Más recursos autonómicos en favor de todos

La próxima negociación sobre la financiación autonómica ofrecerá puntos de vista para todos los gustos. Los más llamativos serán los que contraponen los intereses de unas comunidades frente a otras. La financiación autonómica es en el fondo una cuestión de reparto de recursos y es normal que cada uno vele por lo suyo. Pero también volverá a flotar la opinión de que nuestras comunidades autónomas son insaciables, de que sus reiteradas quejas y lamentos carecen de justificación, y de que existe ineficiencia y derroche.

Las quejas son ciertamente reiteradas, pero no está claro que carezcan de justificación ni tampoco que obedezcan a un innato deseo de gastar por gastar. Por otra parte, no hay evidencia empírica de que la gestión de los Gobiernos de las comunidades sea peor que la del Gobierno de la nación o, para el caso, que la de otros Gobiernos extranjeros. El problema no es de gestión. Es un problema más difícil de identificar y a la vez más estructural. Un problema que reside en la propia naturaleza de los servicios que competen a las comunidades y en la forma de financiarlos.

En España, como en la mayoría de los países federales, los servicios básicos -la educación, la sanidad, los servicios sociales- son responsabilidad de las comunidades autónomas, y los bienes públicos puros -la defensa, la regulación económica y social, la representación exterior-, del Gobierno central. Esta división de competencias es razonable y nada cabe objetar a la misma. Ahora bien, tiene implicaciones importantes sobre la dinámica de los costes soportados por estos dos niveles de gobierno que no siempre han sido tenidas en cuenta.

Por seguir con los ejemplos anteriores, la demanda potencial de educación y sanidad está estrechamente ligada a la población, a su estructura de edades y a otros índices que miden la necesidad que de estos servicios tienen los ciudadanos. En el pasado reciente estos índices han crecido de forma significativa y con ellos la presión que las comunidades han debido soportar para satisfacer las correspondientes demandas. Por el lado del Gobierno central, en cambio, las necesidades de servicios como la defensa y el servicio exterior varían normalmente muy poco y de forma imperceptible a lo largo del tiempo. Tenemos pues que, aun sólo considerando las necesidades de servicios públicos y su evolución, los recursos de las comunidades deberían haber crecido más que los del Gobierno central.

Pero eso no es todo. La productividad de estos servicios crece en una medida muchísimo menor que la productividad total de la economía por razones que nada tienen que ver con la gestión de los responsables autonómicos. Los medios electrónicos de comunicación han mejorado el rendimiento de los profesores y la tecnología ha entrado de lleno en el terreno de la diagnosis y de la cirugía. Pero por mucha ayuda que la tecnología aporte, clases de 200 alumnos o cirujanos que realicen tres o cuatro operaciones a la vez no son opciones realistas. El factor trabajo sigue siendo fundamental y los salarios de profesores y médicos, como no puede ser de otra forma si el mercado laboral es eficiente y si queremos seguir teniendo profesores y médicos, deben crecer teniendo en cuenta no su propia productividad sino la marcha de la productividad de toda la economía. A diferencia de lo que ocurre en el Gobierno central, en las comunidades autónomas no sólo aumenta la demanda de servicios básicos sino también el coste de satisfacer esta demanda.

La próxima negociación del sistema de financiación autonómica es una buena ocasión para resolver las dificultades que esta circunstancia y la falta de un mecanismo de evolución adecuado causan a las comunidades. Concretamente, la norma de actualización que se aplica a lo largo de los cinco años que transcurren entre las grandes revisiones del sistema de financiación -la llamada norma ITE (Ingresos Tributarios del Estado)- adolece de dos graves problemas. El primero es que no recoge la variación en el tiempo de los índices de necesidad y, por tanto, ignora por completo el aumento de la demanda de servicios básicos por parte de los ciudadanos. El segundo es que no tiene presente la fuerte influencia del factor trabajo en estos servicios, ni la presión que esta circunstancia ejerce sobre el coste de provisión de los mismos.

Para corregir estos defectos, la norma de evolución del sistema debería no sólo tener en cuenta el aumento de las necesidades a lo largo del quinquenio, sino además, una vez hecho esto, tomar en consideración el efecto que los precios y la productividad tienen sobre los salarios y, en definitiva, sobre el coste que deben soportar las comunidades para llevar a cabo sus competencias. Para esto último, la norma debería guiarse de acuerdo con la recaudación impositiva de toda la nación, a diferencia de lo que hace la norma ITE, que sólo se guía por la evolución de una parte de esta recaudación, y no necesariamente de la que más crece.

Desde una óptica estrictamente cuantitativa, el problema no es baladí. Partiendo de una financiación inicialmente equilibrada y siendo conservadores, podríamos estar hablando de un defecto de financiación de las comunidades autónomas del orden del 9% a lo largo de todo un quinquenio, o del 13% para el último año de este periodo. Éstos son porcentajes elevados, que dan una idea de la tensión que el actual sistema provoca en las cuentas públicas autonómicas.

La segunda consecuencia es que la norma ITE emite señales presupuestarias erróneas. Para una situación cíclica dada, y asimismo partiendo de una situación equilibrada, a lo largo del quinquenio la norma ITE da a las comunidades menos recursos y al Gobierno central más recursos que los que realmente cada uno de estos dos niveles de gobierno necesita. El sistema vigente de actualización lleva como efecto inherente un sesgo hacia el superávit en el ámbito del Gobierno central, que en las condiciones aquí definidas no es el resultado de una conducta presupuestaria austera, sino, paradójicamente, de una mala asignación de recursos en el ámbito de toda la nación.

Pero la consecuencia más seria es la que recae sobre los ciudadanos. El encarecimiento de la educación y la sanidad es tan real como su efecto sobre nuestros bolsillos, bien sea a través de la presión fiscal necesaria para mantener la calidad de estos servicios cuando su provisión es pública, bien a través de precios cada vez más altos cuando se opta por comprarlos en el mercado. A pesar de ello, la demanda por los mismos ha ido en aumento a medida que la sociedad se ha ido haciendo más rica y, en particular, su provisión pública y universal ha puesto de manifiesto que con carácter general la sociedad no quiere prescindir de ellos por alto que sea su coste. Hoy las comunidades están mal equipadas para hacer frente a esta demanda. La contrapartida del sesgo al superávit en el Gobierno central es un sesgo al déficit en el ámbito autonómico, que nada tiene que ver con la gestión de sus gobernantes pero que, dada la limitada capacidad de endeudamiento de las comunidades, lleva a un inevitable deterioro en la calidad de los servicios suministrados. Quienes pierden son los ciudadanos de las comunidades; es decir, todos los españoles.

Nada de lo dicho invita a la autocomplacencia. Tenemos un Gobierno central con superávit, y a la vez una sanidad que se deteriora a ojos vistas y una educación que nos sitúa en la parte baja de la escala de PISA. Algo falla, y ese algo no es la gestión de los Gobiernos autónomos. Falla el actual diseño del sistema de financiación porque a lo largo del tiempo y de forma creciente provoca escasez de recursos en las comunidades y las incapacita para cumplir con sus responsabilidades. En el actual momento cíclico, ésta es una conclusión que puede parecer inoportuna. Sin embargo, sería un error posponer por razones coyunturales la solución de un problema de naturaleza estructural, perfectamente identificado y que está causando daño al bienestar de los ciudadanos y a la capacidad de crecimiento económico.

Antonio Zabalza Martí, catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Valencia.