Más sectarios que murciélagos

Es asombroso el relativismo moral e intelectual de la izquierda cuando alza la voz contra el franquismo y calla las vergüenzas de la Cuba castrista. Es la doble vara de medir de quienes critican al capitalismo viviendo de él y para él, convirtiéndose en bufones de corte legitimados por el pensamiento políticamente correcto, que les sirve de colchón para decir barbaridades.

Y pongo en cursiva izquierda porque la palabra apenas encierra hoy un concepto, vestida ya de pura fachada en este mundo de propaganda, publicidad y destellos inconstantes. La izquierda vacía de fondo y exuberante en la forma suele vivir cómoda en el caviar de lo cotidiano, arropada por un pseudointelectualismo que -en el caso español- siempre tiene a la Iglesia como inspiradora de su trasnochada manía persecutoria y a Esperanza Aguirre o Aznar como totémicas figuras de su azuzada inquina. Y es que el sectarismo ha de buscar chivos expiatorios contra los que volcar su ira totalitaria.

Siempre hubo dos Españas, que nunca morirán: la mayoritaria de los sectarios -a derecha o izquierda, da igual el signo político- y la minoritaria de los murciélagos, aquéllos a los que Pío Baroja aludía en la famosa anécdota que ilustraba su drama personal al estallar la Guerra Civil. Cuando un joven murciélago, solo entre tanto claroscuro, quiso hacerse amigo de los pájaros, éstos le rechazaron tachándolo de rata. Y cuando buscó la amistad de los ratones, le espetaron los roedores que con aquellas alas jamás tendría sitio en la ratonera.

Un murciélago no es ave ni rata, no es azul ni rojo, pues critica los errores y contradicciones de ambos, aceptando lo que puede haber de positivo en algunas ideologías sin olvidar los monstruos que sus dogmatismos producen. El murciélago no acepta absolutas verdades porque asume que la verdad no es un destino al que se llega para dormitar, sino un camino de duda continua que sólo se recorre debatiendo con respeto, matizando con rigor y utilizando con firmeza conceptos bien fundamentados.

Si defendemos la participación ciudadana en los sistemas políticos, si alabamos la tolerancia, la pluralidad ideológica, el surgimiento de alternativas que generen alternancia en el poder, con la ley como expresión del pueblo soberano a la que todos debemos someternos, ajenos siempre a taumaturgias personalistas que invisten caudillos peligrosos. Y si utilizamos estos principios para condenar al régimen totalitario primero, autoritario después y personalista en todo caso que fue la dictadura franquista, no podemos guardar silencio ante la dictadura de los hermanos Castro: sin pluralidad política en su seno, represiva, autoritaria, intervencionista y marcada por un profundo personalismo que, como en el caso de la España de Franco, la acabará llevando a un colapso irreversible y a una transición -esperemos- exitosa hacia la democracia. Sí, a una transición como por ejemplo la española, que, pese a sus desajustes e imperfecciones, superó con éxito, y sin caer en una nueva guerra civil, el oprobio de tanta sangre derramada y la ausencia de libertades que definieron los cuarenta años precedentes.

La altura intelectual no está en poner los argumentos al servicio del dogma ideológico, sino en movilizar los conceptos buscando el rigor, la coherencia y la decencia. Y no es decente condenar las dictaduras de derecha sin hacer lo propio con las dictaduras de izquierda, sólo porque éstas sintonicen mejor con el color de nuestro particular microcosmos ideológico. Quienes hacen esto, cometen la gran injusticia de disculpar y justificar los vicios que furibundamente denuncian en aquellos regímenes políticos alejados de su secta.

No habrá crítica legítima sin autocrítica previa. De nada sirve apuntar a la brizna de paja en ojo ajeno sin reparar en la pesada viga que anida en nuestros párpados. El murciélago vaga en la noche de los tiempos batiendo sus dos alas: la autocrítica y la coherencia. Y no importa la naturaleza de la cueva que le cobije -el extinguido franquismo, la represora Cuba castrista, el impresentable chavismo venezolano, las indolentes democracias de masas o el salvaje neocapitalismo- porque siempre detectará con el humilde radar de su análisis las grietas que ajan las paredes del presente donde chocan los ecos del pasado.

Alfonso Pinilla García, profesor de Historia Contemporánea por la Universidad de Extremadura.