Más allá de la mortalidad del COVID-19: veamos a quienes sobreviven pero no se recuperan del todo

La sala de emergencias del Hospital St. Joseph en Yonkers, Nueva York, el 20 de abril de 2020. (AP Photo/John Minchillo)
La sala de emergencias del Hospital St. Joseph en Yonkers, Nueva York, el 20 de abril de 2020. (AP Photo/John Minchillo)

Durante los primeros meses de la pandemia del coronavirus, Estados Unidos se convirtió en un país de ermitaños y epidemiólogos aficionados. Los primeros se prepararon para lo peor; los segundos, desesperados, trataron de evaluar el peligro del que nos escondíamos. Entre los cursos sobre cómo preparar masa madre y las reuniones de Zoom, se redactaron y defendieron tesis doctorales en Twitter que trataban de precisar la “tasa de mortalidad por infección”: el porcentaje de personas infectadas, incluidos los pacientes sin diagnóstico, que morían por COVID-19.

Durante los primeros días, las estimaciones más positivas oscilaban entre 3% y 0.1%. Sin embargo, a medida que surgía más información, se redujeron las estimaciones razonables y ahora parecen estar en el rango de 0.5 a 1%.

Pero los datos han dejado algo claro: nos estamos centrando demasiado en las tasas de mortalidad y no lo suficiente en las personas que no mueren pero que tampoco se recuperan del todo.

Abundan los informes no oficiales de estas personas. Al menos siete atletas universitarios de élite desarrollaron miocarditis, una inflamación del músculo cardiaco que puede tener graves consecuencias, incluyendo la muerte súbita. Un médico austriaco que atiende a buzos informó que, al parecer, seis pacientes, con infecciones leves de COVID-19 tienen daño pulmonar considerable y permanente. Surgieron comunidades de sobrevivientes en redes sociales que, meses después de infectarse, siguen sufriendo todo tipo de síntomas que van desde la fatiga crónica y la confusión o dificultad para pensar, hasta dolor torácico y fiebres recurrentes.

En este contexto, los datos surgen poco fuera de las anécdotas, y, aunque son preliminares, también son “preocupantes”, asegura Clyde Yancy, jefe de cardiología de la Facultad de Medicina Feinberg de la Universidad de Northwestern. Un estudio reciente que se realizó en Alemania dio seguimiento a un grupo de 100 pacientes recuperados, en el que dos tercios de los participantes no presentaron síntomas como para ser hospitalizados. 78 pacientes mostraron afectación cardiaca, y las resonancias magnéticas indicaron que 60 tenían una inflamación cardíaca continua aunque habían pasado al menos dos meses desde su diagnóstico.

Si estos resultados fueran representativos, cambiarían por completo la manera en que concebimos el COVID-19: no como una enfermedad que provoca la muerte en un porcentaje minúsculo de pacientes, en su mayoría pacientes geriátricos u obesos, hipertensos o diabéticos, sino como un padecimiento que ataca el corazón de la mayoría de los infectados aunque no enfermen de gravedad. Y tal vez también afecte los pulmones, riñones o el cerebro.

Es demasiado pronto para confirmar el pronóstico a largo plazo; en el caso de otros virus que infectan el corazón, la mayoría de los casos de miocarditis aguda y sintomática se resuelven sin complicaciones clínicas a largo plazo. Aunque Leslie Cooper, cardiólogo de la Clínica Mayo, estima que entre 20 y 30% de los pacientes que sufren miocarditis aguda de etiología viral terminan con algún tipo de cardiopatía a largo plazo, incluyendo dolor torácico recurrente o disnea, que puede ser generalizada y debilitante. Cuando pregunté si el riesgo de discapacidad a largo plazo por COVID-19 podría ser incluso mayor que el riesgo de muerte, Cooper contestó: “Sí, absolutamente”.

Esos pacientes son, en promedio, mucho más jóvenes que los fallecidos; la edad media en el estudio alemán fue de 49 años. Estos pacientes tienen muchos años de vida en riesgo, ya sea por una discapacidad o muerte prematura. Además, hay hallazgos inquietantes entre los pacientes mucho más jóvenes. Un estudio realizado a 186 pacientes pediátricos con MIS-C, el síndrome inflamatorio (por fortuna poco frecuente) que puede presentarse junto con el COVID-19 en niños, mostró que 15 desarrollaron aneurismas en las arterias coronarias.

Pero no se puede generalizar a partir de estudios tan pequeños, sobre todo porque el COVID-19 se está convirtiendo muy rápido en la enfermedad más estudiada en la historia de la humanidad. Si por lo general se usan resonancias magnéticas cardiacas en pacientes con otras virosis, ¿cómo se verían sus corazones dentro de unos meses?

Es urgente realizar estudios más grandes y exhaustivos que, por suerte, ya están en fase de desarrollo: uno de los más ambiciosos dará seguimiento a 10,000 pacientes británicos. Pero toma tiempo organizarlos, y tal como la epidemióloga genética Louise Wain, investigadora que participa en el estudio británico, me confesó con tristeza: “Hace un año nadie nos advirtió que tendríamos una pandemia”. Ella espera que en septiembre el paciente número 1,000 confirme su participación, lo que es bastante rápido, pero no lo suficiente para los responsables que decidirán si es momento de salir de reclusión.

"Todos, incluyéndome, estamos cansados", dice Yancy. En los últimos meses nos hemos centrado en las tasas de mortalidad, que han ofrecido lo que parece un poco de esperanza, al menos entre las personas jóvenes y saludables. Sin datos concretos, ha sido fácil descartar los informes de complicaciones a largo plazo como simples anécdotas, histeria o exageraciones de los medios de comunicación. Pero en esta etapa, la ausencia de datos no garantiza que esos efectos no sean reales.

Por supuesto, aunque los riesgos sean más altos de lo que pensábamos, debemos hacer concesiones: hay que aprender de los errores y educar a los niños, con o sin pandemia. Pero sin importar el análisis personal entre el costo-beneficio, deberíamos ser más moderados y tener en cuenta las posibles complicaciones a largo plazo. Por lo menos, dice Yancy: “Usar cubrebocas. Cuando uno piensa en todas estas ramificaciones… hay que usar cubrebocas”.

Megan McArdle is a Washington Post columnist and the author of "The Up Side of Down: Why Failing Well Is the Key to Success."

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