Matemática, física e inmigración

La realidad puede leerse desde diversos ángulos y perspectivas. Verbigracia: desde la filosofía, el arte, la literatura o las ciencias humanas. Y, por supuesto, desde la ciencia abstracta y la fáctica. A fin de cuentas, como señaló Noretta Koertge, en su popular The Nature of Scientific Inquiry (1982), «los científicos tratan de entender el mundo». Sin la victoria del logos sobre el mito en la Grecia clásica, sin la dialéctica entre fe y razón en el seno de la filosofía medieval, sin la ciencia moderna de Copérnico, Bacon, Galileo o Descartes, sin Cervantes, Shakespeare Stendhal, Balzac, Leopardi o Dostoyevski, sin la Ilustración, sin la Revolución francesa y la Revolución americana, sin el materialismo histórico, sin la sociología de Weber, sin el individualismo metodológico, sin la relatividad de Einstein, o sin el expresionismo abstracto de Rothko, Pollok o Rooning, sin todo ello, el ser humano leería –percibiría, interpretaría y entendería– la realidad de otra manera.

En cualquier caso, en la lectura de la realidad, las letras y las ciencias humanas suelen imponerse a la ciencia abstracta y la fáctica. Hablemos, por ejemplo, de las migraciones. En este asunto, además de la política, que es la responsable de administrar la cuestión, quien toma la palabra es la sociología, la historia o la economía. Unos y otros sacan a colación los derechos humanos, el derecho internacional, la mala consciencia de occidental privilegiado, la ética, el recuerdo y enseñanzas del pasado, el cálculo táctico y estratégico de bajo vuelo y a corto plazo, la seguridad, la solidaridad, el altruismo o los efectos económicos de la ola migratoria.

Así las cosas, a uno se le ocurre pensar qué diría la ciencia abstracta y la fáctica al respecto. La matemática y la física, por ejemplo. ¿Qué dirían la matemática y la física sobre las migraciones?

Quizá valdría la pena recordar el llamado modelo de Ising, propuesto en 1925 por el matemático y físico alemán Ernst Ising. En principio, el modelo de Ising examina el comportamiento de unos imanes que no son sino un conjunto de pequeñas brújulas que se orientan y ordenan en la misma dirección, siempre y cuando no se supere la llamada temperatura de Curie. Por encima de esta temperatura, surge el azar y los imanes se desorientan y desordenan. Este modelo, que abrió las puertas de la física estadística y la ciencia de los sistemas complejos, no se aplica únicamente a los temas científicos, sino también al comportamiento de los seres humanos. Así, esta nueva ciencia estudia los gases, los cromosomas, el cerebro o el movimiento de las hormigas. Y, también la ciudad, el tráfico, los mercados financieros, los flujos de información, la propagación de la cultura o las migraciones humanas.

Por lo que se refiere a las migraciones, el modelo de Ising explicaría que, cuando se supera la temperatura de Curie –esto es, cuando la sociedad receptora percibe que existe un número excesivamente elevado de migrantes, unos comportamientos anómicos que alteran el orden establecido, una cultura al margen que cuestiona la propia–, cuando esa es la percepción, la sociedad de acogida, como los imanes del experimento inicial del matemático y físico alemán, se sobrecalienta y desorienta. Y cuando eso ocurre, ¿qué prevé el modelo de Ising? Una transición de fase repleta de situaciones críticas dominadas por el azar. O lo que es lo mismo, cualquier respuesta de unos y otros –de la sociedad acogedora y de los migrantes acogidos o que solicitan la acogida– es posible. Es posible la xenofobia y el racismo, la revuelta, la integración o la sumisión. De unos y otros. Finalmente, el sistema recuperará el equilibrio, el sistema recuperará el estado inicial, siempre y cuando la temperatura descienda.

Si la matemática y la física ponen a nuestro alcance un enfoque susceptible de analizar el fenómeno de la migración, otro tanto hace la cibernética. En Una introducción a la cibernética (1963), W. R. Ashby formuló la ley que lleva su nombre. Según la ley de Ashby, cuando aumenta la incertidumbre del entorno de un determinado sistema, dicho sistema sólo puede mantener la estabilidad afirmando su complejidad e incrementando su capacidad de protección y respuesta frente a la desestabilización que proviene del entorno. La ley de Ashby, formulada para estabilizar los sistemas cibernéticos, puede ser útil –otra vez la analogía, como ocurría con el modelo de Ising– para interpretar el fenómeno de la migración y la xenofobia. He aquí la analogía en dos tiempos: la migración puede aumentar la incertidumbre –desempleo, inseguridad, diferencialismo cultural– de una sociedad; dicha sociedad cree que sólo puede mantener la estabilidad afirmando su complejidad, pero, sobre todo, incrementando su capacidad de protección y respuesta –legal o extralegal: la xenofobia sería una respuesta extralegal– frente a la desestabilización –real o imaginaria, esa es otra cuestión– que la migración comporta.

Según el modelo de Ising, el sistema recuperará el equilibrio y el estado inicial cuando la temperatura sea inferior a la de Curie. Es decir, la sociedad de acogida recuperará su estabilidad cuando las tensiones –reales o imaginarias– creadas por la migración se enfríen. Según la ley de Ashby, el sistema mantendrá su estabilidad si, aceptando la complejidad, se protege de la desestabilización del entorno. Es decir, la sociedad de acogida recuperará el equilibrio si se protege de la desvertebración –real o imaginaria– propiciada por la migración. Pero, ¿cómo lograr que ello se haga realidad? ¿Cómo lograr que la xenofobia o el racismo no aumenten más allá de lo que resulta estadísticamente previsible, aunque no aceptable, en cualquier sociedad? Ahí es cuando, más allá de la ciencia, la política debe tomar la palabra. Ese es su trabajo.

Dicho lo cual, conviene añadir que el político haría bien –aunque finalmente es él quien tiene la última palabra y la responsabilidad de la decisión– en consultar, cuando convenga, una ciencia gracias a la cual el ser humano ha logrado vivir más y más dignamente. Por lo demás, la ciencia tiene una ventaja que no suele ponderarse debidamente: al ser amoral, carece de mala consciencia y se limita a constatar lo que existe. A leer la realidad, se decía al inicio de estas líneas. Amoral, segunda acepción del DRAE: «Dicho de una obra humana, especialmente artística: Que de propósito prescinde del fin moral». La ciencia, al igual que sucede, por ejemplo, con la geometría, funciona de acuerdo a unos métodos y unas leyes que la sitúan fuera del alcance de la ética. Cabe recordar, al respecto, que una cosa es la ciencia y otra el uso que de ella se haga. Otra ventaja de la ciencia: cuando se equivoca, rectifica sin complejos. No todos lo hacen. Por ello, la ciencia suele ser una buena consejera. Y, guste o no al político de turno, lo entienda y asuma o no el político con mando en plaza, la ciencia, como señaló Thomas S. Kuhn en ese clásico del siglo XX que es La estructura de las revoluciones científicas (1962), «modifica la perspectiva histórica de la comunidad que la experimenta». Convendría tenerlo en cuenta. Sin prejuicios.

Miquel Porta Perales, escritor.

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