Martorell no es una casualidad

Por Cayetana Alvarez de Toledo, historiadora y directora del Gabinete del secretario general del PP (EL MUNDO, 12/10/06):

«Bienvenida a la Cataluña civilizada y democrática del siglo XXI». El mensaje de texto se coló entre las decenas de llamadas que fuimos recibiendo a lo largo de la noche. La ironía, después de tanta angustia y tensión, resultaba balsámica. He escrito muchas veces, bajo la luz de neón de una redacción reconfortante por familiar, sobre la política catalana, la hegemonía del nacionalismo, el retroceso de las libertades y la necesidad de una profunda regeneración democrática en Cataluña y también en España. La última vez fue el pasado domingo, en respuesta a una carta de Luis María Anson. Sin embargo, hasta ahora no había sido verdaderamente consciente de la gravedad de la situación.

Lo primero que nos sacudió al llegar al centro de Martorell fue el ruido. El ruido áspero y estridente de las cacerolas, los pitidos, los insultos y los gritos. Era un grupo de 40 o 50 individuos agolpados a las puertas del centro cívico en el que iba a tener lugar el mitin. Desde el coche, no alcanzamos a ver que llevaban huevos, piedras y palos, ni que las medidas de seguridad se limitaban a un puñado de guardias civiles, que formaban un cordón verde y frágil junto a la puerta. Poco pudieron hacer: fuimos zarandeados, empujados y agredidos. Dos hombres mayores, que osaron preguntar a los energúmenos qué estaban haciendo, fueron arrojados violentamente al suelo.

Dentro, el ambiente era eléctrico. Unos 200 militantes del PP habían conseguido penetrar el muro del fanatismo y la intolerancia para escuchar a Piqué y Acebes. Al verles, sentados ordenadamente en sus asientos, con las miradas expectantes y el ánimo firme, no pude más que trazar un paralelismo con la dolorosa y solitaria batalla por la libertad en el País Vasco. Hombres y mujeres heroicos que desafían las amenazas, las agresiones y, lo que es aún peor, la dictadura del silencio para defender unos determinados principios, un determinado modelo de sociedad.

Mientras Piqué les contaba el proyecto del PP para Cataluña y Acebes les animaba a seguir luchando por la libertad, fuera del local el número de violentos iba en aumento. Entre ellos había miembros de las mismas Juventudes Socialistas que elevaron al payaso Rubianes a los altares del martirologio catalanista. El ruido se había hecho ensordecedor y el jefe de la unidad de la Guardia Civil nos advirtió que no estaba en condiciones de garantizar nuestra seguridad: eran muchos -90 o 100-, muy agresivos y estaban organizados. De momento, no podríamos salir.

Asomé la cabeza por la puerta de cristal y entre la horda aullante pude ver a dos niños de la misma edad que los del anuncio perverso de las selecciones nacionales: tenían los ojos negros, el gesto desencajado y gritaban: «¡fascistas!». No olvidaré sus rostros: víctimas propiciatorias de una política de adoctrinamiento en el odio.

Estuvimos casi una hora secuestrados en el pabellón, cada vez más agobiante, cada vez más caluroso. Algún asistente sugirió abandonar el recinto por la puerta de atrás. Pero al final se decidió que de ninguna manera, que saldríamos por la puerta principal. De pronto, de manera espontánea y con una fuerza visceral, la gente empezó a corear: «¡Libertad, libertad, libertad!». Nunca había visto nada igual. ¿Cómo es posible una escena así en la España próspera y desinhibida de 2006?

Me invadió una mezcla de tristeza e indignación. Por primera vez, sentí el golpe gélido de la ausencia de libertad. Y sentí también miedo físico, una sensación terrible de desprotección. Mientras nos preparábamos para salir, en una improvisada cápsula humana que no tardó más de dos segundos y tres empujones en desintegrarse, pensé: ¿Pero, dónde está el Estado? ¿Dónde está el máximo responsable de velar por los derechos y la seguridad de todos los ciudadanos? No estaba lejos. También estaba en Cataluña, en Sabadell. Mientras nosotros corríamos bajo una lluvia de piedras e insultos, él se jactaba ante los suyos de encontrarse «cómodo en Cataluña, no como otro dirigentes...»

La frase de Zapatero no es casual. Como tampoco es fortuito que no haya condenado ni el acoso a las sedes del PP el 13-M ni las múltiples agresiones que han sufrido sus militantes y dirigentes a lo largo de los últimos años. El secuestro de Martorell es la consecuencia directa de dos años y medio de una política encaminada a expulsar al Partido Popular de la vida pública española. Es verdad que el terreno estaba abonado, al menos en Cataluña. Veintitrés años de pujolismo sirvieron para cohesionar a la sociedad catalana en torno a unos mitos inflados a base de subvenciones y a unos recelos hábil e irresponsablemente manipulados. Sin embargo, el salto cualitativo en este proceso de involución democrática se ha producido bajo la mirada no sólo condescendiente sino abiertamente instigadora del presidente del Gobierno.

Desde que llegó el poder, Zapatero se ha dedicado de manera sistemática a arrinconar y aislar al Partido Popular. El todos contra el PP ha sido la consigna que ha informado todos sus comportamientos y decisiones. Desde la ruptura de los grandes consensos y pactos de Estado, empezando por el pacto antiterrorista y el pacto constitucional, hasta la reapertura de las fosas literales y metafóricas de la Guerra Civil. Es como si Zapatero suscribiera aquella increíble reflexión de Juan Luis Cebrián, recogida en el libro El futuro no es lo que era, que se publicó en plena mayoría absoluta de Aznar: «La sensación que percibo es que los del PP están felices porque son la derecha de siempre, la que colaboró con la dictadura decididamente porque la engendró, pero encima, legitimada democráticamente. De algún modo es como si Franco se hubiera presentado a las elecciones y las hubiera ganado. Podemos ponerle a esto todos los matices que queramos, pero me parece que está claro lo que quiero decir».

En el caso de Zapatero, las dudas lanzadas sobre la legitimidad democrática del PP responden a un interés electoral muy concreto, que le ha llevado a su vez a pactar con los nacionalistas a cualquier precio. Todo ha valido y todo seguirá valiendo con tal de que el Partido Popular no vuelva a gobernar. Incluido el sacrificio de la soberanía nacional con el reconocimiento de la nación catalana y entregar a ETA el derecho a decidir el futuro del País Vasco, de Navarra y del conjunto de España en una mesa extraparlamentaria, que a partir de ahora deberíamos llamar la mesa de la rendición.

El resultado está a la vista de todos: el Camp Nou se convierte en el escenario de un aquelarre de odio a España en presencia de los supuestamente razonables y conciliadores Maragall y Artur Mas. Y 200 militantes del principal partido de la oposición son retenidos durante más de una hora por una banda de independentistas -y socialistas- desquiciados. La política de cesión ante el nacionalismo no ha resuelto, ni siquiera atenuado, el viejo problema de la convivencia en España: lo ha multiplicado por mil. Hoy hay más separatismo, más intolerancia y más radicalidad que hace tres años. Hoy España está más dividida, es menos democrática y tiene menos libertad.

Ante este panorama sombrío, sólo caben dos opciones: desistir o seguir luchando. Después de pasar una noche de acoso y tensión junto a la heroica militancia del PP de Martorell, yo tengo clara cuál es nuestra responsabilidad política y moral. Y creo saber también lo que el Partido Popular no va a hacer. El PP no se va a dejar amedrentar. El PP no va a pasar por el aro. El PP no va a aceptar la censura que le imponen quienes reparten carnés de demócratas pero no entienden nada de libertad. No se va a rendir. Va a seguir dando la cara. Va a seguir reclamando el derecho de todos y cada uno de los ciudadanos españoles a vivir y expresarse en libertad. Porque eso es lo que distingue a una democracia de un régimen totalitario.