Mascarillas de Moncloa

Es claro que los plagios de las obras intelectuales no solo están mal visto socialmente, sino que además conviene que estén penalizados, mientras que no ocurre lo mismo con los plagios de los hechos históricos. Es más: cuando en la Historia sale bien un complicado problema, los políticos posteriores, cuando tienen poca imaginación, tienden a imitar las soluciones que se aplicaron en aquel entonces. Pero quien quiere plagiar en el presente lo que sucedió en el pasado, corre el riesgo de que, en vez de una solución, lo que provoque sea un desbarajuste que lo complique aún más.

Plagiar un hecho histórico no es tan fácil, pues aunque se copien las soluciones que tuvieron éxito, no hay que olvidar que se tomaron dentro de un contexto concreto, por lo que no se puede garantizar el mismo resultado en un panorama distinto. Algo de esto ya pasó con la Transición, porque ha habido políticos que, ante las dificultades por las que hemos atravesado, hablaron de hacer una segunda Transición para resolverlas. Y ahora algunos se empeñan en que nos encontramos ante una situación semejante a la que dio lugar a los Pactos de la Moncloa. Pero hete aquí que lo que está en juego no es, ni más ni menos, sin que nos demos cuenta de ello, si estamos ante un cambio de civilización. La cual podríamos describir como el conjunto de costumbres, de ideas, de creencias, de temas culturales y de conocimientos técnicos que caracterizan a un grupo humano en un momento determinado. Definición que habría que matizar ahora con el fenómeno de la globalización, cuestión que podría atenuarse si en un espacio de tiempo no demasiado largo se encontrase una vacuna que curase el coronavirus. Así ocurrió con la penicilina, pero, en cualquier caso, esto es algo que no se puede prever, y lo que no se puede prever no es válido para conservar un edificio que puede ceder porque los cimientos le fallan. No se puede descartar, al contrario, que haya un nuevo brote, como señalan algunos científicos, lo que sería un desastre total si no nos preparamos desde ya. Es más, ha surgido una interesante polémica sobre si la respuesta a esta catástrofe se controla mejor en un país centralizado como Francia o en aquellos descentralizados como Alemania o EEUU. Cada sistema tiene sus ventajas y sus inconvenientes y habrá que esperar algún tiempo para emitir un juicio serio.

De ahí que si viniese un visitante de otro planeta más desarrollado que el nuestro se quedaría admirado de lo que está sucediendo en los países que integran el nuestro. La razón es que si no curamos a tiempo esta pandemia no quedará más remedio que buscar otro modo de vida. Después de lo que acabo de decir se quedaría pasmado con el caso de España, porque, aunque en teoría es un país descentralizado, en la realidad no lo es, porque no existen medidas para unificar las comunidades autónomas con las mismas competencias y no existe un sistema de coordinación eficaz entre ellas como en Alemania ni con el poder central. El caso de las mascarillas defectuosas, en las que se han tirado millones de euros, es sintomático. Sea lo que fuere, España es el país que tiene proporcionalmente más muertos en relación con su población, y su Gobierno central y algunos autonómicos están en manos de unos irresponsables que no sabemos a dónde nos pueden conducir. Las cifras exactas de contagiados y muertos no se conocen con exactitud; las mascarillas no sirven ni para un carnaval; los estudiantes ignoran si van a perder este curso o si les regalan un aprobado general, etcétera, etcétera.

Y, por si fuera poco, la cuestión es mucho más grave a causa de las palabras irresponsables del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, que ha insinuado que existe una «función de minimizar» las críticas adversas al Gobierno por parte de sus subordinados en lugar de mantener su neutralidad. Parece que el Ejecutivo preferiría comprar bozales en vez de mascarillas, porque da la impresión de que está en peligro la libertad de expresión. Es cierto que se están restringiendo algunos otros derechos como el de la libertad de circulación, pero en este caso no ha sido por la voluntad de los gobernantes, sino por recomendación de los médicos, que lo hacen para evitar el contagio lo más que se pueda.

Se me dirá que este desastre general es causa de un fenómeno de la naturaleza que no podíamos prever. Sí y no. Si se hubieran hecho las cosas bien, no habría dicho Alemania que está dispuesta a ayudarnos. Pero ya no sirve disimular y hay que decir las cosas claras

Tenemos ciertamente un Gobierno de incompetentes, empezando por el presidente que, fundamentalmente, tiene que resolver tres problemas con su teoría de los Pactos. El primero, encontrar un acuerdo con las Comunidades Autónomas para luchar contra la pandemia. En segundo lugar, se encuentra el problema económico que puede llegar a ser dramático si no se toman algunas medidas adecuadas. Y, en tercer lugar, es necesario hacer una serie de reformas para salir del caos institucional a que se ha llegado en esta situación por no haber hecho las reformas debidas de la Constitución.

Como dije al principio, no se pueden plagiar los hechos históricos. En efecto, como los miembros del Gobierno (y también los de la oposición) saben poco de Historia, pero son maestros en el plagio, ahora quieren hacer unos nuevos pactos de la Moncloa para salir del embrollo en que nos han situado, pues, tras el coronavirus, viene el derrumbe económico y de las instituciones que no funcionan y que habría que reformar cuanto antes. Por poner un ejemplo, habría que evitar que el Congreso de los Diputados esté tan vacío que ni siquiera entran los virus, es decir, habría que reformar el Reglamento para casos como el actual, a fin de que la Diputación Permanente tuviese el papel de controlar al poder y no dejar que se vaya instalando poco a poco un peligroso estalinismo sanitario, que nos recorte los derechos, empezando, como ya he dicho, por la libertad de expresión.

Los Pactos de la Moncloa de 1977 tenían tres claros objetivos que dependían de la forma en que se hizo la Transición. Era necesario que se pusieran de acuerdo quienes se habían enfrentado en una sangrienta guerra, seguida de la Dictadura franquista. Hacía falta unificar esfuerzos para resolver el deterioro de la situación en que se encontraba el país, como consecuencia de la subida exagerada del precio del petróleo. No cabía enfrentarse si, además de superar la deteriorada economía, se aspiraba a construir un régimen constitucional, utilizando un método reformista que nos llevase a la democracia de forma pacífica. Ambos objetivos se consiguieron.

Lo que ocurre hoy no es lo mismo, pues se trata de una añagaza para engañar a la oposición y poder aprobar los Presupuestos Generales, indispensables para que Pedro Sánchez se mantenga en el poder. Y para ello se saca de la chistera el conejo de unos pactos, disfrazándolo con un objetivo engañoso, porque aquí y ahora es todo mucho más complicado que lo que ocurría en los primeros pactos, que fueron pactos y no argucias como ahora. En el caso milagroso de que se dé cuenta de la situación y dimita, saldríamos de Málaga para entrar en Malagón, porque tiene el enemigo dentro de casa. El astuto y perverso Pablo Iglesias, como siempre que actúa, tiene dos caras y habrá que esperar a ver cuál es la que va a utilizar ahora.

Sea la que sea, su flexible ambigüedad me recuerda aquel viejo cuento de un capitán de barco que dirigía magistralmente las maniobras del buque, tras haber consultado unos papeles que tenía en una caja blindada, lo que provocaba la curiosidad de todos los marineros. Cuando el capitán murió, sus inferiores fueron corriendo a forzar la caja para ver lo que había dentro y se encontraron con la sorpresa de que solamente había un papel en el que estaban escritas las siguientes palabras: «Babor izquierda, Estribor derecha». Algo semejante es lo que parece hacer Iglesias.

En definitiva, no es posible la segunda edición de los llamados Pactos de la Moncloa, porque cada uno va a arrimar el ascua a su sardina: Pedro Sánchez quiere quedarse en La Moncloa como sea; Pablo Iglesias quitarle el puesto y acabar con la Monarquía; los nacionalistas catalanes, aun divididos, la autodeterminación; el PNV, profundizar en un Estatuto para que se convierta, sin que nadie se dé cuenta, en una Constitución. Y la oposición, diferenciada por sus matices, podríamos señalar que teóricamente quiere el bien de España, pero no fue capaz de impedir tras las últimas elecciones que se formase un Ejecutivo tan incompetente como el que tenemos.

Por lo tanto, si no se forma un Gobierno de unidad nacional o de coalición solo del PSOE con el PP, lo mejor es decidirse por la única opción que queda, pues así no podemos continuar: dar la voz a los españoles, es decir, convocar elecciones ya.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional.

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