Mayo de España

EL motín del Dos de Mayo en Madrid contra las tropas imperiales de Napoleón cierra una vida, aunque interrumpiéndola, y abre otra: es la apoteosis anónima y brutal del pueblo sublevado que se tira a degüello y resulta atropellado, es el momento en que el pueblo tumultuoso, bestial y generoso, ingenuo y marrullero, despistado, intuitivo, manipulado, mezquino, gigantesco y verdadero, se arroja a las calles, y bajo los sables y fusiles franceses, repentino, feroz y devastador, huye de la muerte hacia el mito, rumbo a una zona deslumbrante y sublime para siempre jamás.

Todas las apoteosis -pasadas o presentes, soñadas o reales- tienen esto en común: el personaje, el héroe, coral o no, suplanta definitivamente a la persona, liberada de la decadencia, detenida en una imagen de plenitud intemporal. Tras la explosión popular de mayo -que deja no pocos posos de tristeza en testigos refinados como Blanco White o en el alma del ministro afrancesado José de Azanza-, a los madrileños que masacran y son masacrados en la Puerta del Sol o en el Parque de Artillería de Monteleón no les atañe el sepulcro, con sus humedades magras, sino la alta claridad de las esferas legendarias. Tras la noche de lóbrega matanza, los alucinados patriotas de Goya que desatan su ferocidad contra los vistosos mamelucos y el villano rebelde que se yergue ante el verdugo con los brazos en alto, patético y sublime, monigote y arcángel, anónimo e inmortal, dialogan ya con la sombra polvorienta y guerrera del Cid. Y con ellos, en el terreno de la leyenda y del mito, pasa el rabioso y poseído Juan Malasaña, retratado por el pintor Dumont en plena lucha con un horrorizado dragón francés, al que clava su navaja. O la sombra patética y pálida del capitán Luis Daoiz, que antes de inspirar sus cuadros a Sorolla y Alenza, antes de armar a quien quisiera luchar y morir, antes de cerrar los ojos al mundo blandiendo el sable contra el general Lagrange, ha confesado a su compañero Velarde: «Perdida está España, pero tú y yo moriremos por ella».

Todo lo relativo al Dos de Mayo es materia épica, materia de esa parte del sueño que nutre la memoria colectiva de los pueblos, pero entre el paso sonoro de los coraceros y los dragones imperiales, entre las descargas de fusilería de quienes disparan sobre la siniestra escenografía de los paredones enrojecidos por la sangre, tras aquel estremecimiento anti-francés en el espinazo de España hay también un lugar para otro sueño poblado de no menos quimeras del sentimiento. La revolución liberal. La nación, que nace progresista en 1812, y cuya gran cohesión en la guerra de Independencia demuestra que ya palpitaba ahí en el siglo XVIII, latente, gestándose en el discurso de los reformistas del despotismo ilustrado y de los hombres de letras y de acción de la generación de Quintana y Marchena, hechizados por el ejemplo de la Revolución francesa.

Tiempo de sombras, pero también de ilusiones, el motín madrileño de mayo se convirtió en levantamiento, el levantamiento en la primera guerra de liberación de Europa, y la prolongación y la dureza de ésta en el empuje constitucional de Cádiz. Si los madrileños del Dos de Mayo permanecen todavía en medio de la batalla, combatiendo a trompicones, más débiles, en el fondo, de lo que quisieran aparentar, los más audaces y jacobinos de los diputados de Cádiz nos miran hoy con la bandera de la nación y del liberalismo en los ojos.

Lamentablemente, el espíritu ilusionado y renovador con que se aprobó la Constitución de 1812 en la bahía gaditana se diluyó conforme pasaba la centuria y el poder recaía en manos de la burguesía isabelina. Incluso antes, ya se habían frustrado las esperanzas que habían movilizado a los españoles frente al invasor francés y que de mano de los constitucionalistas gaditanos habían unido la idea de España a la de progreso y a los derechos y libertades individuales, convirtiéndose en la mejor garantía de los nuevos ciudadanos frente al absolutismo monárquico. Seis constituciones, varias reformas, algunos borradores frustrados y dos guerras civiles, reflejan las dificultades y dan fe de la carencia de un proyecto colectivo capaz de suscitar el entusiasmo del conjunto de los españoles, como ocurriera en el resto de Europa. No se pudo contar en el siglo XIX con el estímulo del nacionalismo italiano o alemán, ni tampoco con la aventura colonial de Francia, Gran Bretaña o Bélgica. Justamente lo contrario, es ahora cuando la vetusta odisea americana naufraga, perdiéndose un poderoso vínculo y cerrándose una etapa de la biografía de España.

La historia de este periodo tiene, además, la realidad de una pesadilla goyesca. Los afrancesados y liberales arrojados del país como si estorbasen para vivir. Fernando VII sacando a la calle los capirotes de la Inquisición. Simón Bolívar emancipando América de la metrópoli española y lamentándose después por el caos de estériles guerras civiles y de conspiraciones sórdidas en que se perderán toda la energía, toda la fe, toda la razón necesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo de la independencia. Torrijos y sus compañeros en la playa, al alba, ante la mar bravía, como en el soneto de Espronceda. Los generales del reinado isabelino, que fue un albur de espadas y sargentos amotinándose en los cuarteles, moviéndose de un pronunciamiento militar en otro. Los jerifaltes y pretendientes carlistas transformando la carta geográfica de España en el plan estratégico de una batalla sin fin y las gentes humildes persiguiendo a los frailes, acusados en las Cortes de instigar a los «cavernícolas». La Primera República desgarrándose con el estallido del movimiento cantonalista y los conflictos sociales y Alfonso XII ciñéndose la corona desbaratada por su madre.
Hombres de letras como Moratín, vegetando a escondidas mientras en las calles se grita ¡Vivan las caenas!, decididos a «no hablar, no escribir, no imprimir, no dar indicio alguno de mi existencia»; como Larra a punto de derrumbarse frente al espejo, «Aquí yace media España: murió de la otra media»; o Castelar carcomido por el desaliento, «Aquí en España todo el mundo prefiere su secta a su patria, todo el mundo», son figuras lejanas de esa misma pesadilla de la que, más tarde, Unamuno y Ortega quisieron, también en vano, despertar.

El tiempo, decía Ezra Pound en un poema, es el enemigo interior, pero se trata sólo del tiempo del poeta, que es único e irrepetible, porque la mayoría de las grandes conquistas humanas ocurren con lentitud y se hacen visibles sólo al cabo de una larga dificultad, de un empeño asiduo y paciente, que muchas veces cobra al principio un aire de pura imposibilidad, de desvarío quijotesco. Así el sueño constitucional de los liberales de 1812, que tuvo en su contra todos los malos augurios de la realidad.

Hoy, en un tiempo en que España se ha convertido en un país de adictos a la invención de pasados mentirosos, el segundo centenario del Dos de Mayo es una buena oportunidad para recordar que la democracia y el Estado de Derecho consagrados en nuestra Constitución se han creado gracias al esfuerzo de muchas generaciones, una buena ocasión para no olvidar que la libertad es preciosa como el agua, y como ella, si no la guardamos, se derrama, se nos escapa, se disipa. Poco antes deconvocarse las Cortes de Cádiz, Calvo de Rozas, uno de los escasos liberales admirados por Lord Holland, llamó a construir la razón de la resistencia anti-napoleónica y la dignidad de ser español sobre la libertad y sobre un cuerpo político que contribuyera a afianzar los derechos del individuo. Ese es el modelo de nación que festejamos, la que Galdós soñara entre las sombras de sus Episodios Nacionales, como él tolerante de lealtad contraria, heroica viviendo, heroica luchando, por el futuro que hoy es el nuestro. Esa nación de ciudadanos y no la otra, aquella que aún se imagina sobre la sensación de pérdida, sobre el rechazo del distinto, sobre el exilio o la amenaza del que no piensa igual.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo. Nación y Libertad.

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