Nosotros, la especie humana, hemos llegado a un momento en el que hay que tomar una decisión. Imaginar que podamos realizar una elección consciente como tal especie es algo que no tiene precedentes, que incluso nos resulta risible, pero ése es, sin embargo, el problema que se nos plantea. Nuestro hogar, la Tierra, está en peligro. Lo que corre el riesgo de ser destruido no es el planeta como tal, sino las condiciones que lo han hecho habitable para los seres humanos. Sin darnos cuenta de las consecuencias de lo que hacemos, hemos empezado a arrojar tal cantidad de dióxido de carbono en la delgada capa de aire que rodea nuestro mundo que literalmente hemos modificado el equilibrio calórico entre la Tierra y el Sol. Si no dejamos de hacerlo, y sin pérdida de tiempo, la temperatura media del planeta se incrementará hasta niveles que el ser humano no ha conocido jamás y pondrá fin al favorable equilibrio climático del que depende nuestra civilización.
En los últimos 150 años, en un frenesí acelerado, hemos estado extrayendo de la tierra cantidades cada vez mayores de carbono (principalmente en forma de carbón y petróleo) y las hemos ido quemando por diversos procedimientos que cada 24 horas arrojan a la atmósfera unos 70 millones de toneladas de dióxido de carbono. La concentración de este gas (que nunca había superado las 300 partes por millón durante el último millón de años como mínimo) ha pasado de las 280 partes por millón en los albores de la utilización intensiva del carbón a las 383 partes por millón en este año
Como consecuencia directa de ello, muchos científicos han lanzado ahora la advertencia de que nos estamos acercando a varios «puntos críticos» que, en un plazo de diez años, podrían hacer imposible que evitáramos un daño irrecuperable a la habitabilidad del planeta para la civilización.
En los últimos meses, diversos estudios han demostrado que el casquete de hielo del Polo Norte, que ayuda a que el planeta se enfríe por sí mismo, se está fundiendo a un ritmo casi tres veces mayor de lo que predecían las simulaciones informáticas más pesimistas. Si no hacemos algo, el hielo [del Polo Norte] podría desaparecer por completo durante los veranos en un plazo de tan sólo 35 años. De manera semejante, en el otro extremo del planeta, en las proximidades del Polo Sur, los científicos han descubierto nuevas pruebas de que, en la zona occidental de la Antártida, se está fundiendo la nieve en una extensión tan vasta como toda California.
Ésta no es una cuestión política, es una cuestión moral, que afecta a la supervivencia de la civilización. No es una cuestión de izquierdas contra derechas; es una cuestión de lo que está bien frente a lo que está mal. Por decirlo con pocas palabras, está mal destruir la habitabilidad de nuestro planeta y arruinar las perspectivas de todas las generaciones que vengan después de la nuestra.
El 21 de septiembre del año 1987, el presidente Ronald Reagan dijo que «en nuestra obsesión con los antagonismos del momento, tendemos a olvidar con frecuencia tantas y tantas cosas que unen a todos los integrantes de la humanidad. Quizás necesitemos algo exterior a nosotros, una amenaza a todo el universo, para que reconozcamos este vínculo que tenemos en común. A veces pienso en lo rápido que se desvanecerían nuestras diferencias si tuviéramos que hacer frente a una amenaza alienígena procedente de fuera de este mundo». En estos momentos tenemos que hacer frente a una amenaza universal, todos nosotros. Aunque no procede de fuera de este mundo, tiene sin embargo una dimensión de proporciones cósmicas.
Véase la siguiente descripción de dos planteas. La Tierra y Venus son prácticamente del mismo tamaño y tienen prácticamente la misma cantidad de carbono. La diferencia es que la mayor parte del carbono de la Tierra está bajo el suelo, tras haberse depositado ahí bajo diferentes formas de vida a lo largo de los últimos 600 millones de años, y la mayor parte del carbono de Venus se encuentra en la atmósfera. Como consecuencia de ello, la temperatura media de la Tierra es de unos agradables 15 grados centígrados y la temperatura media de Venus es de 460 grados centígrados. Ciertamente, Venus está más cerca del Sol que nosotros, pero lo que falla no es nuestra estrella; de hecho, Venus es por término medio tres veces más caliente que Mercurio, que está mucho más cerca del Sol. El problema está en el dióxido de carbono. Esta amenaza exige que nos unamos en reconocimiento del vínculo que tenemos en común, por utilizar la frase de Reagan.
El sábado que viene, el concierto Live Earth [La Tierra en vivo], que se desarrollará en los siete continentes, recabará la atención de la humanidad para poner en marcha una campaña de tres años con el objetivo de conseguir que todos y cada uno de los habitantes de nuestro planeta tomen conciencia de cómo podemos resolver la crisis climática con tiempo para evitar la catástrofe. Cada persona ha de ser parte de la solución. En palabras de Buckminster Fuller, «si el éxito o el fracaso de este planeta y de los seres humanos dependieran de lo que soy y lo que hago, ¿cómo sería yo? ¿Qué haría?». Live Earth dará una respuesta a esta pregunta al emplazar a todos aquellos que asistan a los conciertos, y a los que los escuchen, a que firmen un compromiso personal de que adoptarán medidas específicas para combatir el cambio de clima (los demás detalles sobre el compromiso pueden consultarse en algore.com).
Ahora bien, las acciones individuales tendrán también que condicionar y estimular las acciones de los gobiernos. Los norteamericanos tenemos en este punto una responsabilidad especial. A lo largo de la mayor parte de nuestra corta historia, los Estados Unidos y los propios norteamericanos han sido un ejemplo de comportamiento ético para el mundo entero. Hechos como la adopción de la Declaración de Derechos, la proclamación de la democracia en la Constitución, la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, el derrocamiento del comunismo y la llegada a la Luna han sido consecuencia de ese ejemplo moral de los norteamericanos. Una vez más, los norteamericanos debemos aparecer unidos y obligar a nuestro Gobierno a hacer frente a un problema a escala mundial. El ejemplo norteamericano es una condición necesaria para el éxito.
Con esta finalidad, deberíamos exigir que los Estados Unidos se adhirieran en un plazo máximo de dos años a partir de ahora a un tratado internacional que reduzca la contaminación culpable del recalentamiento del planeta en un 90% en los países desarrollados y en más de la mitad en el resto del mundo para que la próxima generación herede una Tierra que goce de buena salud.
Este tratado marcaría un nuevo hito. Yo estoy orgulloso de mi papel desde el Gobierno Clinton en la negociación del protocolo de Kioto. Sin embargo, creo que el protocolo ha recibido tal cantidad de críticas en los Estados Unidos que posiblemente no pueda ser ratificado en este país, en la línea de lo que le ocurrió al Gobierno Carter, que se vio imposibilitado de ratificar la ampliación de un tratado de limitación de armas estratégicas en 1979. Además, pronto van a empezar las negociaciones en torno a un tratado más estricto sobre el clima.
Así pues, de la misma manera que el presidente Reagan modificó y bautizó incluso con otro nombre el acuerdo SALT [Strategic Arms Limitation Talks, o Conversaciones sobre la Limitación de Armas Estratégicas], al que se llamó Start, tras reconocer su necesidad tiempo después, nuestro próximo presidente debe centrarse de manera inmediata en conseguir rápidamente un nuevo pacto sobre el cambio climático, incluso más estricto. Deberíamos ponernos como objetivo tener terminado este tratado mundial a finales de 2009, en lugar de esperar hasta el año 2012, que es lo que en estos momentos está planteado.
Si los Estados Unidos tuvieran ya en vigor a principios del año 2009 un plan nacional de reducción de la contaminación causante del recalentamiento del planeta, no me cabe duda de que, cuando fijáramos a la industria unos objetivos y le facilitáramos unos instrumentos y la flexibilidad necesaria para reducir de forma clara las emisiones de dióxido de carbono, podríamos cerrar un nuevo tratado y ratificarlo sin pérdida de tiempo. A fin de cuentas, se trata de una situación de urgencia a escala planetaria.
Un tratado nuevo supondrá, por supuesto, compromisos diferentes; a los países se les pedirá que cumplan requisitos diferentes basados en su cuota histórica o en su contribución al problema, así como a la capacidad de cada uno de soportar el peso del cambio. Este precedente está adecuadamente establecido en la legislación internacional y no hay otra forma de acometerlo.
Habrá todavía quienes pretendan desvirtuar este precedente y recurrir a la xenofobia o a argumentos étnicos para sostener que todos los países deberían someterse a las mismas pautas. Ahora bien, ¿tendrían que soportar la misma carga que los Estados Unidos países con una quinta parte de nuestro PIB, es decir, países que no han contribuido prácticamente en nada en el pasado a la generación de esta crisis? ¿Tanto miedo tenemos a esta crisis que no vamos a ser capaces de dar ejemplo? Nuestros hijos tienen derecho a exigirnos que cumplamos con unas normas más exigentes cuando lo que está pendiendo de ese equilibrio es su futuro, de hecho, el futuro de toda la civilización. Se merecen algo mejor que un Gobierno que censura las pruebas científicas más incontrovertibles y que acosa a los científicos honestos que tratan de ponernos en guardia ante la catástrofe que nos amenaza. Se merecen algo mejor que unos políticos que se cruzan de brazos y que no hacen nada por afrontar el problema más descomunal que la humanidad haya tenido que afrontar en toda su historia, aun a pesar de que tengamos ya el problema encima.
Deberíamos centrarnos más bien en las oportunidades que trae consigo este problema. Con toda seguridad, habrá más puestos de trabajo y nuevas oportunidades de beneficios en cuanto las empresas se pongan en marcha de manera decidida para aprovechar las enormes oportunidades económicas que se ofrecen en un futuro de energías limpias. En todo caso, todavía se puede ganar algo aún más precioso si hacemos lo que tenemos que hacer. La crisis climática nos ofrece la oportunidad de experimentar lo que muy pocas generaciones en la historia han tenido el privilegio de experimentar: una misión generacional; un objetivo moral apasionante; una causa compartida y la emoción de sentirnos forzados por las circunstancias a dejar de lado las mezquindades y los conflictos de la política y a hacer frente a un reto genuinamente moral y espiritual.
Al Gore, ex vicepresidente de Estados Unidos desde 1993 a 2001, es presidente de la organización Alliance for Climate Protection (Alianza para la Protección del Clima), autor de varias obras, la más reciente de ellas The Assault on Reason (Asalto a la razón), y, desde ayer, Premio Nobel de la Paz.