Más Navidad que nunca

Las navidades de 2020 son las más atípicas del año más atípico de nuestras vidas. Tal vez por la perfecta esfericidad de la cifra se esperaba del 2020 la realización de los más elevados fines de la humanidad: se relanzarían los objetivos del milenio, se forjarían pactos definitivos por la reducción de emisiones y se haría balance del proyecto Europa 2020, aquella percha que intentó dar, a la salida de la crisis anterior, una capa de economía verde que nos permitiera recuperar la esperanza en el futuro de Europa.

La pandemia global, originada por el azar biológico y acelerada y amplificada por la globalización, trastocó radicalmente la partitura de una melodía optimista. En pocos días, todo el avance biomédico del que nos sentíamos orgullosos se desmoronó ante una enfermedad a la que tuvimos que hacer frente con el método medieval de la cuarentena. Ni si quiera así se ha podido evitar que en Estados Unidos, en solo 10 meses, las muertes por Covid-19 hayan multiplicado por 10 los decesos anuales por accidente de tráfico. O que en España este patógeno se haya llevado desde marzo ya más vidas que el VIH desde 1981. La enfermedad que aterrorizó a varias generaciones, impactando en nuestra cultura y nuestros hábitos, ha sido 40 veces menos mortífera que un virus que se transmite por un simple estornudo.

Su impacto en la salud pública ha derribado, también, mitos culturales: si creíamos que en España, país mediterráneo, una reacción social de contención y disciplina generalizada era impensable, los tres meses que vivimos durante el confinamiento más duro de toda Europa conforman otro cambio de paradigma sin precedentes. Mucho tiene que ver el miedo, sin duda, uno de los mayores sostenes psicológicos para el orden social. Según las encuestas de Sigma Dos para EL MUNDO, el 80% de los españoles se muestra aun hoy muy preocupado por la evolución de la pandemia, y en torno al 40% han visto disminuir sus ingresos durante este año. Una buena radiografía del estado de ánimo a las puertas del nuevo año. Un miedo socializado y contagiado a los responsables económicos que, a diferencia de lo que sucedió en 2008, han aceptado una movilización de recursos públicos sin precedentes, desechando una respuesta basada en la austeridad que, sin duda, habría hundido la economía mundial en una crisis de magnitud difícilmente concebible. Tiempo habrá para analizar si las teorías clásicas del libre mercado, tan vigentes hasta los años 90, valen para este mundo.

Tal vez, lo más relevante de la pandemia es precisamente su naturaleza imprevisible, irreductible a las advertencias de la OMS, a los medios omnímodos de los servicios de inteligencia de las primeras potencias, a las proyecciones más alarmantes de la comunidad científica, a la biotecnología y al Big Data. Incluso dentro de la propia película de la Covid-19, los giros han sido inesperados: en cuestión de semanas, y sin que se sepa muy bien por qué, España pasó de ser el enfermo de Europa a un alumno aventajado, y Madrid, de estar en la UCI epidemiológica a tener una de las incidencias autonómicas más bajas, aunque en los últimos días los datos han cambiado de forma preocupante. El caso es que cualquier afirmación contundente, basada en una supuesta superioridad moral, médica o económica de cualquier país o comunidad ha terminado por sucumbir ante un virus tan amoral como apolítico.

Estos giros nos confrontan a una realidad que habíamos olvidado: que nada está escrito y nuestro porvenir es más imprevisible de lo que querríamos pensar. Si el pesimismo es un sesgo cognitivo, el optimismo no tiene por qué no serlo: que el progreso sea una evidencia incontestable no evita que lo peor pueda ocurrir. ¿Estábamos intelectualmente preparados para ello?

Es obvio que la sociedad epidérmica de las redes sociales, donde la realidad se transforma en un simulacro de sí misma, como alertara Jean Baudrillard, la calamidad solo tenía reservado el espacio del puro espectáculo. Desde un punto de vista antropológico y cultural, lo ocurrido nos obliga a asumir con humildad que nuestro conocimiento del mundo sigue siendo incompleto; nuestro cuerpo, vulnerable, y el progreso, no exento de contingencias fatales.

2020 cambiará también las reglas de nuestra comprensión. Las teorías de la complejidad y del riesgo pasarán a ser el nuevo marco conceptual. Ulrich Beck nos advertía, hacía tiempo, que la economía y la política no eran ya espacios autónomos: forman parte de sistemas más amplios e interconectados entre sí. La alteración en uno de ellos –la salud, el medio ambiente, el consumo de información, el terrorismo– afecta a todo el conjunto. Beck estudió el impacto del accidente de Chernóbil en nuestra percepción social del riesgo y en cómo la nueva idea de seguridad transformó cuestiones sin relación directa con la catástrofe, como el consumo o las relaciones familiares.

La Covid-19 ha sido nuestro Chernóbil. La sociología es hoy una sociología del miedo a lo imprevisto, una medición constante de la percepción de los riesgos. Y la política tiene que gestionar esa incertidumbre con la única seguridad de que cualquier intento de colonizar el futuro implica la creación de nuevos mapas cognitivos. La inteligencia de cada país será ya multidimensional: ha de ser capaz de interrelacionar factores (incluyendo el riesgo pandémico, poco analizado hasta la fecha), realizar análisis trasnacionales y no solo dar respuesta a preguntas existentes, sino imaginar las preguntas aún inexistentes a las que tendremos que responder más pronto que tarde. Hoy las principales defensas de cada país son su inteligencia, su conocimiento, el uso de sus datos y la calidad de la información que maneja.

Si algo debemos aprender de esta epidemia no es solo lo peor puede pasar, sino que podemos hacerle frente en mejores condiciones que nunca, como ha demostrado la ciencia con las vacunas. Existe una fina línea que separa el miedo, que conviene reconocer y normalizar, del pesimismo como valor social, cuya amenaza debemos combatir con la conciencia de que la razón nos otorga, como especie, una ventaja evolutiva determinante ante las contingencias del azar.

Hannah Arendt señalaba lo que nos hace específicamente humanos es la esperanza: la certeza de que nuestra acción está siempre convocada por el sentimiento de apego a lo que aún no existe, por la necesidad de crear algo nuevo y mejor. Estas Navidades servirán para algo más que para clausurar un periodo, reunir afectos y abrir el horizonte del nuevo año (Navidad proviene de natividad, es decir, de nacimiento). La reflexión y el aprendizaje de lo vivido y el recuerdo de quienes nos han dejado, dará sentido a lo que no lo tiene. También por eso necesitamos estas Navidades, más que nunca.

Gerardo Iracheta es presidente de Sigma Dos.

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