Mayo del 68, la revolución sin futuro

Mayo del 68 fue la primera revolución que fue fruto, no de la miseria, sino de la riqueza. Si los revolucionarios clásicos habían acusado al sistema capitalista-burgués de “causar pobreza”, los de 1968 le van acusar de todo lo contrario: de haber creado la sociedad de la abundancia. De hecho, los franceses llamarían después al periodo 1945-75 “los Treinta Gloriosos”: una época dorada de pleno empleo y crecimiento ininterrumpido, con tasas del 5% anual de incremento del PIB.

Lo que decimos de Francia vale para el conjunto de Occidente. La etapa 1945-68 había resultado brillante también en el aspecto demográfico. Las bajas de la Segunda Guerra Mundial quedaron pronto compensadas por el gran baby boom de posguerra, que se prolongaría hasta principios de los 70 (y el cambio cultural sesentayochista tendría mucho que ver en su final).

En tiempos anteriores, la juventud había sido simplemente una fase de transición hacia la edad adulta: “No hay que tratar a los jóvenes como una categoría separada: uno es joven, y pronto deja de serlo, y ya está”, decía un De Gaulle exasperado por el juvenilismo sesentayochista. Cuando el propio De Gaulle fue joven, la juventud era breve: pocos accedían a la educación superior; lo normal era que un hombre de 22 o 23 años estuviese ya casado y trabajando. Ahora, en los 60, la sociedad puede permitirse por primera vez el lujo de prolongar la etapa de formación y mantener a una muy numerosa “clase juvenil” improductiva, exenta de responsabilidades laborales y familiares.

En realidad, el sesentayochismo tuvo mucho de síndrome de Peter Pan. El universitario de 1968 no quiere ingresar en el mundo adulto de límites, obligaciones y responsabilidades, un mundo que le parece mediocre y frustrante. De ahí la contestación a los valores de sus mayores. La vaporosa “revolución” soñada por los sesentayochistas (“cambiar la vida”) consistiría en una prolongación infinita -y extendida a toda la sociedad- de la libertad de la juventud.

Mayo del 68 comienza el 21 de marzo, cuando un grupo de estudiantes “anti-imperialistas” atacan las oficinas de American Express en París. Al día siguiente los estudiantes ocupan varios edificios en la Universidad de Nanterre. A partir de entonces se sucederán algaradas y asambleas. Ante la imposibilidad de proseguir las clases, el decano Grapin ordena la suspensión de la actividad docente a partir del 3 de mayo.

Pero entonces el epicentro del conflicto se traslada a la Sorbona, en el corazón de París. A partir del 5 de mayo se producen choques con la Policía, cada vez más violentos. Cuando el rector Roche recibe el 10 de mayo a una comisión de tres jóvenes, se ve incapaz de satisfacerles, porque sus reivindicaciones son tan gaseosas como el propio movimiento; Cohn-Bendit declara al salir: “No hemos hemos entablado negociaciones; sólo le hemos dicho al rector que lo que está ocurriendo en las calles es que toda una juventud se expresa contra un cierto tipo de sociedad”.

El momento en que a la Quinta República parece fallarle el suelo bajo los pies llega cuando una parte de la sociedad -del arzobispo de París a los cineastas reunidos en Cannes- se solidariza con los enragés de la Sorbona. El 14 de mayo se declaran en huelga los obreros de Sud-Aviation en Nantes. En pocos días, el paro general se extiende como mancha de aceite. A partir del 20 de mayo, con unos diez millones de trabajadores en huelga, llegarán a faltar productos de primera necesidad.

Los revoltosos del Barrio Latino, aparentes triunfadores, no saben qué hacer con su victoria, porque ningún programa concreto tienen, ni el deseo de asaltar el poder del Estado. Ocupan varios edificios -el teatro Odéon entre ellos- donde se vivirá varias semanas en delirante asamblea permanente. Imprimen con ciclostatil el periódico L’Enragé, órgano de la revuelta. En los dazibaos van floreciendo los famosos eslóganes: “Prohibido prohibir”. “Seamos realistas: pidamos lo imposible”. “La noción de normalidad es el principal instrumento de alienación de las sociedades actuales”. “Pongamos la sociedad al servicio del individuo, no el individuo al servicio de la sociedad”. “Vivir sin tiempos muertos y gozar sin trabas”. “Vivir en el presente”. No, no era un programa de gobierno.

En la tarde del 30 de mayo, un millón de personas marchan pacíficamente por los Campos Elíseos en protesta contra los desórdenes, con pancartas como “limpiad la Sorbona” y “defended a la Francia que trabaja”. Muchos trabajadores habían vuelto a sus puestos tras los acuerdos de Grenelle; las huelgas se desinflan en los primeros días de junio. Y a mediados de mes son desalojados policialmente los últimos ocupantes del Odéon y la Sorbona. Las elecciones del 30 de junio se saldan con un triunfo arrollador de la derecha gaullista, que amplía su mayoría.

Mayo del 68 parecía, pues, terminar en fracaso: De Gaulle y “el sistema” salían reforzados. […] Pero los sesentayochistas -o, al menos, el “polo cultural-libertario” del 68- no buscaban el poder político. La evolución del movimiento en los años que siguen a 1968 puede resumirse así: el “polo neoleninista” insiste en la búsqueda de una revolución socialista clásica, y se produce en 1968-74 una proliferación de partidos y grupúsculos trotskistas, maoístas, etc. muy activos, que no llegarán a tener mayor incidencia electoral. Los más radicales entre ellos pasarán a la “lucha armada”, y de ahí la aparición o relanzamiento a partir de 1968 de bandas terroristas como la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas, la ETA o el IRA (estas dos últimas, junto a la componente nacionalista, desarrollaron también otra marxista-revolucionaria), que se cobrarán entre todas unas 3.000 vidas en las décadas de los 70, 80 y 90.

Pero el 68 no ha modelado nuestra sociedad a través de ese activismo político o terrorista “clásico”, a la postre fracasado, pues la extrema izquierda no llegó al poder. La verdadera herencia “inconsciente” de Mayo ha sido la difusión generalizada de la sensibilidad del “polo cultural-libertario”, como señala Josemaría Carabante: “Los estudiantes no terminaron con el sistema contra el que se levantaron, pero cuando salieron de las aulas contribuyeron a difundir nuevos valores y a cambiar los estilos de vida y las costumbres existentes”. […]

Existían también los que, de manera más coherente con el espíritu anarcoide del 68, se lanzaron a promover la utopía descentralizadamente mediante experimentos comunales a pequeña escala: “vivir ya de otra manera, sin esperar a la revolución”. Hasta 100.000 personas llegaron a vivir en comunas a principios de los 70, sólo en los países escandinavos. En ellas se intentaron llevar a la práctica muchas de las ideas sesentayochistas, del amor libre a la abolición de la familia y de la propiedad privada, del “retorno a la naturaleza” a la desescolarización o el consumo de drogas. Los resultados fueron en general deprimentes.

Enfrentados al reto de cultivar la tierra o fabricar artesanía, los soixante-huitards neo-rurales van a descubrir que, después de todo, la necesidad de trabajar duro no era la imposición alienante de una sociedad materialista obsesionada por la productividad, y que la carestía es la situación por defecto del hombre frente a una naturaleza tacaña. Un superviviente resumió así la experiencia: “Agotamiento físico; subalimentación; desorganización total; incompetencia; hostilidad de los [verdaderos] campesinos, que se sentían agredidos; drogas; desafueros de los jefecillos: el sueño se convirtió a menudo en pesadilla”.

Mucho más éxito que el activismo neoleninista o el utopismo agro-hippy tendrá la irradiación del espíritu sesentayochista a través de movimientos sociales como el feminismo, la liberación homosexual, el ecologismo o el pacifismo. La idea que subyace -teorizada por autores como Marcuse o Foucault- es la de la sustitución del sujeto revolucionario clásico -la clase obrera- por nuevos colectivos supuestamente oprimidos. Y también la reivindicación del deseo en todas sus formas, y el rechazo de todo tipo de tabúes, especialmente en materia de moral sexual.

El feminismo francés de los 70 comenzará en cierto modo como una rebelión dentro del propio movimiento sesentayochista, al grito de “¡lleva tanto tiempo prepararle la comida a un revolucionario como a un burgués!”: “¿Quién se ocupa de la cocina mientras ellos hablan de revolución?” Seguirán, en los años 70, junto a la reivindicación del aborto libre -que triunfa en 1975 con la aprobación de la ley Veil-, los “grupos de concienciación” victimista, la constante confusión de lo privado y lo social -es decir, la interpretación de todos los fracasos personales en clave de opresión patriarcal-sistémica-, la demonización del varón, la execración de la maternidad (en 1975 es publicado el volumen colectivo Maternidad esclava) y, finalmente, el rechazo del concepto mismo de sexo femenino, considerado ahora como construcción cultural alienante y no ya como determinación natural.

El hedonista post-68 dejó de perpetuar la especie: las tasas de natalidad occidentales caen de forma notable precisamente a partir de finales de los 60, y a finales de los 70 quedan ya por debajo del índice de reemplazo generacional. Este medio siglo de infranatalidad le está pasando ya factura a Occidente en forma de peso asfixiante de las pensiones de jubilación. Y ese envejecimiento de la sociedad se va a agravar cuando se jubile la enorme masa de baby boomers nacida en lás décadas de 1950 y 1960. La tasa de natalidad sigue sin repuntar, ni los gobiernos -también instalados en el presentismo- se preocupan mayormente por reanimarla. Vamos hacia un probable colapso social por escasez de jóvenes y exceso de ancianos. Es paradójico que la revolución juvenilista del 68 nos haya traído una sociedad senil.

Francisco J. Contreras es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla.


Este artículo es un extracto del trabajo “Mayo del 68 y la muerte del sujeto”, presentado al congreso de la Universidad Francisco de Vitoria sobre Mayo del 68 que se está celebrando esta semana en el campus de Pozuelo de Alarcón.

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