Masaniello

En un determinado momento de la comparecencia en la «embajada» catalana en Madrid para dar cuenta del fracaso de su encuentro con Rajoy, Mas deslizó unas palabras de satisfacción: «Hay que ver las partes buenas de esto». Al escucharlas me acordé inmediatamente de otras, muy similares pero más rotundas, que me dijo a mí hace un año cuando me invitó a almorzar en la sede de la Generalitat.

Fue una comida muy grata. Yo le dediqué un ejemplar de El primer naufragio, que acababa de publicar, y él pareció interesarse mucho por su contenido, toda vez que el Parlament de Cataluña había sido cercado el 15 de junio de ese año por los indignados, en un episodio que fue a la vez remedo de lo ocurrido en el París revolucionario de 1793 y anticipo del fallido intento de esta semana contra el Congreso de los Diputados. Los parlamentarios catalanes fueron zarandeados, escupidos e insultados como los miembros de la Convención Nacional a los que acosaban los sans culottes. «La diferencia -le dije- es que los líderes moderados de entonces no pudieron entrar y salir en helicóptero como hicisteis vosotros; y por eso triunfó el golpe».

La conversación fue sobre ruedas mientras hablamos de economía, enlazando la crisis fiscal que provocó la espiral revolucionaria en Francia con la que padecemos ahora. Mas tiene muy buena cabeza y es un interlocutor activo y brillante. Pero la cosa empezó a torcerse cuando le sugerí que si quería plantear algo tan peliagudo como el pacto fiscal, debía ponerse en el lugar del otro y ofrecer al PP una negociación más amplia que incluyera elementos sensibles para el conjunto de la opinión pública española. Le planteé en concreto que, en un gesto de lealtad constitucional, asumiera la doctrina del Supremo y regulara la posibilidad efectiva de estudiar en español en Cataluña: «¿Qué te costaría que hubiera media docena de colegios públicos en cada provincia en los que los padres pudieran elegir la lengua vehicular?».

Fue como si le hubiera mentado la bicha. Vino a decirme que eso supondría convertir la identidad de Cataluña en moneda de trueque e insistió en la idea de que la lengua es para él «una línea roja» y jamás renunciará a la inmersión obligatoria. Su reflejo pauloviano fue el mismo que nos dejó tan estupefactos cuando en aquel Foro de EL MUNDO en 2002 señaló lo que deben hacer quienes quieran que sus hijos estudien en español en Cataluña: «Que monten un colegio privado para el que lo pague, igual que hicieron los japoneses».

Tras repasar el memorial de agravios nacionalistas desde la era Aznar, y ya en plena transfiguración de encantador doctor Jeckill en crispado mister Hyde, el presidente de la Generalitat se manifestó con total franqueza: «¿Sabes lo que te digo? Que prefiero que las relaciones entre Cataluña y España sean tan malas porque esto obligará a un ejercicio de clarificación».

Bastó cambiar de conversación para que la armonía regresara a la estancia. Pero ahora entiendo qué es lo que tenía Mas en la cabeza cuando me dijo aquello; y veo cuánta planificación y cálculo hay tras la «espontánea» manifestación independentista de la Diada. Está claro que Mas tenía decidido hace tiempo cambiar de bando en la dialéctica revolucionaria y abandonar la causa de la moderación para encabezar a quienes tratan de desbordar el marco constitucional por la vía de la coacción y los hechos consumados. Si durante un tiempo se debatió, como Robespierre, entre acatar la ley o lo que él interpreta como la «voluntad del pueblo de Cataluña», el Incorruptible del partido del 3% ya ha resuelto que es el pueblo el que tiene razón; y por eso no deja de alimentar su cólera. No es que la sublevación vaya a acudir a sacarle de su casa por sorpresa, sino que él mismo ha fijado ya su itinerario.

Ése fue también el verdadero trasfondo de otra revolución que aparece ahora como referente de la Cataluña rebelde, reforzado por la coincidencia fonética que identifica al Molt Honorable con el singular personaje que la protagonizó. Me refiero a la insurrección napolitana de 1647, contra el mismo Felipe IV con el que estaba en guerra Cataluña desde el Corpus de Sangre de 1640. Y me refiero a su líder, el pescador Tomasso Aniello, a quien sus contemporáneos denominaban con el diminutivo de Mas Aniello y la Historia sintetizó pronto como Masaniello.

Todo empezó también por el supuesto expolio fiscal español. Nápoles se quejaba de ser, junto a Castilla, el territorio que más aportaba a las arcas reales. Con la diferencia de que esos tributos financiaban entonces el esfuerzo bélico -la Unión de Armas ideada por Olivares- y no la solidaridad interterritorial.

«La presión fiscal y el aumento de la deuda pública contribuyeron a agudizar los problemas sociales», asegura la especialista en el periodo Isabel Enciso. La gabela o impuesto sobre las frutas y verduras fue la gota que hizo rebosar el vaso y Masaniello enarboló la bandera de la exigencia de un nuevo marco fiscal. El 7 de julio miles de napolitanos furiosos le siguieron en tropel hacia el palacio del virrey, gritando «¡Viva Dio e il re di Spagna, mora il mal governo!». Reclamaban una unión en la Corona como la que ahora le gustaría plantear a Mas, a nada que el Rey Juan Carlos se dejara.

El duque de Arcos reculó, anuló ese impuesto, abandonó la residencia virreinal y se refugió en un castillo protegido por sus tropas, para no sufrir la misma suerte que corrió siete años antes su colega Santa Coloma, cazado como un conejo en las Atarazanas y apiolado por los heroicos segadors en la playa de Barcelona. El triunfo de Masaniello fue tan fulgurante que enseguida quedó proclamado Capitán General del Pueblo e investido de poderes absolutos para negociar nuevas reivindicaciones con el virrey. Los napolitanos habían caído en las redes de un hábil pescador en aguas revueltas, representado siempre con su gorro rojo de lana, tan similar a la barretina. Los historiadores lo describen a la vez como «temerario, orgulloso y prepotente» y como «dinámico, vivaz y envolvente».

Es verdad que, ni siquiera en ese momento álgido de su popularidad, hubo nadie que le denominara «Moisés del nacionalismo» ni menos aún que le presentara como «un hombre de palabra, comprometido con la verdad, sobrio, consecuente con sus principios, formado en una disciplina rigurosa con él mismo». Claro que en Nápoles no había entonces periódicos subvencionados con millones de euros de dinero público para anteponer la «construcción nacional» al derecho a la información de los ciudadanos, de acuerdo con las teorías tercermundistas sustentadas en la Unesco de los años 70 por su director general, el senegalés M'Bow.

Por cierto que esa segunda cita hagiográfica, extraída de una columna-botafumeiro publicada el miércoles en La Vanguardia bajo el título «Una integridad desbordante», se completaba con una exaltación del «carácter» de Artur Mas «en el sentido más fuerte y completo de la palabra, tal y como lo entendía Batista i Roca, el fundador del escultismo en Catalunya». No todos los blow jobs son iguales. Decir eso de alguien no es cualquier cosa y menos con tal fuente de autoridad.

(Permítanme que dentro de este paréntesis aporte alguna pincelada definitoria del personaje invocado como antecedente intelectual y referencia moral para el presidente de la Generalitat. Lo haré primero con sus propias palabras. Josep María Batista i Roca, introductor en efecto de los boy scouts en Cataluña, publicó en 1925 un artículo titulado «Raça, Poble i Nació» en el que se refería a las variantes que el idioma catalán había experimentado a lo largo de los siglos y añadía: «Les característiques racials dels catalans durante totes aquestes vicissituds s'han mantingut inalterables. Els cranis que apareixen en les estacions neolitiques de més de cinc mil anys anrera, son dolicocèfals pertanyents a la mateixa raça mediterrània a què pertanyen la majoria dels catalans moderns. La raça resta. La llengua varia». Para alegar a continuación que, si es un error considerar que por el mero hecho de vivir en una misma «península» se pertenece a la misma raza, todavía caben mayores aberraciones: «Pitjor és encara creure que els habitants d'un Estat, pel sol fet d'esserho, ja formen una raça apart, com aquells que parlen d'una certa 'raza' espanyola, hispana o ibera, que cap antropòleg coneix». Comprenderán que a uno le dé vergüenza traducir según qué cosas. Pero terminaré la semblanza añadiendo que, medio siglo después de estas divagaciones sobre la pureza étnica, el dolicocéfalo en cuestión impulsó el llamado Exercit Popular Catalá y fue señalado por quienes evisceraron al empresario Bultó y al matrimonio Viola, adhiriendo artefactos explosivos a sus cuerpos, como el inspirador directo de sus actos terroristas. Ya lo saben, he ahí el modelo: «fuerte y completo». No me extraña que le dedicaran una calle).

Habíamos dejado a Masaniello subido en la cresta de la ola de la rebelión. Él y sus colaboradores, entre los que destacaba el viejo Genoino -una especie de Jordi Pujol del nacionalismo napolitano- transformaron sobre la marcha la protesta contra los impuestos en una escalada de reivindicaciones soberanistas, basadas en pretendidos privilegios otorgados por Carlos V. Lo que en realidad se estaba cocinando era una efímera República Napolitana, tutelada por la Francia del mismo Luis XIII que había sido proclamado seis años antes rey de la Cataluña separatista. Si algo prueba hasta dónde llegó la ceremonia de la confusión son las denominaciones de Reale Repubblica y Serenissima Monarchia Repubblicana di Napoli que sucesivamente adoptó la nueva entidad.

En su huida hacia adelante Masaniello había aglutinado, con ayuda de la Iglesia, una coalición variopinta en la que las clases populares y la incipiente burguesía eran las que se movilizaban, pero otros movían los hilos. «Ni se trató de un acto espontáneo, ni estuvo dirigido con fines claros», asegura Isabel Enciso. Según Rosario Villari, autora de un libro sobre la materia, «fue en definitiva la propia revolución la que se encargó de enmascarar el carácter un tanto frívolo y anacrónico de las tentativas de crear un movimiento independentista vinculado a las reivindicaciones y ambiciones de la nobleza». Se trataba, en definitiva, de un intento de «refeudalización» del poder al servicio de la oligarquía.

Bastó una semana de ejercicio gubernamental por parte de Masaniello para que afloraran las contradicciones entre los intereses de los grupos sociales que le habían respaldado. El mesiánico pescador en aguas turbias comenzó además a dar síntomas de autoritarismo y prepotencia. Pronto circularon noticias de que se había vuelto loco -recreándose, como haría Robespierre, en la visión de su propia muerte- y de que quería erigirse en dictador. El 16 de julio fue asesinado por una parte de sus seguidores, conchabados con sectores nobiliarios próximos al virrey. «En una reacción que ha sido interpretada como un rasgo de la volubilidad del comportamiento colectivo, el pueblo se lanzó contra el cuerpo de Masaniello para, después, ensalzarlo y tratarlo como un santo», concluye la profesora Enciso.

Las tropas bajo el mando de Juan José de Austria, hijo bastardo del rey, restablecieron en 1648 la normalidad institucional en el Reino de Nápoles. Cuatro años después liberaron Cataluña del oprobioso dominio francés, reintegrándola a la Corona de España para satisfacción de la mayor parte de sus habitantes.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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