A lo largo de la vida, muchos españoles cambiamos de lugar de residencia, trabajo, automóvil, pareja, partido político... pero no cambiamos de club de fútbol. Desde chicos, razones sentimentales nos llevan a ser partidarios de un equipo: antes, coleccionábamos sus cromos; ahora, compran sus camisetas. Así seguimos, toda la vida, con fidelidad absoluta a esos colores.
Toda regla tiene su excepción. Hace poco, un amigo mío, catalán, se quedó estupefacto cuando su hermano, del Español, toda la vida, le dijo que se había pasado al Barcelona. «¿Por qué?». La respuesta fue tajante: «Porque defiende lo nuestro». Es decir, la separación de la odiada España.
A ese disparate se ha llegado. Naturalmente, lo niegan los directivos y muchos partidarios del Barcelona: dicen que no quieren la independencia, solamente «el derecho a decidir», «una solución política a un conflicto político», «el democrático derecho al voto», etcétera.
No admiten que eso infringe la Constitución, votada por la mayoría de los españoles; incluidos, por supuesto, los catalanes. Según los datos oficiales, 2.701.870, el 91% de los votos emitidos, frente a 137.845, que votaron «no». Sólo otras cuatro regiones españolas (Andalucía, Canarias, Cantabria y Murcia) superaron a Cataluña en su apoyo. Eso no impide que pretendan ahora decidir algo que corresponde a todos los españoles y que un delito no tenga consecuencias.
Desde hace años, el Barcelona se ha apuntado a estas quimeras, tolerando y patrocinando manifestaciones de carácter claramente independentista. En las últimas elecciones a presidente del club, todos los candidatos (repito: todos) coincidían en eso. El más claro fue Laporta, que, directamente, pidió el apoyo de los socios independentistas: «Fútbol y política siempre han ido unidos. El Barça tiene que estar a favor del derecho a decidir de los catalanes».
Más cauto fue el ganador, Bartomeu, pero, el 11 de enero de 2016, felicitó así a Puigdemont: «Que el acierto os acompañe en esta etapa histórica apasionante que hoy vive nuestro país». Y, al comenzar el juicio del «procés», declaró: «Es un juicio injusto, que se desarrolla en un marco procesal, cuando el Barcelona ya pidió en su día que el conflicto se resolviese en el marco político. El Barça, como club, defiende el derecho a decidir».
En febrero de 2019, el Barcelona ha anunciado que retira las medallas otorgadas a Franco, en 1971 y 1974, porque «ha sido una demanda histórica de nuestros socios». No lo hicieron antes porque no había constancia alguna de eso en las actas de la Junta, pero, gracias a un notable trabajo de investigación -dicen- sí se han encontrado pruebas gráficas.
No hacía falta tanto trabajo, bastaba con acudir a las hemerotecas para documentar algunos hechos:
1. El 27 de mayo de 1951, el Barcelona ganó 3-0 la Copa del Generalísimo, en Chamartín. (Ha ganado esa Copa 9 veces frente a 6, el Madrid: ya se ve a quién apoyaba el Régimen). Su emocionado presidente, Agustín Montal, se quitó la insignia de oro y brillantes del club y, allí mismo, se la impuso a Franco. (El 11 de octubre, la junta directiva decidió entregarle a Montal una nueva insignia).
2. El 13 de octubre de 1971, la junta directiva del Barcelona, con Samitier, fue recibida en audiencia por Franco, en el Palacio del Pardo. Como agradecimiento por su ayuda para la construcción del nuevo pabellón polideportivo del club, le entregaron la medalla de oro del Palacio Blaugrana.
3. El 27 de febrero de 1974 -tres días antes de la ejecución de Puig Antich-, la directiva del Barcelona fue de nuevo al Pardo, a entregar a Franco la medalla de oro del 75 aniversario del club.
4. El 20 de noviembre de 1975, al enterarse de que Franco había muerto, el gerente, Jaime Rosell (padre de Sandro, el futuro presidente) hizo retirar de las instalaciones del club la placa de los «caídos por Dios y por España» y un busto de Franco. Cuenta Montal Costa que se les cayó al suelo y se rompió: no era de bronce, como creían, sino de yeso.
Durante el franquismo, en momentos de graves dificultades económicas, el Barcelona se benefició de tres recalificaciones de terrenos, que le solucionaron la papeleta: una, en 1951, gestionada por el presidente, Miró Sans; otra, en 1955, gracias a Acedo Colunga y al alcalde Porcioles, que fue nombrado «socio de honor»; otra más, en 1965, por Juan Gich y Torcuato Fernández Miranda.
En aquellos años, no era el Barcelona el único club que homenajeaba a Franco pero negarlo ahora no tiene sentido. Dicen que no queda ningún documento en los archivos del club. No he tomado estos datos de la «malvada prensa centralista» sino de «La Vanguardia» (hasta 1978, «La Vanguardia Española»), tan poco sospechosa de anticatalanismo.
El famoso eslogan «más que un club» lo formuló, el 17 de enero de 1968, Narcís de Carreras, en su discurso, tras ser elegido nuevo presidente. (En 1973, lo adoptó Agustín Montal). Conviene recordar el artículo que ese mismo Narcís de Carreras había publicado, en «La Vanguardia», el 1 de octubre de 1960, con motivo del Día del Caudillo»: «Sirviendo a España es como mejor trabajamos por Cataluña. La grandeza de la Patria debe constituir la ilusión de todos los españoles de todas las latitudes y el servicio a España, la obligación de todos los ciudadanos... La Patria lo reclama y el Generalísimo lo merece».
Las finalidades del club, según sus Estatutos, no son políticas. La primera y principal, «el fomento, la práctica, la difusión del fútbol» (y otros deportes).
Contribuyó mucho a crear el mito de un equipo antifranquista el escritor Manuel Vázquez Montalbán (que, por cierto, escribía en castellano). En 1987, proclamó que el Barça es «el ejército de un país desarmado», el símbolo de «un pueblo perdedor, despreciado, sometido al yugo tiránico de las hordas centralistas, una víctima privilegiada». Ese victimismo sigue vivo.
He anotado hechos, no opiniones. El lector sacará sus conclusiones. Algunas son evidentes: ha tardado bastante tiempo el Barcelona en darse cuenta de lo malvado que era Franco. Como ha recordado Pérez Reverte, el refrán clásico ya hablaba de «dar lanzadas a moro muerto». Intentar reescribir la historia es algo típico de todas las dictaduras.
Cuando el Barcelona era sólo un equipo de fútbol, un gran equipo, tenía muchos partidarios, en toda España. Al alinearse con el independentismo, ha colocado a esos partidarios en una situación muy incómoda. Si llegara a realizarse su utopía independentista, el Barcelona jugaría en una Liga exclusivamente catalana, apasionante, para sus partidarios, y seguida con fervor, sin duda, en el mundo entero. Es el riesgo de querer ser mucho más -y mucho menos- que un equipo de fútbol.
Andrés Amorós es catedrático de Literatura Española.