Más déficit en peores momentos

Antes de que se produjesen los cambios políticos recientes analizaba desde estas páginas la situación económica española y me hacía eco del conjunto de factores negativos que podían acabar con nuestro elevado potencial de crecimiento: importante crisis territorial, complejo panorama judicial, cambios relevantes en el Gobierno de ciertas regiones, comportamientos inesperados de países socios -y aparentemente amigos- fuera de suficiente fundamentación jurídica... En fin, un panorama en el que no faltaba casi nada para que nos hundiéramos en el pesimismo respecto al futuro inmediato. Pero, pese a esas negativas perspectivas y sin atisbar todavía el sorprendente cambio político, mantuve una visión relativamente optimista de nuestra economía porque estábamos superando en tasa de crecimiento del PIB a los mayores países de nuestro entorno; porque creábamos la mayor parte del nuevo empleo de Europa; porque exportábamos mercancías y servicios como nunca, con el concurso de empresas de todas las dimensiones y de casi todos los sectores y porque cumplíamos por primera vez con nuestros compromisos internacionales sobre déficit público y habíamos adelantado a Italia en PIB por habitante en términos homogéneos de poder de compra. Grandes éxitos que reforzaban una visión moderadamente optimista del inmediato futuro siempre que continuasen en vigor las grandes líneas de nuestra política económica.

Más déficit en peores momentosEs importante resaltar que los datos de la Contabilidad Nacional del primer trimestre de este año, últimos conocidos, confirmaban esa visión moderadamente optimista de nuestra economía, al validar una tasa de crecimiento real del PIB del 0,7% respecto al trimestre anterior, prácticamente igual que la del último trimestre de 2017. De seguir así en los trimestres restantes de 2018, la tasa real de crecimiento del PIB se situaría en términos anuales en un 2,9%, aunque el Banco de España, en sus previsiones de junio, estimaba que nuestro PIB crecería tan solo un 2,7% este año, suponiendo una cierta desaceleración en su segunda mitad.

Respecto al comportamiento del conjunto de las administraciones públicas, el primer trimestre resulta también positivo. En ese periodo, el déficit público se situaba en un 1,3% del PIB mientras que en el primer trimestre de 2017 alcanzó el 1,9%; el gasto público en ese primer trimestre mantenía un nivel del 37,6% del PIB, casi igual al del mismo periodo del año anterior (37,7%) y el conjunto de los ingresos públicos se elevaban al 36,3%, frente al 35,8% del mismo periodo de 2017, con un aumento debido al crecimiento de los impuestos y cotizaciones. En definitiva, la reducción del déficit se estaba alcanzando casi sin reducciones relativas en los gastos públicos sino mediante una recaudación mayor de los impuestos y cotizaciones debido al crecimiento del PIB. Teniendo en cuenta nuestro nivel anual de gasto público (41% del PIB en 2017) y nuestra elevada tasa de crecimiento anual de la producción en términos monetarios (4,2%), ese crecimiento de la recaudación en impuestos y cotizaciones parecía razonable. De mantenerse las tendencias anteriores a lo largo de 2018, el PIB podría crecer en términos monetarios en las proximidades de un 4,1 o 4,2%; los gastos públicos reducirse en el año hasta valores próximos al 40,5% del PIB; los ingresos situarse en el entorno del 38,3% y el déficit público, por tanto, en las proximidades del 2,2%, que son las cifras de la Actualización del Programa de Estabilidad del Reino de España comunicada por el anterior Gobierno a las autoridades de la UE. Pero una previsión algo más realista quizá llevaría el total de los gastos al 40,7%, los ingresos hasta un nivel próximo al 38,1% del PIB y el déficit público al 2,6% en lugar de al 2,2% del PIB. La caída del gasto público desde el 41% del PIB en 2017 al 40,7% realísticamente previsible en 2018 sería consecuencia del rápido aumento del PIB en términos monetarios y no de una disminución del gasto, que en valores absolutos crecería incluso por encima de la inflación esperada. Un panorama bastante confortable.

Sin embargo el actual Gobierno ha solicitado ya a la UE autorización para aumentar la cifra de déficit para 2018 en un 0,5% del PIB -es decir, en cifras próximas a 6.000 millones de euros- para financiar los aumentos de gasto público que pretende. Pero, teniendo en cuenta sus desconocidos compromisos con Cataluña, que se sospechan elevados, las inevitables demandas de las restantes comunidades autónomas, que no se van a conformar con menos, y el aumento de las pensiones y de otros muchos gastos ya anunciados, esa cifra posiblemente se quedará muy corta. El resultado puede ser un déficit público apreciablemente superior al de 2017, porque las anunciadas subidas de impuestos probablemente no llegarán a tiempo de aumentar mucho la recaudación en este ejercicio.

¿Se trata de una política fiscal sensata? Francamente, no. Tenemos una deuda pública cuyo valor está muy próximo al del PIB -concretamente, del 98,3% del PIB en 2017 y del 98,8% en el primer trimestre de este año- y unos déficits que incrementan anualmente la cuantía de esa deuda. Como es conocido, la deuda pública en su conjunto casi nunca se paga, sino que se refinancia mediante la emisión de nuevos títulos. Pero si los tipos de interés crecen, como pueden hacerlo más pronto que tarde, tanto la nueva deuda que sustituya a la amortizada como la que se genere por el déficit público del año supondrá una carga mayor por intereses que la antigua, aumentando el déficit y, consecuentemente, generando más deuda. Ese proceso de crecimiento puede hacerse explosivo en poco tiempo, absorbiendo incluso el crecimiento nominal del PIB. Muchos son los análisis y recomendaciones de organismos internacionales que advierten del grave riesgo de una deuda en rápido crecimiento. Por eso, la UE ha venido exigiendo que la deuda pública no sobrepase el 60% del PIB, lo que incumplimos hoy. La solución en estos casos es fácil de entender, pero difícil de aplicar: sólo cabe reducir los gastos y aumentar los impuestos. La misma que hubo de aplicarse dolorosamente cuando el déficit público se elevó por encima del 11% del PIB en 2009, debido a la crisis pero, sobre todo, a las desafortunadas políticas de gasto del Gobierno Zapatero.

Hay que señalar que, en 2007, las administraciones públicas lograron un superávit del 1,9% del PIB y que, sorprendentemente, en 2009 el déficit se situaba ya por encima del 11%, el más elevado de los últimos siglos de nuestra historia financiera. La transición desde un superávit de casi un 2% del PIB hacia el desastre del 11% de déficit fue, por tanto, rapidísima, de sólo dos años. Igual podría ocurrir ahora si relajásemos alegremente la política fiscal. Eso terminaría por conducirnos, como entonces, a un obligado y durísimo proceso de estabilización, a tasas negativas de crecimiento de la producción y a mayores cifras de paro, con el agravante de que en 2009 nuestra deuda pública era tan solo del 52,8% del PIB y hoy se sitúa en casi el 100%, lo que significa un importante motor adicional para el crecimiento del gasto por la vía de sus intereses.

La solución de aumentar los impuestos, tentación declarada del Gobierno, sólo tendría resultados recaudatorios a más largo plazo, salvo por el aumento inmediato del precio del gasoil, y sólo si ese aumento incluyese a las dos grandes figuras del sistema tributario: el IRPF y el IVA. Todo lo demás casi no sería más que fuegos de artificio y ganas de molestar. Pero, para que el IRPF recaude más, su aumento no puede ceñirse sólo a los más ricos, que no son muchos, sino extenderse a toda la cuantiosa zona media de contribuyentes, con efectos muy negativos sobre el trabajo, el ahorro y la asunción de riesgos, es decir, sobre el crecimiento de la producción. Y si lo que se aumenta es el IVA, sus efectos sobre el consumo familiar -y consecuentemente, sobre la demanda global- pueden ser también muy negativos para la producción y el empleo. Por eso, lo más seguro es mantener una línea responsable de contención del gasto público y no dedicarse alegremente a sembrar expectativas de aumento que, antes de que nos descuidemos, pueden conducirnos al mismo desastre de 2009. Aprendamos de tan negativa lección.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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