testimonio de la verdad de su palabra: no he venido a condenar, sino a salvar. San Lucas afirma que el propio Señor se despide de sus discípulos diciéndoles: 'vosotros seréis mis testigos -mártires- hasta el confín de la tierra' (Hech 1,8). Desde el principio, la Iglesia otorgó ese hermoso título a los que morían inocentemente en las persecuciones que sufrió, a veces por parte de autoridades civiles. Se recogieron y veneraron sus reliquias, se les otorgó un puesto de honor en la iconografía, en la memoria, en la liturgia y, sobre todo, en el corazón de los creyentes. Es lógico y humano, y siempre lo seguiremos haciendo así. No va contra nadie, es afirmación; es orgullo del bueno, no hay nada de odio en ello. Uno de los que ahora vamos a celebrar le escribió a su hermano cuando le hicieron saber su condena: «'véngate' de ellos a nuestro estilo: perdónales de corazón, y hazles todo el bien que puedas y reza por ellos».

Son casi quinientos los ahora beatificados, de los aproximadamente diez mil de los que consta que fueron asesinados exclusivamente por su condición religiosa. Sus respectivas 'causas' han sido estudiadas desde hace muchos años con detalle: testigos, actas, papeles, circunstancias, vida anterior... Todo está al alcance de los estudiosos o de cualquiera que adquiera el libro que recoge el resumen de la exhaustiva investigación realizada. No eran combatientes ni militantes políticos, no incitaron a nadie al combate ni a la rebelión, no realizaron ni participaron en ningún acto contra la República, no amenazaron a nadie ni se resistieron con violencia (de muchos de ellos quedaron testimonios explícitos de perdón a sus asesinos), no eran activistas, ni 'ricos opresores'. No eran ni siquiera unos 'conocidos' contra los que sus asesinos tuvieran un rencor particular. Y a la vez, tampoco puede decirse que murieran casualmente, accidentalmente o por error. Fueron asesinados -muchas veces de modo humillante o especialmente cruel- simplemente por lo que eran, religiosos o católicos practicantes, por odio a lo religioso o, más específicamente, a la Iglesia. Precisamente se aduce en ocasiones, a modo de atenuante, que los verdugos pensaban que aquellos pobres frailes o monjas o militantes de Acción Católica representaban de alguna manera a la Iglesia, y, por ende, la España derechista que había que derrotar o incluso eliminar. Pero eso más que excusar les acusa. ¿Qué o quién llevó a esos 'incontrolados' a confundir de tal manera las cosas, a exacerbar ese odio? ¿Sería justificable en un conflicto, en cualquier caso, asesinar a inocentes porque pertenecen sociológicamente a uno de los bandos enfrentados? La realidad, además, es que fueron buscados, perseguidos con una intención determinada e ideológica de hacer desaparecer la Iglesia físicamente: «España ha superado en mucho la obra de los soviets, por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada», se cuenta que dijo con orgullo un representante español en un congreso en Moscú.

También se suele decir piadosamente que se trató una reacción popular contra el apoyo de la Iglesia a la sublevación militar de julio del 36. Yo no me dedico a la Historia, pero aunque está bien buscar atenuantes a las cosas terribles ('perdónales, porque no saben lo que hacen'), no conviene deformar la verdad. Ese apoyo fue más bien tardío respecto a la mayor parte de los asesinatos, saqueos e incendios, que comenzaron antes de la guerra. Andrea Riccardi, nada sospechoso de connivencia intelectual con lo que representó el franquismo, escribe en 'El siglo de los mártires' (Milán, 2000): «La escalada de los asesinatos fue impresionante: desde el 18 de julio hasta el final de ese mes, las víctimas del clero ascendieron a 861; en agosto, a 2.007, con una media de sesenta muertes al día. En otoño los asesinatos continuaron y a principios de 1937 disminuyeron (...) En ese contexto los obispos decidieron firmar la carta colectiva publicada en 1 de julio de 1937 en que los prelados denunciaban la persecución sufrida y se manifestaban abiertamente partidarios de los 'nacionales'». «La verdad -afirma el Cardenal Tarancón- es que la gran matanza se realizó cuando la Iglesia no se había definido, en ningún momento, por alguno de los dos bandos. Extrañamente todos aquellos muertos suelen atribuirse a la famosa carta colectiva, pero lo cierto fue lo contrario: la carta, de hecho, detuvo prácticamente la sangría (...), en realidad fue la consecuencia de aquellas muertes y no al contrario». No se trató de un movimiento espontáneo o popular. Toda la documentación apunta más bien a que -como la mayoría los mártires del siglo XX- murieron por un odio ideológico sembrado profusamente, cultivado y usado intencionadamente en muchas ocasiones. Reconocerlo no es malo, sobre todo cuando el recuerdo y la reparación no se hace desde la reivindicación, sino desde la disposición al perdón.

Hay quien ha afirmado que no es el momento oportuno, porque puede parecer una contraprogramación a determinadas iniciativas del Gobierno. Pero lo cierto es que el proceso ha seguido su curso normal desde hace mucho tiempo, al margen de los eventos políticos. ¿Habría que esperar acaso a que gobierne la oposición? Se ha retrasado de hecho durante mucho tiempo, posiblemente por prudencia: han pasado dos generaciones, se ha dejado pasar el franquismo e incluso la Transición, las primeras alternancias políticas, todo para evitar confusiones. Pero ha llegado el momento, antes de que desaparezcan los testimonios y parientes y amigos más inmediatos de aquellos hombres y mujeres humildes y desconocidos que son sin embargo la gloria de la Iglesia. (También posiblemente algunos de los responsables de aquellos terribles hechos, que puedan sentirse perdonados por sus víctimas). Yo pienso que lo que no es oportuno ni justo es ocultar a los mártires: no se enciende una luz para ponerla bajo un celemín. La beatificación de los mártires del Siglo XX es inquietante e incómoda, porque muestra hasta dónde pudieron llegar la ideologías. También para nosotros, los católicos más bien acomodaticios del Siglo XXI, es inquietante. Pero es una inquietud saludable, por cuanto que nos pone en guardia frente a lo que C.S.Lewis llamó la abolición del hombre, el desprecio por la trascendencia de la persona. En realidad debería ser para todos un motivo de enhorabuena, para cualquier persona amante de la verdad y de la paz, porque nos muestran que hay gente que ha sabido soportar el dolor con humilde y pacífica valentía.

Jorge Peñacoba