Mayores, ancianos y viejos

Estábamos muy orgullosos de los cambios producidos en la sociedad a lo largo de los siglos XX y XXI, consecuencia de avances en la medicina y en la mejora de las condiciones de vida de millones y millones de personas, de tal manera que han visto prolongada su existencia y así aumentadas sus ilusiones para disfrutar del descanso que de jóvenes no pudieron tener, para empezar proyectos que tampoco pudieron realizar porque su trabajo no se los permitía o para echar una mano a quienes necesitaban de su ayuda. Esto ha sucedido en sociedades avanzadas. Por ejemplo, en la nuestra, en la que el porcentaje de mayores de 65 años es del 19,58% de la población y el de mayores de 75 es el 9,74%.

Por otra parte, la sociedad ha recibido y recibe unos bienes de estas personas, que hoy denominamos "mayores", por las experiencias que aportan, por sus conocimientos o porque ayudan a otros más jóvenes en quehaceres cotidianos. Son beneficios mutuos. Hasta aquí, todo va muy bien.

Pero, llegado un momento o unos años, esa estupenda y celebrada longevidad muestra la otra cara que tiene, y muchos se preguntan: ¿Qué hacemos con estas personas que viven tantos años? ¿Dónde, cómo y con quién van a vivir? En la casa con los hijos no hay espacio suficiente y, además, la convivencia podría no ser fácil; solos no pueden estar pues les falta memoria y sus facultades físicas están mermadas. Pero existe una posibilidad que se ha desarrollado de forma rápida a la vista de las nuevas circunstancias: las residencias para mayores.

He aquí un nuevo servicio necesario para una sociedad que ha cambiado. Unas veces será una prestación social y otras un negocio como otros muchos en una sociedad que los necesita.

Las comunidades autónomas han incluido las residencias entre sus obligaciones. Han construido edificios, han contratado personal y tienen largas listas de espera de familias que quieren plazas para sus mayores, en ocasiones en contra de los deseos de aquellos, pero es la única alternativa que se vislumbra.

También están las residencias gestionadas por comunidades religiosas que, de acuerdo con los fines de su fundación, se ocupan y acogen a ancianos o personas desvalidas, y lo hacen desde hace muchos años con verdadera vocación de servicio.

Existen, además, las privadas, que cuentan, en general, con buenos edificios y con buenos servicios, y tienen unos precios muy altos.

Es decir, que el éxito de la prolongación de la vida plantea nuevas circunstancias y necesidades para esas mismas personas a las que, por una parte, beneficia; y, por otra, las sitúa ante el problema de dónde estar, dónde vivir y con quién. Nunca habían pensado que un día se plantearían que hacerse con ellos mismos.

Cuando ha llegado una pandemia que a todos nos ha angustiado y sobrecogido porque no sabíamos cómo reaccionar, cómo defendernos y, menos todavía, cómo defender a quienes parecían más débiles, nos hemos dado cuenta de que eran esos mismos mayores, a los que hasta hace poco llamábamos ancianos o viejos, a quienes habíamos alejado un poco o mucho de nuestras vidas en la creencia de que estaban a resguardo, los que iban a sufrir las más grandes y desastrosas de las consecuencias.

Ha quedado claro que los recursos de muchas residencias eran muy precarios e insuficientes para hacer frente a este mal, ante el cual ni siquiera la población en mejores condiciones físicas ha resultado inmune. Pero lo que más conmueve es que haya sido ese grupo de población que había mejorado su vida por la amplia extensión de la cobertura sanitaria, por el mayor aprecio en la sociedad hacia los derechos sociales y por el general reconocimiento hacia quienes en el pasado pusieron las bases para una sociedad mejor, sobre quienes recaería la peor parte de la pandemia.

Además, habían contribuido a estos resultados tan buenos en cuanto a longevidad nuestro modo de vivir y de disfrutar, nuestro clima, la alimentación mediterránea, la importancia de los lazos en la familia y de las relaciones entre unos y otros. De todo ello estábamos satisfechos porque son datos favorables para la mayoría de la sociedad, pero parece que nos sobran los viejos; que nos sobran aquellos para los que no tenemos sitio entre nosotros, y por eso les enviamos a una residencia donde se supone que les tratarán bien, y si no es así ellos nos lo harán saber, cuando vayamos a hacerles una visita, de vez en cuando.

En el momento en que la enfermedad se ha extendido y que hemos constatado que son ellos los más gravemente afectados, nos damos cuenta de que ni estaban tan bien ni tan contentos en el lugar al que los habíamos llevado. Porque la atención que recibían no era suficiente o no era la adecuada, pero de eso no nos habíamos enterado.

Son hechos que se contradicen en la sociedad del bienestar. Hechos que denotan que las urgencias en nuestras vidas cotidianas, nuestras necesidades habituales en una sociedad que demanda fortaleza para sobrevivir no nos dejan ver lo que queda un poco más allá. Y los mayores ya nos quedan un poco retirados.

El número de mayores fallecidos, consecuencia de la pandemia o de síntomas compatibles con la enfermedad, en el total de las aproximadamente 5.457 residencias, es superior a 20.000 personas. Esto significa un 67% de los fallecimientos, según datos notificados por el Ministerio de Sanidad y por las comunidades autónomas. El porcentaje que estos datos alcanzan a representar: el 90,20%, el 82,77, o el 72,06% del total de fallecidos en algunas comunidades autónomas producen incredulidad e inmenso dolor.

Ahora, un poco tarde, vamos a averiguar el estado de las residencias: las condiciones de las instalaciones, las circunstancias del personal profesional y, sobre todo a escuchar los sentimientos de quienes viven en ellas, similares a esa "cerrada soledad" de las vidas de algunos personajes de Delibes. Algo sobre lo que no habíamos pensado ni meditado de manera suficiente hasta la llegada de estos malos, muy malos, tiempos.

Soledad Becerril es ex Defensora del Pueblo.

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