Más allá de la genética (no se asusten)

Cuando miramos dos niños gemelos, nos parecen iguales. Fotocopias. El mismo material genético. Pero no lo son. Incluso de pequeños sus padres nos pueden decir que no son idénticos. Y después todavía pueden alejarse más: a lo largo de sus vidas pueden desarrollar caracteres diferentes, aspectos distintos y sufrir enfermedades no relacionadas. ¿Cómo es posible, si tienen el mismo ADN? Porque el ADN no lo es todo. Nuestro genoma (heredado de la madre y el padre) nos da la impronta para ser y actuar de una determinada manera en el momento de nacer, pero son nuestros actos posteriores y el ambiente donde vivimos los que nos acaban dando nuestra personalidad, apariencia y trastornos de la salud. ¿Cómo se explica esto a nivel bioquímico o médico? En parte, por una disciplina denominada epigenética.

La epigenética («por encima de la genética») se encarga de regular la actividad del genoma. Pone un grupo químico (-metilo, -acetil, -fosfato, etcétera) aquí y allá para apagar o encender aquel gen o su vecino. Este sistema de interruptores moleculares hace que una neurona libere señales para la sinapsis, que una célula del corazón lata o que nuestra lengua pruebe los sabores: porque todas esas células tienen el mismo genoma, pero su epigenoma es distinto. Podemos imaginarlo como si muchas personas que compran el mismo ordenador después instalan sistemas operativos y programas diferentes. La epigenética sana también es la responsable de inactivar los parásitos moleculares que llevan viviendo en nuestro genoma tras muchos y muchos años de evolución. La epigenética también actúa de mediadora entre los sexos, y eso lo ejerce de dos maneras. Una, inactivando un cromosoma X de las mujeres para equilibrar el exceso de un cromosoma X en ellas o el defecto de faltarles un cromosoma X a los hombres: así, hombres y mujeres se quedan con un solo cromosoma X activo, y todos tan contentos. Dos, mediando en la impronta genética que permite selectivamente expresar genes paternos (que quieren reproducirse mucho) o maternos (que quieren tener menos hijos). La eterna lucha de los sexos, pero a nivel molecular.

Los animales clonados nos muestran uno de los otros ejemplos del poder de la epigenética. Cuando se clona un ser vivo, somos capaces de transferir muy bien su secuencia genética (GCGATCGTACTGCA¿), pero no su regulación epigenética. Por eso los animales clonados no son idénticos a los originales. Dolly, el mamífero clonado más famoso, era una oveja que no era igual a su madre: tenía diabetes, obesidad y artritis a una edad temprana. Y estas enfermedades eran debidas a defectos epigenéticos como los de la impronta mencionada anteriormente. En la bonita California, si se muere tu perro o tu gato hay compañías que te lo devuelven a partir del ADN del animal doméstico añorado. Pero el perrito o el minino que se recibe en casa no es el mismo, sus antiguos amos no lo reconocen como su perro o gato desaparecido y lo devuelven. ¿Por qué? Porque le faltan las marcas epigenéticas que se habían establecido en el animal original. Otra espectacular y a la vez polémica cuestión es la existencia de una herencia epigenética. Si bien es evidente que heredamos un programa epigenético que nos define como especie (igual que lo hace nuestro genoma) y permite la expresión específica de los genes según los tejidos y las etapas de la vida, una cuestión diferente es la herencia de los caracteres adquiridos. El científico Jean-Baptiste Lamarck, entre otras ideas más aceptadas, propuso este último punto. Las jirafas que estiran más el cuello para llegar a las hojas altas de los árboles acaban generando jirafas con los cuellos más largos. No es el caso. Ahora bien, ¿y si una alteración química adquirida, no genética, afectase a las células germinales, espermatozoos y oocitos? Entonces sí podría heredarse. La epigenética aporta un caso paradigmático: ¡un ratón llamado Agouti cuya piel cambia de color en función de si su dieta contiene más o menos grupos químicos metilos, lo que también cambia el color de la piel de su descendencia! ¿Se lo imaginan en humanos?

Si la epigenética es maravillosa cuando está sana, cuando se altera se producen enfermedades graves como el cáncer y trastornos neurológicos y cardiovasculares. Querría mencionar especialmente el síndrome de Rett. Son niñas que ven apagarse su desarrollo neurológico porque tienen dañado el gen MECP2, un imán que debería regular el epigenoma y que no puede hacerlo. La Associació Catalana de la Síndrome de Rett, con héroes anónimos como Jordi Sierra, Paco Juan, Albert Falgueras e Ignacio Canós desde Valencia, apoya y aconseja sobre esta enfermedad. La investigación de las enfermedades raras, como hizo últimamente el maratón de TV-3, debe ser apoyada públicamente, y hay que asegurar el futuro de esas personas cuando sus cuidadores primarios ya no estén. Pero de eso ya hablaré otro día.

Manel Esteller, médico. Institut d'Investigació Biomèdica de Bellvitge.

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