Más vida a la educación

Parece que, en otros tiempos, la sexualidad de los adolescentes fuera cosa de curas y, de un tiempo a esta parte, lo sea de los médicos.

En la primera transición, se evidenció la necesidad sociosanitaria de hacer prevención de conductas sexuales de riesgo (embarazo adolescente, sida), lo que llevó a la escuela a unos especialistas externos que llevaban a cabo intervenciones concretas y de tipo informativo. Pero estos profesionales, normalmente sanitarios, pronto se dieron cuenta del corto alcance de esas intervenciones, por ser demasiado específicas. Se veía necesario llevar a la práctica un tipo de prevención más inespecífica, que fomentara en los adolescentes habilidades y estrategias personales que les ayudaran a resolver de manera positiva las posibles situaciones de riesgo. Se evidenciaba que la prevención era una tarea que había que ir realizando en todo el proceso educativo. También desde un sector del profesorado se echó pronto en falta un abordaje verdaderamente educativo de estas cuestiones.

La sexualidad, que incluye necesariamente la afectividad, es un elemento fundamental en el desarrollo personal y social del individuo, y repercute en general en todo el proceso formativo. Tras los altibajos en el aprendizaje por parte de algunos chicos y chicas, podemos encontrar, a menudo, problemáticas de tipo sexo-afectivo que la práctica docente no puede ni debe ignorar.

Sin embargo, a veces se oyen voces contradictorias. Unos reclaman que - en este tema como en tantos otros-la escuela intervenga en todo tipo de desaguisados, mientras que otros recelan del posible menoscabo de una tarea que creen reservada a una evanescente misión de la familia. Pero lo cierto es que, como dice el refrán africano, para educar a un niño se necesita a toda la tribu.

Las diferentes encuestas de salud constatan una alta frecuencia de conductas de riesgo susceptibles de ser evitadas con actuaciones educativas. Aun estando de acuerdo con nuevas medidas que hoy se plantean, como la mayor facilidad para el acceso a la píldora poscoital o la modificación en la legislación sobre la interrupción del embarazo en adolescentes, debemos darnos cuenta de que estas actuaciones están sólo en la línea de la reducción de daños.

Hay que integrar la educación sexual en la escuela, pero yendo más allá de enfoques exclusivamente informativos o con un sesgo invariablemente biologista, partiendo del contexto sociocultural de la población a la que va dirigida la acción educativa, haciendo partícipe al adolescente, conduciéndolo a una reflexión y un diálogo sobre algo que para ellos es vida. No se trata de inculcar unos valores, como algunos recelan. Nuestros adolescentes ya viven - lo queramos o no-una notable inmersión en una sociedad hipersexualizada en la calle, en la televisión o en el ciberespacio; ahora se trata de abordar educativamente lo obvio, lo omnipresente. El objetivo básico ha de ser lograr la identificación e integración sexual del individuo, capacitándolo para que cree sus propios valores y actitudes, que le permitan realizarse y vivir su sexualidad de una manera sana y positiva, consciente y responsable en su cultura, su época y su sociedad.

Sin embargo, la mayoría de las intervenciones que se han venido haciendo han connotado casi siempre que la sexualidad es igual a peligro y desgracia, mientras que la percepción que tienen los adolescentes es la de que la sexualidad sugiere realización y felicidad. Tenemos que ser capaces de tratar la sexualidad en clase de forma positiva. De otro modo, no tendremos credibilidad, no pasaremos de parecerles unos pájaros de mal agüero o cenizos aguafiestas, a los que a duras penas se escucha. Habría que abordar también el amor y el desamor, la autoestima y las servidumbres de la estética, el placer y las opciones…, las razones y las emociones.

Tras tres décadas de democracia, seguimos teniendo pendiente una revolución educativa, que no es - o "no es fundamentalmente"-la de las pizarras digitales o los ordenadores per cápita, sino la de acercar el aula a la vida y llevar la vida a las aulas. Entonces, de paso, mejoraremos en tantos aspectos o indicadores de calidad educativa como nos preocupan-o decimos que nos preocupan.

En estas tres décadas, no pocos profesionales de la educación han trabajado en este sentido, tejiendo complicidades, enhebrando voluntades, compartiendo experiencias, depurando métodos, mirando de conjugar lo deseable con lo posible; esfuerzos que se han visto muchas veces desbaratados con erráticos e inopinados cambios en el marco curricular - bajo diversos gobiernos-,por parte de supuestos especialistas que tocan de oído. Más acá de la pastilla sí o la pastilla no, deberíamos plantearnos recoger esas experiencias y esa perspectiva, como mejor forma de prevención, pero también de educación integral para la vida.

Isidre Marías, profesor de secundaria y experto en educación sexual y afectiva.