Más allá del ruido y la furia

De repente, una porción considerable de la sociedad catalana, justamente esa que creíamos más juiciosa y moderada, parece haberse vuelto loca y se ha puesto a reivindicar la soberanía, el Estado propio, la independencia… Y sus dirigentes, aquellos aparentemente tan pragmáticos y dúctiles a las presiones del poder económico, ahora las desoyen para colocarse al frente de la reivindicación y desafiar la legalidad vigente como no lo hizo ni el mismísimo y denostado Ibarretxe. Disculpen la simplificación, pero intuyo que es así como percibe el grueso de la opinión política y mediática con epicentro en Madrid lo sucedido en Cataluña durante las últimas semanas.

A la sorpresa, al estupor, les ha sucedido velozmente una reacción que, como es lógico, cada cual formula de la manera que le es propia. Algunos uniformados, y más aún ciertas cabeceras con nostalgia de los viejos casinos de oficiales, han tratado de generar ruido de sables, a ver si ponían en marcha el atavismo del miedo. Alejo Vidal-Quadras, artista de la provocación y hábil gestor del fondo de comercio político que explota desde 1991, ha aconsejado ir preparando ya la guardia civil. Con o sin alusiones al Benemérito Instituto, una legión de opinadores y académicos han empuñado el trabuco y han comenzado a disparar con postas hablando de “sedición”, de “la mentira de la nación expoliada”, de “discriminación contra las personas a causa de su lengua materna”, de “disgregación a la yugoslava”, haciendo inquietantes alusiones al “enfrentamiento étnico” y a “los choques violentos”, etcétera.

De una semana para otra, a aquella Convergència i Unió que fue báculo de los gobiernos de Suárez, de González, de Aznar y de Rodríguez Zapatero, a la sigla encabezada tanto tiempo por el “estadista Pujol”, aquel que un día fue proclamado “español del año”, se le detectan unos rasgos xenófobos y un perfil ultraconservador que no habían sido descubiertos hasta hoy, sin que sea necesario probar tan graves imputaciones con ninguna evidencia fáctica o textual. Una vez abierta la veda, se arremete también contra el PSC -ahora sí, no cuando contribuía con un millón y medio de votos  decisivos a las victorias electorales del PSOE-, se le reprocha no haber desarrollado un socialismo etnicista a la Milosevic, y haber tenido un líder como Montilla, un charnego que, siendo presidente de la Generalitat, osó advertir sobre la “desafección” creciente respecto de España y defendió -¡horror!- la voluntad legalmente expresada de los catalanes frente a un tribunal deslegitimado. En fin, incluso se ha sacado a pasear, a modo de espantajo para separatistas, el apolillado espectro de Alejandro Lerroux.

No, no teman, no voy a especular sobre si la virulencia de las reacciones aludidas -he obviado casi por completo las de la derecha extrema- resulta más o menos proporcional a la magnitud del “desafío catalán”. Dejemos de lado esa contabilidad. La reflexión que quisiera introducir es otra: ante la eclosión de un problema tan grave, ¿no sería prioritario tratar de desentrañar seriamente sus causas, los mecanismos y factores que nos han llevado hasta aquí, antes de disparar la artillería dialéctica de las descalificaciones y las amenazas?

Hablo de causas porque alguna debe de haber para explicar aquello que apuntan todos los estudios demoscópicos: que, en menos de un lustro, el porcentaje de los partidarios de la independencia se ha doblado con creces en Cataluña, hasta bordear el 50 %. No se trata de un caso de alienación mental colectiva; ni de una manipulación orwelliana de las conciencias; ni del fruto de ese adoctrinamiento escolar que el ministro Wert denuncia como si aún nos halláramos en los tiempos de su ilustre antecesor don Claudio Moyano, y no en la época de los iPad, Facebook y Twitter. Tampoco estamos, aunque duela renunciar a tan entrañable tópico seudomarxista, ante el montaje de unas élites político-intelectuales anhelantes de más poder. ¿O acaso quienes rechazan la eventual secesión lo hacen sólo por bajas razones funcionariales y presupuestarias?

Durante estas semanas, se ha atribuido con especial insistencia a los nacionalistas (catalanes, off course) la propensión al cultivo del adversario externo, a echar las culpas de todos los problemas al contrincante  españolista. No seré yo quien niegue que el nacionalismo catalán ha usado y hasta quizá abusado de tal recurso, por otra parte bien común en toda clase de colectivos políticos o sociales sujetos a una lógica binaria, de nosotros y ellos: obsérvese, si no, qué dicen el PSOE con respecto al PP, y el PP a propósito del PSOE. Pero, volviendo al tema, ¿no es exactamente eso, echar todas las culpas de la presente crisis a la radicalización catalanista, lo que han hecho desde el pasado 11 de septiembre los defensores de la unidad de España? A cargar contra la “deslealtad”, el “egoísmo”, la “insolidaridad” y la “gran mentira del nacionalismo” (catalán, off course), se ha apuntado todo el mundo. Examinar con ánimo autocrítico si tal vez los sucesivos Gobiernos centrales, las instituciones, los partidos y los medios de comunicación de ámbito estatal poseen alguna responsabilidad en la configuración del actual escenario, eso no lo ha intentado casi nadie.

Y, sin embargo, algo habrán tenido que ver todos esos actores en el deterioro, en la interpretación cada vez más estrecha del consenso constitucional de 1978, hasta hacerlo impracticable para una parte substancial del catalanismo. Algún papel habrá jugado Madrid -perdónenme la sinécdoque, me refiero al Madrid del poder-, en el acelerado desgaste de un Estado autonómico que, de solución, ha devenido problema, o en la grosera partidización del máximo intérprete de la Carta Magna.

Me gustaría saber explicarlo con la mayor frialdad posible: aquel autogobierno que el grueso de la sociedad catalana recibió con alborozo en 1977-79 como el primer paso en la recuperación de un derecho, un paso que la consolidación de la democracia sin duda permitiría ensanchar (¿qué eran las “nacionalidades” de la Constitución sino un eufemismo de las “naciones” que la prudencia del momento aconsejaba evitar?), se convirtió con el tiempo -esa es la percepción de muchísimos ciudadanos de Cataluña- en una especie de concesión graciable, amenazada permanentemente por toda suerte de loapillas y de ahogos financieros, y sujeta a los azares de  la aritmética parlamentaria española. Y cuando, para escapar a esa dinámica perversa, casi el 90 % del Parlamento catalán quiso en 2005 clarificar las cosas mediante un nuevo Estatuto más blindado ante las ingerencias y los incumplimientos del poder central, el resultado último del intento fue tan desgraciado y humillante, que sin su impacto no se puede comprender la dinámica actual de los acontecimientos.

Sí, claro que en Cataluña ha habido y hay gentes de poco juicio que gritan “¡España nos roba!”. ¿Y no ha habido y hay en España políticos, opinadores, emisoras y cabeceras de prensa especializados desde hace lustros en gritar “¡Cataluña nos chantajea!”, “¡esos catalanes se quieren quedar con todo!”, “¡persiguen a los castellanohablantes!”, “¡que nos devuelvan a los emigrantes!” y otras lindezas por el estilo? Desde luego, no será confeccionando listas de agresiones verbales para ver cuál es más larga como encontraremos la salida del laberinto.

En otra transición histórica crucial, allá por marzo de 1930, un intelectual castellano y político en ciernes, un patriota español por los cuatro costados, pronunció durante una visita a Barcelona estas palabras: “Creo que entre el pueblo vuestro y el mío hay demasiados lazos espirituales, históricos y económicos para que un día, enfadándonos todos, nos volviésemos las espaldas como si jamás nos hubiéramos conocido”.

El orador proponía, entre Cataluña y España, una “unión libre de iguales con el mismo rango, para así servir en paz, dentro del mundo hispánico que nos es común”. Pero, a fuer de demócrata, añadió: “he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, con el menor perjuicio posible para unos y otros, y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida pudiésemos restablecer al menos relaciones de buenos vecinos”.

Es una pena constatar que, ocho décadas más tarde, hemos retrocedido tanto con respecto a las posiciones de don Manuel Azaña Díaz.

Joan B. Culla i Clarà, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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