Mayo del 68: el progreso a este lado de los Pirineos

Mayo del 68: el progreso a este lado de los Pirineos

Cuando un Talgo cruzó por vez primera la frontera francesa adaptándose al ancho de vía internacional, José María de Areilza se mostró muy satisfecho, pero añadió que le gustaría que cuando los trenes europeos llegasen a España adaptáramos de una vez nuestro ancho de vía intelectual a la medida europea. Y es que Europa, especialmente Francia, casi siempre ha sido nuestro modelo cultural, ignorando a menudo nuestras propias virtudes.

En febrero de 1956, algunos hijos de la burguesía madrileña (según Franco “jaraneros y alborotadores”) pidieron libertad y democracia con la tinta del ciclostil: Múgica, Tamames, Pradera… fueron los líderes de aquel movimiento heroico que hizo dimitir al ministro de Educación —Ruiz-Giménez— y al rector de la Complutense —Laín Entralgo—; los líderes que lucharon cuando la lucha era más necesaria (vivo el dictador, la libertad y la democracia enterradas). Alguien definió aquellos años como “La reconstrucción de la razón”, años que se anticiparon al Mayo del 68 parisino.

Antes que Ruiz-Giménez, había ocupado la cartera de Educación Ibáñez-Martín. Siendo estudiante de la Escuela de Caminos, en el contexto de una huelga de las escuelas especiales, Leopoldo Calvo-Sotelo acudió a casa del ministro: “¿Habrá usted leído en la prensa que acabamos de inaugurar la cárcel de Carabanchel? Al ministro de Educación no le importaría estrenarla con estudiantes”. Calvo-Sotelo, que nunca pareció alborotador ni jaranero, acabaría casándose con Pilar, la hija de Ibáñez-Martín.

Octavio Paz, en Tiempo nublado, ilumina la Historia al afirmar que, desde finales del XVIII, “hemos vivido el mito de la revolución, como los hombres de las primeras generaciones cristianas vivieron el mito del Fin del Mundo y la inminente Vuelta de Cristo”. Igual que Mayo del 68 eclipsaría nuestro febrero del 56 (hasta el punto de que uno tiene derecho a la mayúscula y otro no), la Revolución Francesa había eclipsado los años de reinado de Carlos III, aunque este promulgó algunas leyes más avanzadas que las leyes de la Francia prerrevolucionaria; aunque quiso llevar al poder a la incipiente burguesía española.

Y si la Revolución Francesa consiguió finalmente abolir la propiedad feudal en favor de la burguesa, las revoluciones modernas han querido acabar con la burguesía en favor de la clase obrera. Febrero del 56 y, sobre todo, Mayo del 68 fracasaron porque las protagonizaron los hijos de los burgueses travestidos ideológicamente de proletariado.

Decía Cela que España no tuvo ni Renacimiento, ni Reforma, ni Revolución… A pesar de algunos vacíos en nuestras alforjas, a pesar de que Negrín dijera que nos falta seriedad incluso para hacer revoluciones, aprobamos el sufragio femenino en 1931, trece años antes que Francia (la Segunda República también permitió adelantarnos en la coeducación); con Suárez, en 1978, despenalizamos la homosexualidad (Francia tuvo que esperar a 1982, con Mitterrand); cuando Carmen Conde abría para las mujeres las puertas de la Real Academia Española de la Lengua, seguía cerrada para las féminas la Académie française; abolimos la pena de muerte en el 78 (tres años antes que nuestros vecinos progresistas)… Cuando los primeros biquinis de las francesas dibujaban en los ojos de los españoles iras o arcoíris, el verdugo Fernand Meyssonier (él prefería el eufemismo “auxiliar de Justicia”) decapitaba con la guillotina en Argelia: “Sujetar una cabeza entre las manos tras caer la cuchilla es una experiencia impresionante. Éramos gente apreciada. Teníamos ventajas, como viajar gratuitamente en los transportes públicos y disponer de un permiso de armas”.

“Los españoles siempre nos hemos vendido muy mal por un complejo de inferioridad”, explica con lucidez Almodóvar. “Yo viajo por todo el mundo y me quedo perplejo cuando veo que se impone la pizza, pero no la tortilla; y los quesos franceses, pero no el manchego; y el jamón de Parma, pero no el de Jabugo; y el Beaujolais ese, pero no los vinos españoles”. Y otro genio de nuestro cine, José Luis Garci, añade que los españoles nunca nos hemos querido.

Por eso, a mí me gusta recordar momentos de la Historia que brillan como relámpagos en la tormenta: el abrazo que se dieron en el Congreso José Antonio e Indalecio Prieto después de que este defendiese España, atacada por la minoría vasca; en ese mismo Congreso, cuando fue asaltado por Tejero, Fraga ofreciendo su mano al nacionalista vasco Bandrés para que los golpistas “fueran conscientes de que formábamos una piña democrática”; Alberti, el símbolo comunista que había vuelto del exilio, escribiendo un poema a la reina en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes…

De tanto mirarnos el ombligo durante un imperio donde no se ponía el sol, los españoles ya no supimos levantar la cabeza para mirar a los ojos a nuestros vecinos allende los Pirineos: empezamos a importar galicismos (“influenciar”, “opositar”, “varietés”…), mientras que ellos apenas adoptaban “pronunciamiento” y “toreador”. En la biblioteca de nuestras Cortes, los libros más consultados eran los de Voltaire y Rousseau. (Ciento cincuenta años después, en la barojiana biblioteca de Itzea habrá más títulos en francés que en español). José Bonaparte, no obstante, escribía sobre España a su hermano el emperador: “Este país y este pueblo no tienen parecido”. Del absolutismo pasamos a ser, en palabras de Vicens Vives, “un faro para el liberalismo europeo”, hasta que nos invadieron los franceses, esta vez no con galicismos sino con el Ejército.

Para los afrancesados, la Biblioteca Nacional de París debía de ser el paraíso del saber. Sin embargo, durante una investigación realizada en la segunda mitad del siglo XX se comprobó que nunca se habían pedido más de dos millones de libros.

Picasso quiso ser francés: la III República rechazó la petición por ser sospechoso “desde el punto de vista nacional”. Los republicanos españoles escapaban de la Guerra Civil arrastrando su amargura (la madre de Machado, delirando, preguntaba cuándo llegarían a Sevilla). Más allá de la frontera les esperaban los campos de concentración y un Gobierno que reconocería la legitimidad franquista.

Francia, orgullosa de su destino, ha sabido tapar las miserias propias, como la colaboración del Estado en la deportación de judíos durante el nazismo. España, casi siempre acomplejada, no ha sabido, llegando al extremo de manipular la Historia para empeorarla: en la película Las Hurdes, Buñuel ensombreció la realidad para pellizcar el corazón del espectador (miente al decir que una niña muere, rueda en las aldeas más míseras…). El doctor Marañón se lo reprochó: “¿Por qué enseñar siempre el lado feo y desagradable? Yo he visto en Las Hurdes carros cargados de trigo…”.

Poco a poco fuimos superando unas tasas inaceptables de analfabetismo, aunque Francia seguía pareciendo El Dorado del progreso y la intelectualidad. Gila contaba el chiste de que, si en España viésemos una monja en motocicleta, diríamos: “Será una monja francesa”. Los primeros progres españoles conspiraban versos y sueños en la discoteca Bocaccio, que acabaría convertida en un prostíbulo. Con los restos de la tinta del ciclostil de los jóvenes jaraneros y alborotadores, Raimon cantó en la Complutense ante unos estudiantes que enarbolaban retratos de Mao y el Che (¿cómo no iba a transformarse la tinta en sangre?). Esos mismos retratos los habían enarbolado los estudiantes franceses que ocuparon La Sorbona.

En la órbita del mayo parisino nació un “Comité de acción estudiantes-escritores” que propugnaba la muerte del libro por encarcelar el saber; mientras, otros revolucionarios leían con fervor a Sartre, Marx y Marcuse. (Para educar conciencias, Marcuse había escrito que la democracia consolida la dominación más que el absolutismo, como si no fuera el comunismo el que produce seres unidimensionales).

1968 vivió una revolución global: Francia, Estados Unidos, Japón, México, Checoslovaquia… Jóvenes izquierdistas de clase media críticos con el capitalismo, influidos por el rock, el movimiento hippie y la televisión, contrarios al imperialismo que representaba la Guerra de Vietnam, amantes de la libertad sexual.

Uno de los jóvenes que construía barricadas en el Barrio Latino era Fernando Arrabal. Al verlo Samuel Beckett, le interpeló:

—¿Qué hace usted ahí, señor Arrabal?

—Pues ya ve, señor Beckett, estoy haciendo la revolución. Poniendo un poco de imaginación para cambiar el mundo.

—Pero qué dice usted, hombre de Dios. Dentro de cinco años todos estos jóvenes que lo rodean se habrán hechos notarios.

Algunos se hicieron notarios, otros ministros, eurodiputados… Uno de esos futuros eurodiputados, Daniel Cohn-Bendit, una noche de Mayo del 68, en la plaza de la Bastilla, protagonizó una escena efímera —un relámpago en la historia mundial— que justificaría por sí misma cualquier revolución: a Daniel (cuyos padres, de origen judío, habían huido a París cuando Hitler llegó al poder) unos estudiantes árabes le gritaron “¡Todos somos judíos alemanes!”.

De los casi diez millones de huelguistas franceses de Mayo del 68, en las elecciones de junio votaron menos de la mitad, lo que hizo que ganara el general De Gaulle por mayoría absoluta. Los conspiradores españoles —igual que los de Praga— tenían más motivos para la revolución, pues luchaban contra una dictadura, pero el Generalísimo acabaría muriendo en la cama. Si algo hemos de agradecer a Franco es que, ya en democracia, su recuerdo nos haya vacunado contra la extrema derecha (al contrario que en Francia). ¿Para cuándo una vacuna contra la extrema izquierda y los nacionalismos periféricos…?

Cincuenta años después, el siglo XXI sigue demostrando que el modelo no era el de aquellos revolucionarios bienintencionados —Cuba, China, Rusia…—, sino un Estado del Bienestar capitalista con unos límites que impidan los abusos de los mercados. (Erraba Marcuse: no somos esclavos de las mercancías, nadie nos obliga a consumir).

Gracias a la transición democrática, por fin pudimos adaptar nuestro ancho de vida intelectual a la medida europea, como había soñado José María de Areilza. Esa ha sido la auténtica revolución, una revolución discreta, sin asambleas universitarias, adoquines volanderos ni grandes consignas, pero que, en el día a día, ha traído la mayor dosis de progreso de la Historia.

José Blasco del Álamo es periodista y escritor.

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