Más dura será la caída

Podemos detenernos cuando subimos, pero no cuando descendemos. La frase es de Napoleón Bonaparte, desterrado en sus últimos días en la inhóspita isla de Santa Elena. La pregunta es ahora si Pedro Sánchez podrá recuperarse en los seis meses que restan para las elecciones generales de la estrepitosa derrota sufrida ayer, que preludia el final de un ciclo político.

No solamente el PP se ha impuesto en votos en los 8.000 municipios de todo el país, sino que además podrá gobernar en Valencia, en Aragón, en Cantabria, en La Rioja y en Baleares. En Andalucía, feudo socialista hasta hace pocos años, los candidatos de Ferraz han sido barridos. Y Podemos tampoco puede jactarse de unos buenos resultados, sufriendo un retroceso generalizado en todo el país. Ciudadanos desaparece.

A la hora de analizar lo sucedido, no es posible desvincular el protagonismo de Pedro Sánchez, omnipresente en la campaña hasta el punto de invisibilizar a los candidatos regionales, del fracaso. Está claro que el electorado ha castigado no sólo su gestión sino además su arrogancia. No ha tenido ningún escrúpulo moral en formular promesas imposibles, en tirar de unos recursos que no son suyos y en presentarse como un salvador del Estado de derecho. Difícil superar el grado de demagogia que han alcanzado sus mítines. Pero Sánchez no solamente ha dilapidado su capital político y llevado a su partido a un callejón sin salida. Ha abusado en el ejercicio del poder.

Sostienen Levitsky y Ziblatt que la mejor manera de destruir la democracia es democráticamente. Hoy, los riesgos de una crisis del sistema vienen de las malas prácticas de los gobernantes y del mal funcionamiento de las instituciones. En la Europa de hoy, y concretamente en España, ya no existe la posibilidad de golpes militares como los de Pavía, Primo de Rivera o la rebelión de los generales contra la II República. Las amenazas contra la democracia provienen del interior del sistema, de los dirigentes de los partidos que practican la demagogia y el populismo y de los cargos electos que instrumentalizan las instituciones. Sánchez ha incurrido en todos estos desafueros.

El mejor antídoto para preservar las democracias, como señalaba Tocqueville, es la libertad. Consideraba que la libertad es más importante que la igualdad que puede derivar en una tiranía. En España es fácilmente observable el descrédito de las instituciones y una creciente desafección hacia los políticos, cuya valoración en las encuestas es muy baja. El sectarismo, el cainismo y la falta debates han minado la calidad de nuestra democracia, pero, a pesar de ello, seguimos viviendo en un país libre, donde existe una notable pluralidad, en el que las opiniones pueden ser expresadas sin restricciones y con una división de poderes que garantiza el ejercicio de los derechos civiles.

Sería un error caer en el catastrofismo y obviar el hecho de que España es una de las mejores democracias del mundo, pero ello no obsta para señalar inquietantes signos de deterioro del sistema que se han producido a lo largo de las dos últimas décadas y, más concretamente, en los cinco años que lleva gobernando Sánchez. El más significativo es el presidencialismo hacia el que ha mutado nuestra democracia parlamentaria. Ya González y Aznar gobernaron con un marcado carácter personal, pero Sánchez les ha superado. No hay debates en el PSOE, el grupo parlamentario es un apéndice del presidente, las decisiones se toman en La Moncloa, mientras el culto a la personalidad y los autoelogios llegan a niveles patológicos.

Una democracia es un sistema de equilibrio de poderes y de controles. Sánchez ha concentrado en sus manos el poder ejecutivo y el legislativo, ha colonizado las agencias gubernamentales con sus afines, ha recurrido a las puertas giratorias y ha colocado a personas vinculadas al PSOE en los órganos constitucionales.

Otra de las prácticas que han viciado la calidad de la democracia es la funesta manía del presidente de hacer oposición a la oposición, generando la ficción de que es mucho más importante lo que haga y lo que diga Feijóo que lo que él decide en los Consejos de Ministros. El PP ha cometido errores como cuestionar la legitimidad del Gobierno, pero ello no justifica la permanente demonización del adversario a la que recurre el líder socialista. Ni tampoco esas palabras en las que atribuía a su formación el mérito de haber derrotado a ETA.

En esta campaña hemos podido observar también la mezquindad de una parte de la clase política que jamás admite un error y prefiere los eslóganes al razonamiento. En una democracia, hay reglas no escritas que son tan importantes como la letra de la Constitución y una de ellas es el respeto al adversario. Y no hablemos ya de los escandalosos episodios del fraude en el voto por correo.

Podemos es una formación que no escucha ni respeta al contrincante. Por el contrario, Irene Montero y Ione Belarra han lanzado continuos mensajes de odio. Lo peor no es que se nieguen a rectificar sus errores, lo peor es su tendencia a demonizar a quienes no piensan como ellas. En un país que tiene todavía reciente la memoria de la guerra civil, su extremismo genera rechazo.

No hay duda de que la coalición entre el PSOE y Podemos les ha pasado factura a los dos en estas elecciones. Al igual que ha podido tener una influencia muy negativa en el voto de la izquierda moderada la inclusión en las listas de Bildu de terroristas condenados por delitos de sangre. Estaban en su perfecto derecho legal de hacerlo, pero es ofensivo e inmoral. No es achacable a Sánchez esta ignominia, pero lo que el presidente no puede obviar es que juró no pactar con ellos y les ha convertido en un aliado. Una de sus muchas promesas incumplidas.

Todo ello explica la derrota socialista y preludia un cambio de ciclo político, como sucedió en 1995 cuando la clara victoria de Aznar en las municipales anticipó el final de Felipe González. Pero lo relevante no es que el PP pueda ganar las elecciones en diciembre. No debemos mirar al dedo sino a la luna, a la dirección que apunta. Y la dirección es el progresivo deterioro de la democracia, amenazada por el populismo y el hiperliderazgo. Ya sucedió en Europa en los años 30 y podría volver a suceder. La democracia necesita reinventarse y profundizar en su esencia, como dijo Theodore Roosevelt.

Y un último apunte: habrá que ver cómo Feijóo gestiona sus pactos con Vox sin traicionar su programa y al electorado más cercano al centro. De la solución a este reto dependerá mucho el resultado de las generales. Pero de lo que no hay duda es de que el líder del PP está hoy más cerca del poder.

Pedro García Cuartango es periodista.

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