Más allá de la tragedia de Ripollet

Llevo años escribiendo que los niveles de violencia de los adolescentes y jóvenes no son, en la actualidad, superiores a los que había hace 50 años, ni siquiera a los de hace 10 o 15. Pero añado inmediatamente que encontramos, con demasiada frecuencia, episodios de violencia entre jóvenes, adolescentes o menores de edad, escalofriantes e inimaginables en otros tiempos. El último, estos mismos días.

Hemos sabido que dos menores de edad han sido detenidos por los Mossos d'Esquadra, en Ripollet, acusados de degollar y golpear en la cara hasta la muerte a una niña de 14 años a la que conocían del barrio y que era compañera de ellos en el mismo centro docente. Parece que había rencillas amorosas, pero el detalle, fundamental para esclarecer lo sucedido, es secundario cuando se pretende, como en estas líneas, reflexionar sobre episodios similares al de Ripollet.

Pienso en la mujer rociada de gasolina en un cajero, cuyo juicio se ha visto recientemente. Recuerdo a las tres niñas que rompieron la pierna a otra en una agresión a la salida de un instituto de León. Unos chavales en Barakaldo (Vizcaya) mataron a patadas, en el atrio de una iglesia, a un menesteroso y fueron a contárselo a sus compañeros. Un exalumno agrede a un profesor en Alicante y su amiga lo graba en el móvil. El alcalde de Tolosa (Guipúzcoa) denuncia que los menores extranjeros causan problemas en el municipio y los comerciantes afirman estar "hartos, amenazados, asustados y preocupados". Desgraciadamente, podríamos seguir con los ejemplos. Estamos ante un problema real y la violencia juvenil, quizá menor en número que hace, digamos 40 años, hoy es más grave.

Violencia que nadie se explica. No solamente los padres de las víctimas. Tampoco los padres de los agresores, como parece que ha sucedido esta vez, según refiere la prensa. Estamos ante lo que vengo denominando violencia gratuita, término que exige alguna precisión.

Decimos gratuita pues no parece responder ni a objetivos estratégicos (como las violencias racistas, revolucionarias o nacionalistas) ni corresponderse a situaciones de marginalidad o desarraigo social. No es la violencia del chaval inmigrante, desarraigado, fuera de su cultura y lejos de sus padres. No es la violencia del menor que proviene de una familia desestructurada, a veces sin padre, otras con una madre desbordada, angustiada, estresada e incapaz de ayudar a su hijo como quisiera. No. Estamos ante la violencia de un chaval o chavala, hijo o hija de una familia normal como la suya y la mía. ¿Qué es lo que está pasando? Distinguiría, sucintamente, varias causalidades o motivaciones.

En unos casos se puede tratar de un mero juego (trágico juego ciertamente, pero juego al fin). De ahí que se hable también de violencia lúdica. Muchas veces esta manifestación de violencia no es sino la consecuencia del aburrimiento, hastío y falta de alicientes en la vida cotidiana de no pocos adolescentes y jóvenes. Es, claramente, el caso de los chavales de Barakaldo.
No hay que olvidar la violencia machista en ciertas manifestaciones de chicos que se sienten relegados por el empuje y protagonismo de las chicas. Estamos, sin duda, ante una especie de revival del machismo que llevo años denunciando. Pero personalmente, cada día doy más importancia, en menores normales de familias acomodadas y sin mayores historias, al fenómeno de la aceleración de la vida que no nos deja ver lo que sucede a nuestro derredor.

Unos datos. En el último estudio con escolares catalanes en el que participé, no pasa del 33% la proporción de padres que, según sus hijos --me limito a los hijos que han sido objeto de maltrato reiterado en el centro docente--, saben todo lo que les pasa. Un 34% afirman que se enteran de algo, y el resto, que no saben nada. Si les preguntamos si se enteran sus profesores, la realidad no es más reconfortante. Muchos padres y profesores no nos enteramos de lo que pueden sufrir nuestros hijos y alumnos.

Si nos detuviéramos en lo que hacen y piensan nuestro menores, descubriríamos en ellos la dificultad de asumir cualquier frustración y diferir en el tiempo lo deseado en el presente, la no aceptación del límite, sea el que sea, así como todo lo que connote autoridad exterior a la del grupo de pares, una incapacidad para gestionar la soledad, más aún para pensar en soledad y verse, como son, en su verdad.

Hay muchos chavales desnortados, sin referentes, en muchos casos provenientes de familias, sea despreocupadas de ellos, sea excesivamente preocupadas, sea falsamente tolerantes, en esa tolerancia que raya en la indiferencia.

Creo que, en el estado actual de las cosas, esta será un importante explicación a tener en cuenta ante las manifestaciones, aparentemente inexplicables, en menores y jóvenes que tienen de todo, pero que siempre quieren más, que luego no saben qué hacer con lo que tienen, que lo que quieren lo quieren al momento y que no toleran ninguna dilación al respecto.
Los hijos, cada día en mayor número, crecen solos, ante el dolor y la impotencia de sus padres, a quienes lo último que desearía es culpabilizar. En particular a los padres de la víctima y de los agresores de Ripollet, ante los que, como padre, solo puedo abrazarles en la distancia.

Javier Elzo, catedrático emérito de Deusto.