Matar al padre en nuestra hora más negra

Hay una escena de la película Un Método Peligroso del canadiense David Cronenberg que desconcierta incluso a los mayores adictos al cine psicológico. Es el momento en que Sigmund Freud y su hasta entonces discípulo Carl Jung discuten, al término de una reunión académica, sobre las razones por las que Amenophis IV decidió eliminar todo vestigio iconográfico del reinado de su padre Amenophis III para transformarse en Akenathon. Cuando Jung discute la tesis de su maestro, que relaciona lo ocurrido con el origen del monoteísmo, Freud asume tan mal su rebelión intelectual que se congestiona, hasta rodar por el suelo desvanecido.

La escena es fiel reflejo de lo sucedido en 1912, durante el Congreso Psicoanalítico de Munich. Su magia reside en que tanto el objeto de la discusión, como su propia dinámica y consecuencias, plantean una misma pulsión, recurrente en la antropología: la necesidad, conveniencia y utilidad de matar al padre. "Querías matar a tu padre para ser tú mismo tu padre. Ahora ya eres tu padre, pero un padre muerto", escribiría el propio Freud.

Mezclemos esta inclinación de la naturaleza humana con el impulso primitivo de ofrecer víctimas propiciatorias para aplacar a los dioses, cuando su imaginaria cólera hace recaer las peores calamidades sobre una comunidad, y entenderemos por qué las caceroladas contra Juan Carlos I serán tanto más ruidosas cuanto más devastadora sea la epidemia de coronavirus.

Matar al padre en nuestra hora más negraUna tragedia colectiva de la dimensión sobrecogedora que va adquiriendo ésta, con decenas de miles de infectados, enfermos en estado crítico esperando turno para ser intubados y cadáveres en lista de espera de hasta tres días para ser incinerados, genera la búsqueda inconsciente de una catarsis de similar envergadura. Y Juan Carlos de Borbón es el hombre porque, antes que el padre biológico de Felipe VI, es el padre común de la España democrática, gestada durante la Transición.

Podríamos decir, de hecho, que Felipe VI es el ejecutor vicario, obligado a matar a su padre, en nombre de todos nosotros, sus hermanos políticos. Y que el reproche que puede terminar dañándole, de manera poco menos que irreversible para la institución monárquica, es que le está matando demasiado poco y demasiado tarde.

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Hay que reconocer que lo de matar al padre es poco menos que una tradición en la Monarquía española, con tintes de tragedia clásica. Desde la leyenda negra sobre Don Carlos y Felipe II a la propia traición de "Juanito" a don Juan de Borbón, pasando naturalmente por la conducta del futuro Rey Felón, Fernando VII, frente a Carlos IV, en los bochornosos episodios de El Escorial, Aranjuez y Bayona.

En el caso de Juan Carlos I, ahora queda claro que aquel día del verano del 69, en que aceptó la sucesión de manos de Franco, a costa de los derechos dinásticos de don Juan, empezó a cumplirse ese dictamen de Freud, con aires de maldición bíblica: "Ahora ya eres tu padre, pero un padre muerto".

¿Cuánto tiempo lleva "muerto", no ya desde el punto de vista del prestigio social, sino desde el prisma del más elemental sentido de la decencia, Juan Carlos I? La opinión convencional sitúa sin duda su "óbito" el 13 de abril de 2012, cuando se rompió la cadera en la cacería de Botswana, junto a Corinna, con todas sus anejas trapisondas. Pero su dimensión ética había "fallecido" mucho antes, aunque no nos hubiéramos dado cuenta.

Ahora sabemos que era ya un cadáver ambulante en 2008 cuando, en plena escalada de la crisis económica que tanto dañaría a tantos españoles, cobró la comisión de cien millones de dólares de la Monarquía saudí, a costa de la construcción del AVE a La Meca, a través de la cuenta suiza de la fundación panameña Lucum. Y aunque probablemente había encontrado en Corinna Zu Wittgenstein su alma gemela, en materia de falta de escrúpulos, transferirle la culpa a ella, según el mito de la mujer fatal o la aventurera malvada, al que se aferran las últimas plumas cortesanas, no se corresponde en absoluto con la realidad.

Porque Corinna aún no había entrado en la vida de Juan Carlos cuando en 2003 su presunto testaferro Álvaro de Orleans cobró los 50 millones de comisión por la venta del Banco Zaragozano a Barclays que hizo de oro a dos estafadores de pro como los Albertos, íntimos amigos del monarca. Nunca sabremos cual fue el papel de Juan Carlos en las resoluciones del Banco de España, autorizando la operación, y del Tribunal Constitucional, evitando el ingreso en prisión de sus compañeros de cacerías, mediante un cambio de doctrina sobre la prescripción. Pero cualquiera puede sumar dos y dos.

Y Corinna no era sino una joven y desconocida señora Adkins cuando, en la primera mitad de los 90, Juan Carlos también cobró, también presuntamente, otros cien millones de dólares del gobierno de Kuwait, a través del grupo KIO, como recompensa por el apoyo español a la primera guerra del Golfo, que sirvió para expulsar al invasor Sadam Husein y reponer a la familia Al Sabaj en el emirato.

Siempre recordaré la consternación que me produjeron las confidencias de Javier de la Rosa sobre ese asunto, la noche del 24 de mayo de 1995 en el reservado "Número 1" de la primera planta del restaurante Jockey. Según él, Juan Carlos había recibido dos pagos de 80 y 20 milllones "en una cuenta suiza llamada Stuart" y le había dado las gracias, como máximo ejecutivo de KIO en España, durante una cena en el hotel Claridge de Londres.

-Lo tengo todo grabado... El quería mostrarnos su agradecimiento. Luego fuimos a una cabina y llamamos a los kuwaitíes para decírselo... El próximo día que nos veamos te traigo la cinta, la oyes y tú mismo sacas las conclusiones.

Javier de la Rosa nunca me trajo la cinta y eso me ayudó a aferrarme a la incredulidad. Un cuarto de siglo después, la trayectoria de Juan Carlos como voraz ave de rapiña avala, por desgracia, retrospectivamente, ese relato. Tal vez sea exagerado pensar que quien hace un cesto, hace ciento, pero todo indica que desde el inicio de su reinado Juan Carlos de Borbón ha sido un Monarca en alquiler.

Incluso es probable que Ruiz Mateos dijera la verdad cuando contó en 1984, tras la expropiación de Rumasa, que había pagado tres millones de dólares al Rey, a través de una cuenta en Estados Unidos, para que neutralizara preventivamente a su némesis, el entonces subgobernador, Mariano Rubio. Nadie le creyó, como tampoco creímos a De la Rosa y tampoco hemos creído a Corinna hasta que sus abogados han puesto los documentos sobre la mesa. Temíamos que fuera verdad y la mayoría prefería mirar para otro lado. Pero Juan Carlos ha jugado tantas veces con fuego, que era inevitable que, antes o después, alguno de sus cómplices le traicionara.

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Asumir que "el Rey de todos los españoles", el "Monarca de la generación del cambio", el piloto de la Transición, el hombre providencial de la noche del 23-F, ha sido durante todo su reinado un corrupto de tomo y lomo, sería tremendo en cualquier circunstancia. Hacerlo en medio de una catástrofe sanitaria y económica como la que está asolando España, produce una mezcla de indignación y angustia difícilmente soportable.

Si examinamos el Estado de la Nación desde la torre central del lúgubre panóptico carcelario -imaginado por Bentham a finales del XVIII-, en el que hemos quedado encerrados 45 millones de reclusos, amenazados por el virus, el panorama no puede ser más desolador. La semana concluye camino de las mil quinientas víctimas mortales y casi el triple de casos diagnosticados de los que pronosticó Sánchez al declarar el Estado de Alarma. Con la conciencia, además, de que las estadísticas no incluyen a la mayoría de los que estamos pasando la epidemia sin atención hospitalaria ni síntomas graves.

Corremos el riesgo de convertirnos, en triste competencia con Italia, en el país del mundo más dañado por el coronavirus y eso alienta fundados debates como el de la reacción tardía de nuestro gobierno, la insuficiente dotación del sistema sanitario o los fallos de coordinación entre administraciones. Se trata de un escenario de libro para haber formado el Gobierno de Concentración, el Gabinete de Guerra, al que apelaba en mi Carta de la semana pasada. Sólo así podría haber una corresponsabilidad real entre las principales fuerzas políticas que ahogara los reproches y pusiera todas las energías al servicio del objetivo común de la supervivencia.

Pero está visto que Sánchez quiere liderar el empeño en solitario, protagonizando interminables comparecencias en las que insiste en la retórica de la unidad, sin articular ningún mecanismo para encauzarla, ni siquiera dignarse mirar a la cara al líder de la oposición. Es como ese torero efectista y temerario que, después de ser volteado y corneado, grita "¡Dejadme sólo!", tanto a los compañeros de terna que acuden al quite, como a los propios miembros de su cuadrilla.

Es evidente que sueña con ceñir sobre sus sienes los laureles del Día de la Victoria, sin darse cuenta de que, además de llevar una profunda cornada en el cuerpo que le desangra día a día, al paso que vamos, será imposible distinguir esa victoria de la derrota, pues nadie podrá proclamar ningún triunfo sobre un escenario atiborrado de cadáveres.

Este exceso de arrogancia terminará pasando factura a Sánchez. Sobre todo, teniendo en cuenta que el que no va a admitir quedarse en el burladero es Pablo Iglesias, lo que amplifica el potencial riesgo de conflictos dentro de su coalición. Es difícil imaginar a la oposición en silencio, mientras los ministros de Podemos torpedean las medidas ortodoxas de Calviño. O no digamos mientras Rufián recupera su tono más barriobajero para execrar al mismo Gobierno al que mantiene como rehén y Torra se supera día a día en vileza y desvarío.

Casado advirtió a Sánchez que "encontrará más lealtad en el PP que en sus socios de investidura" y eso es lo que reflejó su intervención parlamentaria del miércoles. Pero esa buena disposición quebrará, antes o después, a menos que encuentre un cauce de colaboración política. El gran desafío que afronta Sánchez es el de ayudar a que le ayuden y no parece estar dispuesto a ello.

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Todo configura nuestra hora más negra. Una fase de calamidad colectiva como la que debieron de vivir nuestros ancestros durante las guerras mundiales, la última guerra civil española o nuestra primera posguerra. Una de esas hecatombes recurrentes en la historia de la humanidad, de las que las generaciones de la Transición llevábamos camino de librarnos, que se ha abatido sobre nosotros cuando menos lo esperábamos. Un trauma compartido en el que la guadaña de la muerte va haciendo su implacable cosecha, desmochando proyectos e ilusiones, mientras los todavía sanos ven menguar sus ahorros y peligrar sus puestos de trabajo.

Y es en medio de este desmoronamiento general, cuando las circunstancias nos obligan, para colmo de males, a encarar la verdad más inconveniente, en el momento más inapropiado. Pero después del reconocimiento de los hechos por parte de la propia Casa Real, ya no podemos mirar para otro lado. Toca admitir que el Jefe del Estado que con tanto acierto liquidó la dictadura y apuntaló la democracia era simultáneamente un golfo apandador de la peor laya.

Y toca admitir que la reacción de Felipe VI, con el brindis al sol de la extemporánea renuncia a la herencia fruto de la rapiña y la retirada de la asignación presupuestaria a su padre un año después de haber conocido la existencia de la Fundación Lucum, es tibia e insuficiente. Ni siquiera sabemos cuándo y cómo informó al Gobierno de la comunicación del bufete británico recibida en marzo de 2019.

Esto no puede quedar así y menos resolverse con el puente de plata de un exilio que diluya todo en la bruma del olvido. Necesitamos que aflore la verdad completa por repugnante que resulte. Si a alguien se le debe exigir que devuelva el cofre del tesoro es a Juan Carlos de Borbón. Al margen de lo que resulte de la vía penal -debate sobre inmunidades incluido-, tiene todo el sentido crear una comisión de investigación parlamentaria que indague la dimensión, origen y localización de su fortuna, para diseñar luego los instrumentos legales que permitan recuperarla.

Sólo mediante un exorcismo así, que convierta a Felipe VI en un nuevo Akenathon, capaz de romper todas las amarras con el pasado, junto a su Letizia/Nefertiti, podrá sobrevivir la Monarquía. Y, no es por llevar una vez más el agua a mi molino, pero si faltaba un último argumento para que la Nación se exprese con una sola voz, a través de un gobierno de emergencia mientras dure la epidemia, ya lo tenemos. Porque sólo la familia que mata al padre unida, permanece unida.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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