Matemáticas socioemotivas y democracia

Las transformaciones curriculares de la Ley Orgánica de Modificación de la LOE no debieran sorprender a nadie: constituyen otro nudo en la actual maraña política y un ejemplo más de las recientes derivas sociopolíticas. De la Lomloe afirmó su artífice, la ex ministra Celaá, que asegurará la «excelencia para todos y eso significa equidad». Sin dudar de la buena fe del ministerio y de nuestros legisladores, no estará de más someter los conceptos excelencia y equidad a una somera reflexión porque, como proclamó Humboldt hace dos siglos, el futuro de toda democracia depende de la calidad científica y de la imparcialidad de su sistema educativo.

Siendo la excelencia un valor relativo, la excelencia intelectual para todos resulta imposible porque no todos poseen las capacidades intelectivas para alcanzarla. La única igualación intelectual factible consistiría en aplicar el rasero de la potencia cognoscitiva mínima, lo cual difícilmente redundará en el progreso ni merecerá el apelativo de progresista.

Cometido de toda democracia es velar por la equidad y la libertad. Mas existen diversas categorías de equidad y no todas complementan a la libertad. La democracia liberal reconoce la igualdad ante la ley y la igualdad moral, comprendidas en la igualdad de oportunidades y arraigadas en Occidente desde la Antigüedad grecolatina. La igualdad jurídica se recogía en las leyes atenienses de Solón en el siglo VI a. C., inspiradoras de la Ley de las Doce Tablas de Roma. La igualdad moral, proclamada por el cristianismo, reconoce la dignidad humana de todos. Formas de igualdad muy distintas son las igualdades económica e intelectual, cuya imposición es característica de regímenes totalitarios.

La Lomloe propone una excelencia irrealizable no solo porque pretenda igualar el suspenso al aprobado, sino porque da a materias científicas, como las matemáticas, un enfoque socioemocional. Loable es velar por el estado emocional de las futuras generaciones, aunque debemos reconocer la recia salud socioemocional de la sociedad actual, cifrada precisamente en las igualdades jurídica y moral.

La equiparación del suspenso al aprobado socava la excelencia y aborta la competitividad. Siendo la competición inherente al disfrute de la libertad, la competitividad constituye uno de los principios rectores de toda democracia. Esto es así porque la única libertad posible en una democracia es la libertad del individuo, antepuesta y sobrepuesta siempre a la libertad de grupo propia de tiranías de diversa intensidad y laya. Sin competitividad no hay ni verdadera libertad ni ningún género de excelencia. Tómese como ejemplo de esto los medalleros olímpicos y los rankings universitarios, por norma general encabezados por los EEUU, con Gran Bretaña a la zaga, naciones esas paradigmas desde antiguo de las libertades individuales y, consecuentemente, de la competitividad. Para alcanzar la excelencia científica y el progreso social, España debe fomentar la competitividad junto a la igualdad de oportunidades.

Nuestra cultura anticompetitiva nos relega en las olimpiadas y en la ciencia, entre otros muchos campos. Esto es algo que no entiende el ministro de Universidades, quien en una entrevista del pasado 28 de junio afirmaba que «condenar a los alumnos por un suspenso es elitista, machaca a los de abajo y favorece a los de arriba». Ni tampoco la Ministra de Trabajo, quien el 4 de julio sostenía que «el Gobierno no puede parecer más cerca de la élite que de la gente». Sorprende que en su último libro, Anne Applebaum se extienda en reprobaciones a Vox para ejemplificar el populismo español, al tiempo que critica el populismo de los gobiernos polaco y húngaro porque cercena la competitividad, cuando en España esas mismas políticas antielitistas tienen su raíz, como señaló Ortega y Gasset, en el populismo socialcomunista, hoy encarnado en Podemos y afines. Asevera Applebaum lo que antes repitieron otros: que la eliminación total o parcial de la competitividad beneficia a los «perdedores». Dicho en los términos del ministro Castells: la supresión de la competitividad machaca a los de arriba y favorece a los de abajo.

El peligro de la Lomloe radica en que reducirá la excelencia, la competitividad y la libertad. Escribió Unamuno que el radicalismo político en España se acabaría si se enseñase la historia prescindiendo de sectarismos ideológicos, como se enseña la química, sin que nadie la tome con el ácido bórico o el manganeso. La nueva ley extrapola esa perversión de la enseñanza que lamentaba Unamuno: no solo se mezclará historia e ideología merced a la ley de memoria democrática, sino que la Lomloe pretende impartir la ciencia mediante vectores socioemocionales, lo que resultará en una sociedad aun menos competitiva.

La libertad intelectual y de expresión no consiste meramente en pensar y manifestar cualquier idea sino, sobre todo, en contar con los medios y los conocimientos para pensar de acuerdo a nuestra conciencia. Tanto la anticompetitividad como la igualdad intelectual constituyen un craso retroceso en las libertades individuales. John Stuart Mill ponía a España como ejemplo de estado iliberal por la influencia del dogma católico en la educación. Casi dos siglos después de Mill, seguimos sin entender que una ley educativa no debe dogmatizar ni las matemáticas ni los valores cívicos y éticos a los que ahora se dedicará una asignatura. El civismo y la ética de una cultura no se instauran a golpe de leyes orgánicas, sino en procesos intelectuales y sociales gestados a lo largo de décadas y siglos. Dogmatizar la ciencia y regular la ética no solo cuartea la excelencia científica y, por ende, el progreso, sino que presenta la mayor regresión a la democracia.

J. A. Garrido Ardila es miembro numerario de la Royal Historical Society y catedrático del General Council de la University of Edinburgh. Su último libro es Sus nombres son leyenda. Españoles que cambiaron la Historia (Espasa).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *