Más allá de Barcelona

Tras haber llorado inconsolablemente, reafirmado que no tenemos miedo y no nos cambiarán, comprobado que son unos jóvenes macabramente chapuceros, reiterado que no hay atajos fuera del Estado de derecho para responder a la amenaza, parecería que por fin estamos dispuestos a cambiar. Pero pasada la humana descarga sentimental que provoca un golpe tan brutal como del pasado día 17 —acompañada desde el fatídico 11-S de repetidas proclamas de cada país occidental golpeado sobre unidad inquebrantable y asunción de lecciones aprendidas—, la cruda realidad nos hace dudar sobre la voluntad real de modificar las pautas de comportamiento que definen tanto nuestras políticas exteriores como interiores. Y eso aun sabiendo que mantenerlas ya no solo no garantizan la defensa de nuestros intereses sino que, peor aún, crean nuevos problemas que nos convierten directamente en objetivos de los yihadistas.

En el plano exterior sabemos que existe un generalizado sentimiento antioccidental en el mundo árabo-musulmán, ganado a pulso no solo por una colonización y descolonización depredatorias, sino por un estructural apoyo hasta hoy a violadores sistemáticos de derechos humanos, sátrapas y golpistas (sirvan Egipto y Arabia Saudí como meras muestras), insensibles a las demandas de poblaciones extremadamente jóvenes y sin expectativas de una vida digna. Y, sin embargo, seguimos creyendo innecesario alterar el rumbo, siendo más coherentes entre los valores y principios que decimos defender y la política real que practicamos (que incluye venderles armas irresponsablemente, violar el derecho internacional y mirar para otro lado cuando otros lo quebrantan y dejar en la estacada a una ciudadanía que se levanta pacíficamente contra sus gobiernos ilegítimos).

Atrapados en una anacrónica defensa a ultranza de un statu quo que durante décadas nos ha sido ventajoso, tampoco tenemos reparo en practicar un intervencionismo militarista que, como reacción, ha potenciado un yihadismo de alcance global. Incluso, con una alarmante visión cortoplacista, hemos alimentando directamente el fuego de la violencia (llámense muyahidines, Sadam Husein o talibanes) cuando lo hemos considerado oportuno.

Sin replantear esa visión, entendiendo que el desarrollo y la seguridad de quienes nos rodean están indisolublemente ligados a nuestro desarrollo y seguridad, estamos condenados a sufrir las consecuencias. Y eso exige, desde una plataforma que como mínimo tiene que ser europea, atender a las necesidades básicas de esas poblaciones, potenciar la emergencia de la sociedad civil, aplicar esquemas de comercio realmente justo y, por supuesto, apostar por gobiernos comprometidos con los derechos humanos y la democracia.

En el plano interior no son menores los desafíos, dado que el problema ya lo tenemos en casa. Es tan obvio que no existe una fórmula mágica de validez universal, como que ningún país ha resuelto satisfactoriamente el reto de la integración plena de personas distintas en su territorio. Pero resulta insostenible seguir anclados en esquemas que se basan en el uso o la costumbre (“aquí siempre se ha hecho así”), en lugar de entender que solo los derechos humanos sirven como base común de convivencia (lo que supone asumir realmente la regla de derechos y deberes iguales para todos). Para hacernos una idea de la tarea a realizar basta con pensar en las posibilidades que tiene hoy un joven con apellido árabe para encontrar empleo, si en su identificación figura que es vecino del barrio bruselense de Molenbeek o del ceutí de El Príncipe.

El sentimiento de marginación y exclusión, tanto social como política o económica, es el motor más potente de radicalización. Solo un esfuerzo sostenido de integración —con medidas educativas, sociales, políticas y económicas— puede reducir el riesgo de que haya individuos que, viviendo entre nosotros, terminen apostando por la violencia yihadista. A eso se añade la necesidad de una pedagogía política que no caiga en la tentación de sobredimensionar la gravedad de la amenaza (ni es existencial, ni somos los principales amenazados por el yihadismo), alimentando irreflexiblemente una islamofobia contraproducente (necesitamos voces islámicas para luchar contra los radicales y los violentos).

Por último, también parece llegada la hora de llevar a la práctica ese tan cacareado como incumplido compromiso de unir fuerzas a escala internacional y en el ámbito interno tanto en el terreno policial, como en el de la información, la inteligencia y la judicatura. Bastante se ha avanzado si miramos atrás, pero queda aún mucho camino para superar tanto el corporativismo rancio como el nacionalismo estrecho que se traduce en ventajas para los terroristas.

Salvo que prefiramos seguir quemándonos en el fuego que nosotros mismos alimentamos, ya está bien de más de lo mismo.

Jesús A. Núñez Villaverde, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).

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