Más allá del laicismo y el clericalismo

En la última colaboración que publiqué en esta página, «El laicismo como pretexto», argumenté una crítica a las propuestas pretendidamente laicistas de la actual dirección del PSOE que merece un mayor desarrollo. Los comentarios recibidos, favorables o adversos, me han convencido de la necesidad de abordar otros elementos que evocan el asunto del que realmente estamos hablando. Más allá del laicismo y el clericalismo, el artículo citado defendía la actuación de los católicos en el espacio público, emancipados de cualquier tipo de complejo y exentos de las habituales exigencias de que pidan perdón por hacer de sus actos el resultado y la expresión de sus convicciones religiosas.

Más allá del laicismo y el clericalismoPara decirlo sin rodeos: dejemos ya que los cristianos dedicados a las tareas de asistencia a quienes sufren, de lucha contra la pobreza y la exclusión social, puedan confesar que lo hacen como un modo de vivir su fe. Permitamos que solo se sonrojen los sectarios y solo se violenten los fanáticos cuando los católicos se nieguen a considerar sus actos de ejemplaridad caritativa hijos de la neutralidad ideológica, para poner el nombre y el mensaje de Jesús en la defensa de la dignidad ofendida de los seres humanos. Tratar de eliminar esa vinculación entre las creencias y las conductas, entre la fe y la caridad, es un modo intolerable de agredir la libertad de conciencia de cada uno y una forma inicua de devaluar las acciones de hombres y mujeres que desean testimoniar su compromiso con la palabra y el honor de Dios.

No hay duda de que la presentación del laicismo –y, en especial, en la forma exasperada manifestada en España– trata de esquivar esta ligazón entre la vida abnegada de tantas personas y el imperativo moral derivado de su voluntad de vivir como cristianos. Se prefiere hablar de ellas como seres bondadosos y humanistas, cuyas virtudes nada tienen que ver con unas convicciones que quedan en el campo de la privacidad. Como si lo que realizan con generosidad ilimitada pudiera perder su primordial sentido, que es hacer el bien en el nombre de Jesús y paliar la denigrante situación de tantas criaturas hechas a imagen de Dios. Porque los elogios genéricos a conductas tan admirables sacrifican la singularidad de los valores en que sus actitudes se inspiran. Sin jactanciosa publicidad, sin levantar la voz apenas, estos hombres y mujeres dan testimonio de la actualidad del cristianismo.

Pero es otro aspecto de este debate el que quiero hoy subrayar. La propuesta pretendidamente laica del PSOE resulta absurda por demasiados motivos, empezando por el de su incongruencia histórica. Los doctrinarios del actual socialismo, los que acusan de reaccionarios y anacrónicos a quienes defendemos la presencia del catolicismo en la vida pública son los que parecen vivir en otro siglo. Quizás cien años atrás tuviera cierta vigencia un combate que no era entre laicos y cristianos, sino entre anticlericales y defensores de los pretendidos derechos sociales y políticos de la Iglesia. Adentrándonos ya en el siglo XXI, tenemos que aceptar que las cosas van en un sentido muy distinto, y que lo que, de verdad, interesa preservar son los valores y criterios morales de los que debe continuar alimentándose nuestra sociedad. Que nadie pretenda aturdirnos, a estas alturas de nuestra existencia como nación integrante de la civilización occidental, afirmando que la regeneración de España ha de pasar por la liquidación del catolicismo en los espacios de sociabilidad, y en especial en los años de formación de los más jóvenes. La forzada solemnidad, el tono engolado con el que se dicen estas tonterías, es buena prueba de la escasa relación con la realidad del escenario cívico en el que se pronuncian.

No nos engañemos: aquí no se está hablando del carácter aconfesional de nuestras instituciones ni de la separación entre la Iglesia y el Estado. Lo que está en juego, en realidad, es algo que, apenas se menciona, y que tiene mucha más importancia que determinados acuerdos diplomáticos o correcciones de la política fiscal. Lo que verdaderamente interesa es el saber del que disponemos, las fuentes de nuestro conocimiento, las raíces de nuestra cultura, la genealogía de nuestra moral. Lo que está en juego es, claro está, la doctrina que pueda enseñarse a nuestros adolescentes en las escuelas en el caso de aquellos que deseen que sus hijos conozcan los dogmas religiosos en los que depositan su fe. Pero también anda por medio otra cuestión verdaderamente capital, cual es el conocimiento de los valores cristianos, sin el que no se alcanza a entender Occidente.

Desde nuestro contexto occidental no sirve, por tanto, señalar que la formación atienda al «hecho religioso» sin más, poniendo al mismo nivel todas las creencias del mundo y haciendo que los cultos animistas africanos, por ejemplo, sean tan determinantes de la construcción de Europa como el cristianismo. Ni se trata sólo de defender que se disponga de un conocimiento elemental de la historia sagrada, para que nuestros ciudadanos sepan identificar en una obra de arte el nacimiento de Jesús o el martirio de uno de sus apóstoles. El asunto es más grave. Afecta a la asunción de una tradición propia, distintiva, singular. Una tradición en la que se produce el encuentro de los valores exclusivos del cristianismo con los ciclos culturales en los que se forjó nuestra civilización. La libertad esencial del ser humano, la dignidad de la vida de cada uno de nosotros, la integridad inviolable de hombres y mujeres fue proclamada por Jesús y ha sido sustancia constituyente de nuestra cultura.

La orientación del Estado hacia el bien común, el origen del poder político en la comunidad, los derechos naturales fueron afirmándose en una larga tarea de reflexión jurídica, pero no hubo humanismo ni racionalismo que, en el origen de la cultura europea moderna, quisiera o pudiera prescindir de su relación con el cristianismo. Por el contrario, frente a la contingencia de determinadas opciones ideológicas, el cristianismo siempre afirmó la idea de la persona sobre la que se edificó nuestra civilización, también cuando las atrocidades de la historia amenazaron el nervio básico de la identidad humanista. Quienes desean regresar a antagonismos de hace cien años harían bien en considerar a dónde llevaron ciertos proyectos que pretendieron arrancar de raíz la singularidad de nuestra cultura. Que reflexionen sobre el lugar al que condujeron la cancelación de los límites morales por la revolución social y el desguace de la equivalencia de los hombres por el nacionalismo totalitario. Porque unos y otros fueron la consumación de un gran propósito de secularización que solo consiguió enfundar a los hombres en los abyectos rituales de una mística alternativa, implacable y despiadada.

Quizás debamos agradecer al candidato del Partido Socialista que, en una manifestación tan banal y trasnochada de anticlericalismo, haya podido recordarnos hasta qué punto hemos de regresar a los valores de una tradición cristiana que no solo inspiró a todos la posibilidad de la redención individual por la fe y las obras, sino que a todos proporcionó también las virtudes cívicas del buen gobierno y el sentido moral del respeto profundo a la vida del hombre en la Tierra.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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