Maximizar el bien de la mayoría

Asquerosa e intrigante, la efigie te mira con ojos fijos y muertos desde el interior oscuro de su ataúd de caoba. Estás en un claustro, pero no se trata de las reliquias de un santo, como Dios quiere, sino una especie de santo secular y ateo. Te hallas, a fin de cuentas, ante la momia de Jeremy Bentham, el filósofo anticlerical del siglo XIX. El lugar consagrado a su memoria, y el paradero de su restos mortales, es el University College, en Londres, la universidad que Bentham fundó en 1830 para liberar a los estudiantes de la vigilancia y la supuesta tiranía de la iglesia. «¿De qué vale -comentaron sus críticos- un colegio sin capilla? Es como tener un ángel sin alas». Bentham mandó en su testamento que su cuerpo se conservase perpetuamente, tal vez para desmentir el concepto de la resurrección. Su intento era incluso que se momificase su cabeza, y se cuenta que hacia el final de su vida el filósofo iba por todas partes meneando un par de ojos de vidrio en el bolsillo para ornarse la calavera. Pero las facciones de su rostro poco hermoso se estropearon por la técnica fracasada del embalsamador. Se sustituyó una cabeza de cera inquietantemente pálida, que ya se eleva, bajo un sombrero de paja de alas anchas, por encima del resto del esqueleto, vestido de negro sombrío, en uno de los trajes preferidos del muerto.

El efecto horripilante es digno de la época del contemporáneo ficticio de Bentham, el monstruo de Frankenstein de Mary Shelley. La cabeza corrompida, medio podrida y con su mechón blanca puesta, solía encontrarse entre los pies del cadáver. Por lo visto al muerto le encantaba proyectar la imagen de un simulacro satírico de un santuario típico de ese catolicismo cursi o vulgar que inspiran los muertos dignos de reverenciarse. Luego, unos estudiantes robaron la cabeza para jugar al fútbol y ahora se conserva aparte, bajo siete llaves.

Mientras tanto, Bentham se mantiene sentado en su ataúd destapado, con las piernas ligeramente abiertas, como si estuviese presidiendo una reunión de sus seguidores, apreciando sus aplausos. No me convence la leyenda de que sigue asistiendo a las reuniones del senado del colegio, votando progresivamente en favor de las reformas en el caso de que los votos de los presentes en vivo empaten. Pero su presencia conserva su potencia. Bentham se mantiene en silencio, pero su influencia sigue moldeando la política del mundo occidental, y sobre todo en las culturas angloparlantes, donde sus ideas, por supuesto, conseguían su mayor impacto.

Su concepto más duradero era el del bien calculable, definido como el excedente de la felicidad sobre la miseria. «La única forma de hacer bien -explicó su discípulo errante, John Stuart Mill- es estimar las acciones en relación a su tendencia a aumentar la felicidad y disminuir la miseria». El objetivo del Estado, según la doctrina de Bentham, era obtener «la mayor felicidad del número máximo de ciudadanos». No se trataba del liberalismo clásico: para Bentham, lo que llamó «utilidad» de la sociedad valía más que la libertad individual. No daba lugar a los derechos humanos, porque los intereses del «número máximo» niegan los beneficios de los excluidos. La mayor felicidad del número máximo exige sacrificios de parte de los demás.

Pero el benthamismo sí era un tipo de radicalismo, porque la propuesta de Bentham prescindía tanto de los modelos históricos y las lecciones del pasado como de las recomendaciones de la tradición y las autoridades venerables. Sin lugar a dudas, era materialista a ultranza. La felicidad de Bentham no era ni más ni menos que el placer, y su único mal era el dolor.

Su influencia cambió el rumbo de la política, tanto de la izquierda como de la derecha. En Gran Bretaña, durante más de siglo y medio, la tradición radical ha sido predominantemente benthamista, aun cuando se califica de «socialista». En Europa, en lugar de mantener su afán por la igualdad absoluta de todos los individuos, la izquierda de mediados del siglo XIX apostó, bajo la influencia de Bentham, por el intento de disminuir las ventajas relativas de clases privilegiadas. Para Marx y bastantes seguidores suyos, la matanza de burgueses se justificaba por el aumento de la felicidad de un proletariado más numeroso. Para los nazis masacrar a los supuestos enemigos era una medida lógica para lograr la utópica utilidad social. Para la tradición socialdemócrata, más vale dejar a algunos en miseria que sacrificar la oportunidad de mejorar las condiciones generales. Aún bajo gobiernos económicamente conservadores en Europa y América, los perjuicios capitalistas y libertarios no han conseguido excluir el concepto de la obligación del Estado de acudir a los intereses de la mayoría.

Como eslogan, «maximizar el bien de la mayoría» tiene su atractivo. El problema consiste en decir quién tiene el derecho de calcular el ajuste entre felicidad y miseria. Para Bentham, la mayoría decide y el árbitro es el Estado. En cambio, desde una óptica liberal y humanitaria, el único criterio aceptable de la felicidad es el gusto personal, y su único árbitro debe ser el individuo. He aquí la clave para entender el gran debate en EEUU que pocos europeos comprenden: el rechazo, por la derecha entera y por buena parte de la izquierda, al intento de maximizar la salud pública con un programa de seguros privados pero obligatorios.

En casi todo lo demás, los dos grandes partidos políticos norteamericanos son clavados, respectivamente conservador y reaccionario, según el escritor Gore Vidal. Coinciden casi por completo en política exterior. De una manera formal, disputan la política fiscal, los republicanos apostando por impuestos mínimos y regresivos, los demócratas insistiendo en una política progresiva y distribucionista; pero todo el mundo sabe que, para salir de la crisis presupuestaria, los impuestos de todos tendrán que subir. Así que la diferencia no cuenta para nada. La única discrepancia capaz de cambiar la trayectoria del país se centra en el intento de Obama de extender el amparo del seguro médico. «¡Socialismo!», sisean los republicanos. Pero no lo es. Es benthamismo puro, ya que el coste de la salud queda menos accesible que nunca a un porcentaje reducido de la población -reducido pero bastante elevado, ya que se trata, según cálculos, de unos 30 millones de ciudadanos desamparados, o sea, casi el 10%-. Para un liberal de entrañas, tales exclusiones no son aceptables. Y, para ofender a los conservadores, la salud ya se define por el Estado, en lugar de ser el tema de un contrato individual entre un cliente y su compañía de seguros. Los que se oponen al sistema -bautizado de Obamacare por sus críticos- no son todos ni reaccionarios ni estúpidos, sino, en gran parte, los que contemplan la monstruosidad de la momia de Bentham y reaccionan con espanto o con repugnancia.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la Cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana).

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