Más venganza que justicia

De la muerte de Osama Bin Laden a manos de un comando especial estadounidense, algunos dicen que puede ser la gran noticia del año. Pero, amén del tamaño, cabría plantearse si es buena o mala. En su más inmediato sentido, es una buena noticia para todos aquellos, empezando por el presidente Obama y continuando por el pueblo americano, que se consideran víctimas del macabro ritual de muerte representado el 11 de septiembre de 2001 con el derribo de las Torres Gemelas.

Sin embargo, el hecho de que Osama Bin Laden haya desaparecido del mapa por los métodos que, según reconoce la propia Casa Blanca, se emplearon en su captura y muerte, es algo que a cualquiera tendría que llenar de preocupación. Desde este punto de vista, la noticia, aun por histórica que sea, es, al mismo tiempo y según pienso, una pésima noticia. No es que la muerte de quien gusta sembrar terror, muerte y miedo me parezca mal, pero la decisión de acabar con Bin Laden tiene todo el tufo de no ser un acto de justicia en términos morales y jurídicos y sí, muy al contrario, una venganza.

Me cuesta trabajo suponer que el presidente de Estados Unidos diera la orden de acabar con Osama Bin Laden sin remilgos. Por eso creo que en el asunto estamos obligados a la claridad, aunque también sospecho que esa claridad deseada se está empañando con informaciones que nos hablan de malas prácticas. Los datos que hasta ahora se conocen, preocupantes por sí mismos, estremecen aún más si se repara en que el propio director de la CIA ha reconocido, sin rubor alguno, que supieron del paradero de Bin Laden por la confesión de unos presos de Guantánamo, obtenida mediante torturas infligidas por el procedimiento del waterboarding o ahogamiento simulado y que en España se conoce como técnica de la bañera. El tiempo demostrará si algunos han rebasado la confusa linde que separa lo válido de lo que no vale y de antemano pido responsabilidades para quienes en esa acción hayan podido delinquir. El nuevo Leviatán está perfectamente legitimado para combatir el delito, pero sólo a condición de que no haga suyo el lema del viejo Leviatán de que todo está permitido.

Al mirar el saldo de estas palabras, me doy cuenta de que más de uno me reprochará eso de que mientras usted se la coge con papel de fumar, el terrorista Osama Bin Laden, de no haber acabado con él, seguiría planificando atentados y campando por sus respetos. Muerto, mejor que vivo, dirán otros. He ahí la formulación errónea. Cuando se acepta reprimir el crimen con eficacia antijurídica se realiza un acto terrible. La aparente inferioridad de la ley es la superioridad de la democracia y la grandeza del Estado de Derecho. En bien de la moral pública, Osama Bin Laden tendría que haber sido detenido y juzgado con todas las garantías, empezando por su puesta a disposición del juez competente que, en mi opinión, eran, por su orden, primero el de Pakistán y luego, previo procedimiento de extradición, el que instruya la causa por los miles de muertos en el atentado de Nueva York. En verdad, ¿alguien se imagina que lo ocurrido en casa de Osama Bin Laden, en el barrió de Bilal Tow de la ciudad paquistaní de Abbottabad, podría haber sucedido en una urbanización de postín, en Madrid? Estoy convencido de que ningún juez español, en funciones de guardia, hubiera consentido que un comando, por muy cualificado y americano que fuera, se tomara la justicia por su mano.

Sé que ante un personaje tan siniestro y bárbaro, una gran mayoría considera que el pueblo americano y, en su nombre, el presidente Obama, tenía derecho a castigar a Osama Bin Laden hasta la eliminación física. En su Contrato social, Rousseau es rotundo y terrible cuando afirma que «todo malhechor que ataque el derecho social se convierte por sus malas acciones en rebelde y traidor a la patria (…) siendo preciso que perezca (…)», pero desde mi condición de jurista declaro que frente al crimen, por grave que pueda ser, aniquilar al criminal no es la mejor terapia y a mi juicio se equivocan quienes sostienen que cuando se ejecuta a un asesino, por muy asesino que sea, el Estado ha obrado en legítima defensa. Primero, porque leyes como la del talión hace tiempo que fueron superadas. Segundo, porque acabar con Osama Bin Laden como se ha acabado, implica renunciar al estricto legalismo penal. Y tercero, porque el lenguaje del Derecho Penal no es el de la irracionalidad. El Derecho, por muy punitivo que sea, no puede ser tan fanático como la ley que practican los fanáticos, ni conducirse con obediencia ciega por la ancestral saña punitiva. Admito que los toros no se ven lo mismo desde la barrera que desde el ruedo, pero desde el tendido bajo, que es donde estoy, somos bastantes los que pensamos que el terror no se combate con actos terribles. Al actuar como lo ha hecho, el presidente Obama ha patrocinado un sistema donde todo puede valer. Está visto que el ser humano se acostumbra a lo que le echen y hasta encuentra razonable lo que no lo es.

Por Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.

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